“Un golpe mortal para la reputación de los medios de comunicación estadounidenses”. Así es como el periodista Matt Taibbi describe la cobertura del escándalo de injerencia rusa –el llamado Russiagate– en la administración de Donald Trump. El informe final del fiscal especial Robert Mueller, presentado el 22 de marzo, es confidencial. Pero el fiscal general William Barr publicó el domingo una carta que resume su contenido e incluye una cita clave: “La investigación no estableció que miembros de la campaña de Trump colaborasen con el gobierno ruso en sus actividades de interferencia electoral”.
Concluyen así dos años de investigación de los vínculos entre Trump y los servicios de inteligencia rusos. Mueller dirigió un equipo 13 abogados y 40 agentes del FBI e hizo declarar a más de 500 testigos. En el proceso fueron acusadas 37 personas, entre ellas los asesores electorales Roger Stone y Paul Manafort. En lo que concierne al presidente, no obstante, la principal revelación es que pagó por mantener relaciones sexuales con una actriz porno, Stormy Daniels. Una anécdota sórdida, pero en línea con su carácter y lejos de constituir un delito de traición.
Este carpetazo anodino convierte a Mueller en “el dios que falló a los demócratas”, a los que el Financial Times ahora describe como “un niño que acaba de descubrir que Santa Claus no existe”. Y es que, desde 2017, la oposición y la prensa estadounidense llegaron a convencerse que Mueller terminaría sentando a Trump en el banquillo de los acusados. El anticlímax deja al presidente reforzado, a su oposición desubicada y al prestigio de los medios de comunicación de referencia por los suelos.
Mucho ruido y pocas señales
Para entender la catástrofe hace falta remontarse a 2016. A lo largo de ese año se extendió la idea de que Trump era el candidato manchuriano de Vladímir Putin, lo que presentaba una amenaza de cara a las elecciones presidenciales. Al fin y al cabo, Trump alababa repetidamente a su futuro homólogo ruso y Moscú acumula un historial notable de agresiones en el ciberespacio, incluyendo campañas para tergiversar debates electorales. Posteriormente, la hostilidad declarada de Trump hacia Mueller reforzó la noción de que el presidente ocultaba algo.
Pero de esa conjetura a establecer que la campaña republicana se coordinó con el Kremlin, así como concluir que fue la injerencia rusa (y no la incompetencia del Partido Demócrata, o el funcionamiento del Colegio Electoral) lo que inclinó la balanza electoral a favor de Trump, hay un trecho. Para salvar esa distancia fue necesaria una cobertura amarillista, así como la connivencia entre periodistas y miembros de los servicios de inteligencia interesados en debilitar a Trump. Una relación incestuosa que, como señala Taibbi, recuerda al ecosistema en que se promovieron las mentiras sobre Irak y sus inexistentes armas de destrucción masiva.
Buzzfeed marcó la pauta en enero de 2017, cuando publicó en su web el dossier Steele. En una serie de informes deslavazados y realizados por encargo del Partido Demócrata, el ex-agente de inteligencia británico Cristopher Steele detallaba una serie de revelaciones explosivas –entre ellas, que los rusos disponían de vídeos sexuales explícitos con los que chantajear al presidente. El dossier resultó estar repleto de falsedades, como concluyeron algunos de los periodistas que más lo publicitaron. Pero sirvió, junto al posterior nombramiento de Mueller –así como la evidencia de que Rusia intentó debilitar la candidatura de Clinton– para generar entre los demócratas un clima de paranoia, similar al que se adueñó de los republicanos tras el atentado de Bengasi de 2012. Según esta interpretación, Rusia –un petro-Estado con un PIB similar al de Italia y una población menguante– habría adquirido redes de influencia muy superiores a las de la Unión Soviética en su apogeo.
El problema no es que una legión de conspiracionistas comenzasen a explotar este filón mediático, sino que los medios de referencia hicieron eco de sus teorías. Los ejemplos de mala praxis son casi interminables. The New York Times y The Guardian promocionaron a Louise Mensch, una pseudo-analista notoria por esparcir bulos. The Washington Post publicó varios artículos que posteriormente rectificó, incluyendo uno sobre un apagón en el Estado de Vermont que atribuyó falsamente a un ciberataque ruso. Franklin Foer, antiguo editor de The New Republic, presentó a Trump como una “marioneta de Putin”. Otro periodista reputado, Jonathan Chait, se llegó a preguntar si Trump había sido reclutado por los servicios de inteligencia soviéticos (una fuente de especulación recurrente). En Politico, la injerencia rusa se comparó con los ataques de Pearl Harbor y el 11 de septiembre. Time y The New Yorker publicaron portadas sensacionalistas, en las que la Casa Blanca se mimetizaba con la Catedral de San Basilio (frecuentemente confundida con el Kremlin). La cadena MSNBC se decantó por un amarillismo desbocado, de la mano de Joy Ann Reid –famosa por no saber distinguir Eslovaquia de Eslovenia– y Rachel Maddow. Se acusó al presidente de traición, un delito detallado en el código penal estadounidense que no parece haber cometido. Como contrapeso, hubo periodistas que no cuestionaron esta narrativa, a riesgo de quedar señalados como “pro-rusos”. Entre ellos destacan, además de Taibbi, Glenn Greenwald, Jeremy Scahill, Katrina vanden Heuvel, y Masha Gessen y Adrian Chen (ambos críticos con Putin, pero incómodos con el uso oportunista de su trabajo).
La Casa Blanca fusionándose con una catedral moscovita en la portada de Time. Fuente: CNN.
“Fake news” de aquí a 2020
Hoy abundan tertulianos atrapados en la etapa de negación del duelo. Insisten en que Mueller se guarda algún as bajo la manga u opinan que Trump es culpable al margen de lo que el fiscal especial haya escrito. Otros, como el ex director de la CIA John Brennan y el director de inteligencia nacional James Clapper, señalan que no existen tantos motivos de sospecha como en su día advirtieron. Independientemente del tiempo que les lleve rectificar, el daño ya está hecho.
Trump es el gran beneficiario de este fiasco. En una encuesta reciente, el 50,3% de los estadounidenses opinaba que la investigación de Mueller se había convertido, como el presidente denuncia machaconamente, en una “caza de brujas”. El fin de las acusaciones se presentará como una exoneración, lo que probablemente mejore la valoración del presidente. También le permitirá descartar como “fake news” cualquier revelación negativa sobre su presidencia, por grave que sea.
Los demócratas se obsesionaron con la trama rusa porque les eximía de reflexionar sobre sus propios errores. Resultaba más fácil denunciar a Trump como una anomalía, producto de la injerencia de terceros. También les permitía fantasear con una destitución que cercenase su presidencia. Pero la líder del Congreso, Nancy Pelosi, ya ha descartado el impeachment. Tras desperdiciar dos años de oposición, el centro-izquierda ha entendido que necesita centrarse en cuestiones que importen al estadounidense medio, como la sanidad o la economía. Pero la histeria colectiva ha dejado marca en el electorado demócrata, hoy más hostil a Rusia y reacio a la normalización de relaciones entre Moscú y Washington. Neoconservadores como Max Boot y David Frum, aparentemente disgustados con la vulgaridad de Trump, intentan rehabilitar sus carreras acercándose al centro-izquierda.
El fiasco de Russiagate no es un hecho circunscrito a esta época o a Estados Unidos. En el pasado, la desinformación sobre las armas de destrucción de Sadam Husein sirvió para legitimar una guerra en la que murieron centenares de miles de iraquíes y Oriente Próximo quedó devastado. En España, la crisis catalana de 2017 también sirvió como excusa para achacar errores patrios a la “injerencia rusa”.
Se anuncia con demasiada estridencia que vivimos en una época de posverdad, en la que los políticos atacan a la prensa sin escrúpulos. El periodismo tradicional, continua el relato, se convierte en un contrapeso imprescindible al poder. Pero si los mismos medios que empujan esta narrativa no actúan en consecuencia, el resultado será la destrucción de su credibilidad. Con su apuesta sensacionalista, la prensa estadounidense ha fracasado como contrapeso a Trump. Y, al mismo tiempo, alimenta su propia crisis existencial.