Y, tras casi una década de negociaciones, el 21 de mayo Rusia y China alcanzaron un acuerdo sobre suministro de gas. Tras supervisar junto con el presidente chino, Xi Jinping, la firma del contrato entre Gazprom y la China National Petroleum Corporation (CNPC), Putin calificó el acontecimiento como histórico.
Ciertamente, sólo por sus cifras el acuerdo es, en palabras de Alexei Miller, director ejecutivo de Gazprom, “el mayor contrato en la historia” de la compañía. El acuerdo, además de cerrar la espinosa cuestión del precio, contempla la creación, con apoyo financiero chino, de toda la infraestructura necesaria para que 38.000 millones de metros cúbicos de gas ruso comiencen a bombearse hacia el gigante asiático a partir de 2018, por un periodo de 30 años. El volumen de este negocio se sitúa alrededor de los 400.000 millones de dólares, aunque este dato no ha sido confirmado oficialmente.
Sin embargo, estas cantidades astronómicas no son lo único que hace de este un acuerdo tremendamente significativo. El éxito en las negociaciones entre Rusia y China responde al gélido estado de las relaciones de Moscú con Washington y Bruselas debido a la crisis en Ucrania. Las tensiones en Europa habrían llevado al Kremlin a aproximarse a una China que, por su parte, no deja de encajar críticas de la Casa Blanca respecto a sus disputas marítimas con sus vecinos. No cabe duda de que ante este panorama Putin y Xi Jinping tienen razones para guardarse las espaldas. Pero, como es habitual, la realidad internacional no se ajusta completamente a aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”; no en un mundo de complejas interdependencias y, sobre todo, no en una relación caracterizada por las acusadas asimetrías existentes entre el dragón de Asia y el, decaído, oso ruso.
Se dice que el diablo está en los detalles, y de estos hay al menos dos a tener en cuenta en el acuerdo sino-ruso. De un lado, todavía no se conocen todos los detalles relacionados con cuestiones de precio y financiación, y esto probablemente se deba al interés de las partes de que no se conozca quién ha acabado en el extremo favorable del acuerdo. La fijación del precio ha sido el principal obstáculo en las negociaciones, que han abarcado casi una década, y en este ámbito Gazprom –y, por extensión, Rusia- posiblemente ha cedido ante China. Se estima que Pekín disfrutará del gas ruso a 350 dólares por cada mil metros cúbicos, un precio bastante menor al que se paga en Europa (380 dólares). Esto, junto con el hecho de que el acuerdo se concluyese a las cuatro de la madrugada -después de no prosperar el día anterior, cuando todo el mundo así los esperaba-, es un indicativo de la dureza de las negociaciones.
En las negociaciones, la China de Xi Jinping ocupaba la posición ventajosa. Desde que se iniciaran las conversaciones, China ha logrado asegurar su suministro de gas a través de acuerdos con Turkmenistán y Myanmar. El caso del gas turkmeno es significativo, ya que la infraestructura que recorre Asia Central y que conecta con territorio chino fue levantada con dinero chino, y esto ocurre, precisamente, en una de las regiones que constituye uno de los muchos patios traseros de Rusia y que mira a Moscú con un punto de suspicacia.
China podía permitirse forzar las negociaciones para extraer el máximo provecho de su socio ruso. En este sentido, la situación es comparable a la de la firma del acuerdo petrolero sino-ruso de 2009. En aquel entonces, las dos empresas rusas involucradas, Rosneft y Transneft, sólo aceptaron el acuerdo después de que la crisis económica les situase entre la espada y la pared, con lo que coger el dinero chino suponía la única salida viable. Ahora, como entonces, el acuerdo sobre el gas parece una línea de crédito disfrazada de trato comercial.
El acuerdo llega en buen momento para Putin. O, mejor dicho, en el momento justo. A pesar de que el gas no comenzará a fluir hasta 2018, el acuerdo supone la perspectiva de un alivio económico a no demasiado largo plazo y un respaldo político necesario para el Kremlin –el que la firma del acuerdo llegase en una visita de Putin a Shanghai no es casualidad-. Al margen de la amenaza planteada por la posibilidad de sanciones europeas –cada vez más improbables, ahora que Rusia parece haber aflojado su presión sobre Ucrania-, la demanda energética europea, en paulatina diversificación de proveedores, no presenta el mismo dinamismo que el mercado chino. El mantenimiento de la estabilidad presupuestaria de Rusia, fuertemente vinculada a la venta de hidrocarburos, hacía del acceso a China un imperativo insoslayable. No se debe olvidar que la posición política de Putin depende de un presupuesto que subsidia, a golpe de “petrodólar” y “gasodólar”, a sectores fundamentales del electorado. La popularidad de Putin no depende sólo de anexionarse Crimea.
Públicamente, el Kremlin celebra el acuerdo, pero Rusia se encuentra en una posición complicada. La “asociación estratégica” que ha formado parte de la relación sino-rusa desde mediados de los noventa, coincidiendo con la vehemente oposición rusa a la ampliación de la OTAN, no ha generado efectos prácticos destacables. Por supuesto, Pekín y Moscú han constituido un frente diplomático contra los aparentes abusos de la superpotencia norteamericana, sea en Kosovo, Irak, Libia o Siria, pero tradicionalmente han concedido una mayor importancia a Occidente que a su relación mutua. El Kremlin siempre ha experimentado la pegajosa inquietud de que, retórica antihegemónica aparte, el gigantesco, vibrante y emergente vecino chino acabará siendo un competidor estratégico. Asia Central podría convertirse en un escenario de esta competición, y lo que ahora se percibe –o se publicita- como la complementariedad económica entre una industria china con sectores ciertamente boyantes y una Rusia rica en recursos naturales –y peligrosamente despoblada de Siberia hacia el este, donde se encuentran esos mismos recursos- podría tornarse en una asimétrica relación comercial en la que Rusia sea poco más que un apéndice energético de China.
Sin embargo, los sucesos en Ucrania y sus implicaciones para la inserción rusa en Europa, las ambiciones territoriales chinas y el surgimiento de voces en Rusia que empiezan a hablar de independencia financiera respecto a Occidente y de volcarse en Asia podrían suponer un revulsivo frente a esta constante desconfianza rusa en relación a China. En relaciones internacionales, los factores persistentes lo son hasta que dejan de serlo.
por Alberto Pérez Vadillo, especialista en relaciones internacionales