Inevitablemente, tenemos que volver a hablar de la situación en Ucrania, tras confirmarse la intervención militar rusa en el país. Todo apunta a una invasión terrestre a través de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk para ocupar por entero el Donbás, incluyendo el puerto de Mariúpol, en el mar de Azov. Previsiblemente, el avance continuará hasta alcanzar tanto la península de Crimea, anexionada de manera ilegal por Rusia en 2014, como Odesa, en una operación combinada con la fuerza naval rusa en el mar Negro, y, quizás, llegar a Transnistria –la región de Moldavia ocupada por Rusia y autoproclamada independiente en 1990–, cerrando así la salida de Ucrania al mar.
Asimismo, está dentro de lo previsible que Rusia intente amenazar la capital, Kiev, y otros lugares al sur del país y hasta el curso del río Dniéper, con ataques aéreos primero –para neutralizar rápidamente al ejército ucraniano, claramente inferior en este campo– o incluso con una ocupación militar sobre el terreno –más difícil por la capacidad anti-tanques de Ucrania–. Parece que en el particular análisis coste-beneficio de Vladímir Putin, el coste para Rusia será el mismo tanto si limita su intervención a Donetsk y Lugansk como si la hace mucho más ambiciosa.
Tal situación dejaría a Ucrania con alrededor de la mitad de su territorio reconocido internacionalmente, e inmersa en una crisis política que podría llevarse por delante al presidente, Volodímir Zelenski, y a su gobierno, sustituido por otro menos proclive a enfrentarse a Rusia y más propenso a doblegarse a sus intereses. Obviamente, todo ello podría verse acompañado por ataques cibernéticos contra infraestructuras críticas y campañas de desestabilización, ya contrastadas en otras ocasiones.
«Parece que en el particular análisis coste-beneficio de Putin, el coste para Rusia será el mismo tanto si limita su intervención a Donetsk y Lugansk como si la hace mucho más ambiciosa»
Rusia conseguiría así sus objetivos: la anexión en la práctica del este y el sur del país, “restaurando” la gran Rusia eslava –que incluye la Rusia blanca, hoy Bielorrusia–; cegar el posible ingreso de Ucrania en la OTAN –lo que ya consiguió con Georgia con la guerra del 2008 y el apoyo a la independencia de Abjasia y Osetia del Sur–, y comprobar la incapacidad de Occidente para hacerle frente de manera eficaz. En suma, Putin está dando un paso decisivo en la recuperación de la esfera de influencia que ambicionaron históricamente los zares y que se plasmó en la desaparecida Unión Soviética.
Así, neutralizadas Moldavia y Ucrania –con su territorio amputado– e integrando en la práctica a Bielorrusia, el territorio soviético en Europa solo dejaría fuera a las repúblicas bálticas, protegidas en su seguridad por su pertenencia a la Alianza Atlántica y la posible aplicación del artículo V del Tratado de Washington.
En lo que se refiere a Asia Central, la reciente intervención militar en Kazajistán y el apoyo indubitable al sostenimiento de los regímenes uzbeko, turkmeno y tayiko –de momento, Kirguistán tiene un régimen democrático– muestra el retorno a la órbita rusa de países que fueron repúblicas de la URSS. Lo que provoca, por cierto, claros recelos en China, para la que dichos territorios son fundamentales en su estrategia de proyección global expresada por la Nueva Ruta de la Seda, presentada en 2013 por Xi Jinping precisamente en la capital kazaka.
Estamos, pues, ante la concreción de la secular aspiración rusa desde el punto de vista geopolítico, y ante la recuperación de buena parte de lo que Rusia perdió por la derrota del bloque soviético en la guerra fría.
«Vuelve a quedar demostrado que, ante regímenes dispuestos a utilizar la fuerza sin complejos, no bastan ni la diplomacia ni la disuasión no militar»
Trágicamente, vuelve a quedar demostrado que, ante regímenes dispuestos a utilizar la fuerza militar sin complejos para cubrir sus intereses y objetivos, no bastan ni la diplomacia ni la disuasión no militar. Y que la manifiesta asimetría económica y de capacidad industrial –que no le permitiría a Rusia a sostener una guerra a medio y largo plazo– no es obstáculo a la hora de la audacia y el cinismo en las acciones a corto plazo y en la concreción de la doctrina de los hechos consumados. La prueba es que las sanciones que Occidente implementa en estos momentos, siendo realmente costosas para Rusia y para Putin y su entorno, no han generado la retirada de la amenaza, ni tan siquiera la distensión.
Y ello a pesar de que las sanciones económico-financieras afectan de manera muy significativa a entidades financieras rusas clave para Moscú, en tanto que son elementos sustanciales de financiación de la proyección del poder tanto interna como externa –en cuestiones, además, directamente relacionadas con su industria de defensa–. Asimismo, afectan de manera personal al entorno inmediato de Putin –incluyendo al jefe de Gabinete, al ministro de Defensa o a los parlamentarios de la Duma–, incluidos los oligarcas y su sostén financiero y económico desde el exterior. Las sanciones les afectan a ellos y a sus familias, evitando el flujo de recursos que invierten en Londres, París o Nueva York y que revierte luego en Rusia y, en particular, en Putin y su círculo.
Además, se corta el acceso de Rusia a los mercados internacionales occidentales para financiar su deuda y se paraliza de forma indefinida la puesta en marcha del Nord Stream 2, decidida ya por Alemania, antes de que fuera implementada por Estados Unidos a través de la paralización de su entramado societario desde Suiza.
Por último, vamos a ver restricciones comerciales relevantes, sobre todo en el ámbito tecnológico –Rusia es muy dependiente de Occidente en determinados suministros vitales–. Además, quedaría aún margen para ir más lejos en el ámbito financiero, incluida una eventual expulsión del sistema SWIFT, que permite los flujos financieros en dólares y otras divisas en todo el mundo.
No son, pues, sanciones baladíes. Sin embargo, Rusia se ha venido preparando para ello, acumulando un enorme volumen de reservas –del orden de 600.000 millones de dólares–, reforzando sus lazos comerciales, tecnológicos y energéticos con China y otros países afines, y flexibilizando su normativa bancaria para asegurar su solvencia, al menos a corto plazo.
Por otra parte, las sanciones son un arma de doble filo, ya que afectan también a los intereses occidentales, en particular las que afectan al comercio de hidrocarburos, sobre todo el gas. La dependencia es mutua y afecta tanto al vendedor como al comprador. En especial, los Estados miembros de la Unión más vulnerables como Alemania u otros países de Europa central y oriental.
Sin embargo, hay una diferencia. Mientras Rusia es una autocracia con un control totalitario creciente de la población y de la inexistente opinión pública, los occidentales son regímenes de opinión pública libre y menos proclives a asumir las consecuencias económicas y sociales –incluida la masiva llegada de refugiados– derivadas de las sanciones y, por añadidura, nada dispuestos a una confrontación militar en el continente europeo.
«Las sanciones son un arma de doble filo, ya que afectan también a los intereses occidentales, en particular las que afectan al comercio de hidrocarburos, sobre todo el gas»
Es verdad que la crisis, en cualquier caso, ha tenido como efecto un reforzamiento a corto plazo de la OTAN, que vuelve a demostrar su necesidad, y del vínculo atlántico. Y que supone reforzar aún más el despliegue militar en los países fronterizos de Rusia más directamente amenazados, como los Bálticos, Polonia o los Balcanes orientales. Algo claramente en contra de la exigencia rusa de volver a la situación previa a la primera ampliación de la OTAN en los años noventa y de su intento de debilitar la cohesión europea y atlántica, explotando sus debilidades y contradicciones internas. Pero que, sin embargo, transmite un cierto mensaje de impotencia ante la agresión militar y manda una señal muy inquietante a China en relación a sus aspiraciones sobre Taiwán y su voluntad de desplazar a EEUU del Pacífico y, en general, del continente asiático.
Ciertamente, China está siendo muy cauta, buscando un equilibrio entre su apoyo verbal a Rusia y sus propios intereses a largo plazo, que no son coincidentes. Pero sin duda toma buena nota de todo lo que está sucediendo.
En definitiva, se constata que Rusia quería la guerra desde el principio. Y que la crisis provocada no es de carácter defensivo. Sus reiteradas manifestaciones de que no era su intención invadir Ucrania muestran ahora su manifiesta falsedad. El uso de los pretextos habituales –desde proteger a los ciudadanos rusos o pro-rusos a transmitir inexistentes provocaciones por parte de un régimen que califica nada menos que como pro-nazi y genocida– son mera pantalla para llevar a cabo un clarísimo designio previo.
Rusia quería la guerra y la está haciendo, y su cálculo sobre la insuficiente reacción de Occidente, por desgracia, está siendo acertado. Por lo menos, en el corto plazo.
De nuevo, excelente análisis de Josep Piqué.
Como venía señalando Josep Piqué en análisis anteriores, era importante que la estrategia occidental hiciera que, en su análisis costes-beneficios, Rusia pensara que iba a asumir unos costes inasumibles para ella. No ha sido así. Aplicando la «teoría de juegos», uno se resistía a admitir que la «estrategia dominante» de Rusia fuera el ataque, ya que, visto desde Occidente, el ataque parecía una estrategia irracional para los intereses globales rusos. Sin embargo, visto desde Rusia, el ataque parece ser una estrategia racional, basada en el aparente (hasta ahora) acierto, como dice Josep Piqué, del cálculo ruso de que la reacción de Occidente iba a ser insuficiente.
El escenario que se apunta en el artículo sobre que uno de los objetivos de Rusia puede ser hacer la conexión terrestre desde Mariupol hasta Crimea y de ahí hasta el extremo del suroeste de Ucrania al sur de la frontera con Moldavia y, por lo tanto, hacerse totalmente con la orilla septentrional del mar Negro, es muy probable. Ello crearía tensión con Rumanía y Bulgaria, ambos países ribereños del mar Negro y miembros tanto de la UE como de la OTAN. Además, ese escenario no le haría ninguna gracia a Turquía, cuya doctrina de la «patria azul» consiste en la proyección de la potencia turca en el mediterráneo central y oriental y en el mar Negro.
Efectivamente, como se dice en el artículo, «vuelve a quedar demostrado que, ante regímenes dispuestos a utilizar la fuerza militar sin complejos para cubrir sus intereses y objetivos, no bastan ni la diplomacia ni la disuasión no militar», es decir, hace falta la disuasión militar, la amenaza del uso de la fuerza física: el problema es que, para que esa amenaza resulte creíble, el primero que debe creérsela es quien la emite. Y ni la OTAN ni Estados Unidos pueden lanzar esa amenaza porque ninguno de esos actores está dispuesto a entrar en guerra con Rusia por Ucrania. Otra cosa sería que el conflicto se extendiera más allá de las fronteras de Ucrania y afectara a algún país miembro de la OTAN: en ese caso, habría guerra entre Rusia y los países de la OTAN (de consecuencias imprevisibles).
Gracias, un excelente análisis.