“A lo largo de su historia, Rusia ha causado grandes sufrimientos a muchas naciones al no saber, entre otras cosas, dónde comienza y dónde termina”
Vaclav Havel, To the Castle and Back (2006)
En agosto de 1999, Vladímir Putin, por entonces primer ministro ruso, ordenó lanzar, con un asalto a Grozni, la llamada segunda guerra de Chechenia, después de que la primera (diciembre 1994-agosto 1996) obligara a Boris Yeltsin a declarar un alto el fuego unilateral, retirar las tropas y emprender negociaciones de paz con los separatistas de la llamada República Chechena de Ichkeria.
Tras las guerras, la población de rusos étnicos de la república caucasiana se redujo del 25 % que tuvo en 1989 al 4% en 2002. Putin no estaba dispuesto a tolerar una nueva pérdida territorial que redujese aun más la “profundidad estratégica” de Rusia, que en 1991, con el colapso de la Unión Soviética, regresó casi a las fronteras de 1721, cuando Pedro I fundó el imperio (Российская Империя, rossíyskaya impériya).
El fuego aéreo y de artillería ruso arrasó barrios, colegios y hospitales de la capital chechena. Después de un asedio en el invierno de 1999 y 2000 que se cobró las vidas de entre 25.000 y 50.000 civiles, Moscú reinstauró su dominio de una región que Catalina II conquistó en 1785. Grozni quedó convertida, según describió la ONU, en la “ciudad más destruida del mundo”. Putin quizá lo consideró un honor.
La nación imaginada
En una reciente comparecencia ante la prensa, el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, subrayó que los rusos “tenemos nuestra propia historia y forma de entenderla y de cómo garantizar nuestra seguridad e intereses”. Al fin y al cabo, invadir países es una larga tradición imperial rusa, que durante largos periodos del siglo XVIII estuvo expandiéndose al ritmo de una Bélgica anual.
En Lost Kingdom (2017), Serhii Plokhy recuerda que Rusia es un Estado relativamente joven: su historia comienza en la década de 1470, durante el reinado de Iván III, el primer gobernador del Gran Ducado de Moscú que se autocoronó zar. Desde entonces, escribe Plokhy, Rusia tiene dificultades para reconciliar los “mapas mentales” de su etnicidad, cultura e identidad con el mapa político real. La guerra de Ucrania muestra, en ese sentido, que la extensión geográfica de la nación (narod) rusa crea un problema geopolítico global.
En 1991, Rusia, sin ser derrotada como Francia en 1815 o Alemania en 1918 y 1945, regresó a sus fronteras del siglo XVIII, algo así como si ese año Estados Unidos hubiese vuelto a tener el territorio anterior a la compra de Luisiana.
«Rusia tiene dificultades para reconciliar los ‘mapas mentales’ de su etnicidad, cultura e identidad con el mapa político real»
Debido a su historia y geografía, los líderes rusos tienden a creer que los peligros para el Estado ruso son siempre externos e ideológicos –el liberalismo, el marxismo…– antes que internos y estructurales. Cuando Nicolás I –el “gendarme de Europa”– percibió en 1848 un peligro mortal en las ideas que florecían en la “primavera de los pueblos”, invadió Polonia y Hungría. En Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968 y en Ucrania en 2014 y 2022, la respuesta de Moscú fue similar: atacar la fuente de origen del contagio. En 2014, Vladislav Surkov, ideólogo cortesano de Putin, escribió que la anexión de Crimea acabaría para siempre con los “infructuosos intentos” de Rusia de convertirse en parte de la civilización occidental.
Al oeste, el este y el sur solo separan a Rusia de sus tradicionales adversarios –alemanes, polacos, mongoles, tártaros…– extensas llanuras y estepas que durante siglos ejércitos enemigos han usado para invadir su territorio, lo que explica, según Thomas Graham, experto en Rusia del Council of Foreign Relations, que en realidad nunca haya existido un Estado-nación ruso strictu sensu. Rusia ha sido siempre, de un modo u otro, un imperio.
El historiador británico Geoffrey Hosking coincide con Graham. Reino Unido, dice, “tuvo” un imperio; Rusia, en cambio, nunca dejó de serlo porque lo adquirió antes de convertirse en una nación. Cíclica –y trágicamente– Rusia se cree obligada a empujar sus fronteras lejos de su núcleo central (heartland), creando barreras geopolíticas que sustituyan los inexistentes obstáculos físicos. Ese empuje expansivo solo se detiene cuando encuentra algo más fuerte que se le resista.
Putin cree en las teorías de Lev Gumilev, un excéntrico etnólogo ruso que en los 12 años que pasó en prisiones soviéticas escribió libros en los que sostenía que cada nación tiene su propio “espíritu expansivo”. Según él, su “código genético infinito” daba a Rusia un “súper-etnos”.
Revoluciones de colores
La ampliación de la OTAN ha sido una forma de dar respuesta a las obsesiones rusas con las llamadas “revoluciones de colores”, para las que no hay soluciones militares fáciles. En 2006, en un discurso en Vilna, el entonces vicepresidente de EEUU Dick Cheney dijo que la democracia, que tanto éxito había tenido a orillas del Báltico, podía tenerlo también a las del Mar Negro: “Lo que es cierto en Vilna puede serlo también en Tiflis, Kiev, Minsk, Moscú…”, dijo.
Ante esos peligros, Putin y los siloviki creen que la solución es reconquistar tierras rusas y despojarlas de cualquier atributo de Estado soberano: “desnazificación y desmilitarización”, en palabras de Putin. En 2008, Aleksandr Solzhenitsyn escribió que un supuesto “pueblo ucraniano” con su propia lengua y cultura era una superchería. Vladímir Medinski, el jefe de la delegación rusa en las negociaciones con Kiev, es un historiador y difusor de ideas pan-rusas. Es explicable: si no existe una identidad nacional ucraniana, un Estado ucraniano desvía a Ucrania de su destino histórico como parte inseparable de Rusia.
«Para el jefe de la delegación rusa en las negociaciones con Kiev, un Estado ucraniano desvía a Ucrania de su destino histórico como parte inseparable de Rusia»
Los siloviki no ocultan sus intenciones. Una declaración de victoria que publicó prematuramente la agencia RIA Novosty, el 26 de febrero, saludaba a Putin como el “restaurador de la plenitud histórica” rusa, anunciando que el Estado ucraniano había dejado de existir y que nunca volvería a hacerlo.
Gustav Gressel, investigador del European Council on Foreign Relations, recuerda que Carl Schmitt, el jurista más influyente del Tercer Reich, escribió en 1939 que solo los imperios eran verdaderamente soberanos porque disfrutaban –en virtud de su historia, poder y etnicidad– de la potestad de gobernar a otros Estados y que para conseguirlo podían quebrantar leyes “abstractas”. Ese mismo razonamiento explica, según Gressel, que Moscú criticara la intervención de la OTAN en los Balcanes pero no las limpiezas étnicas serbias en Croacia, Bosnia y Kosovo: solo Belgrado tenía derecho a un imperio, no Zagreb, Sarajevo o Tirana.
‘Mitteleuropa’
Un problema añadido para el Kremlin es que –a diferencia de las guerras contra pueblos islámicos, circasianos o centroasiáticos– Ucrania comparte historia, tradiciones y una lengua similar con Rusia, lo que explica la baja moral de las tropas rusas. Según Napoleón, en una guerra la moral es, en relación al lado físico, tres cuartas partes del total.
Nataliya Gumenyuk, periodista que está cubriendo in situ los campos de batalla, señala en The Washington Post que el 93% de los ucranianos está convencido que pueden ganar la guerra. No tienen otra salida. En Jersón y otras ciudades ocupadas se han producido, denuncia, deportaciones masivas a Rusia y secuestros de autoridades y activistas por soldados rusos.
Traumas similares, causados por pérdidas cíclicas de soberanía y territorios, forman los cimientos de la identidad colectiva de la Mitteleuropa, atrapada entre el este y el oeste, y que hoy ve en Ucrania su pasado y, sobre todo, el que puede ser su futuro. Según Ivan Krastev, la de Ucrania es una guerra de “recolonialización”.
Pero si Putin quería convertirse en el padre de una nueva Rusia, va a terminar siendo el progenitor de una nueva Ucrania. Retomar Mosul de las manos de 6.000 yihadistas de Dáesh le tomó al ejército iraquí nueve meses de combates casa por casa. Kiev es una pieza mucho mayor, incluso para el oso ruso. En Afganistán, el Ejército Rojo sufrió unas cinco bajas diarias, frente a las casi 400 que diversas fuentes estiman están sufriendo las fuerzas rusas en Ucrania. En enero, Leonid Ivashov, líder de un grupo de militares rusos retirados, advirtió de que una invasión de Ucrania, al poder convertir a rusos y ucranianos en “enemigos perpetuos” y poner a Rusia al borde una guerra con la OTAN, amenazaría la propia existencia de Rusia como Estado.