El Kremlin y la Federación Rusa atraviesan horas bajas. La propaganda difundida a través de los medios de comunicación rusos tiene un hondo calado entre la población, además de una tendencia acusada a presentar al país y a su presidente, Vladimir Putin, como heraldos de la libertad y la justicia ante el genocidio cometido contra su pueblo por los fascistas de Kiev. No resulta extraño cuando dos de los tres principales canales de televisión rusos pertenecen al Estado, y el tercero a una compañía subsidiaria de la gasística pública Gazprom. Sin embargo, en el plano internacional Rusia está cada día más cerca de convertirse en un nuevo Estado paria.
La presión internacional dirige al país hacia el aislamiento político y económico. Primero vinieron las sanciones de tipo económico impuestas por sus dos grandes socios comerciales, Estados Unidos y la Unión Europea, a raíz de la anexión de Crimea. A pesar de la tibieza inicial de la UE –debido a diferencias internas–, EE UU comenzó con fuerza al suspender las relaciones entre un listado de ciudadanos y compañías rusas con el dólar y el sistema financiero estadounidense. Visa y MasterCard, por ejemplo, han dejado de ofrecer sus servicios en Rusia. Estas medidas no han logrado contener la voluntad política de Putin y su gobierno, determinados a seguir adelante, pero sí han sido capaces de generar una gran incertidumbre en torno al país en los mercados de divisas y capitales, perjudicando las inversiones y depreciando el rublo.
El Fondo Monetario Internacional ha anunciado que la economía rusa entrará en recesión durante el segundo trimestre de 2014, aunque no está claro si debido al impacto directo de las sanciones o al miedo en los mercados a que a estas les sigan otras de mayor calibre. Pese a las acusaciones de debilidad al paquete de sanciones impuesto, como señala Wolfgang Münchau en Financial Times, la realidad es que han logrado su objetivo primordial, es decir, crear inseguridad; podrían incluso dar lugar a un shock macroeconómico mundial.
Las grietas debilitan, no obstante, la respuesta occidental. Grandes multinacionales estadounidenses y europeas como BP o Exxon Mobile no están dispuestas a renunciar a sus negocios con empresas estatales rusas como Gazprom o el gigante petrolero Rosneft, obstaculizando la implementación de las sanciones.
El derribo por parte de las milicias prorrusas de la República Popular de Donetsk del avión de pasajeros MH17 ha empeorado la situación para Rusia. EE UU lanzó un duro ataque de sanciones financieras a dos bancos –uno de ellos Gazprombank, de la gasística Gazprom– y dos compañías energéticas, impactando en el corazón de la economía rusa. Por su parte, la UE cortó la cooperación financiera procedente del Banco Europeo de Inversiones y del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo.
Tras nuevas pruebas de la implicación rusa –como la fotografía que muestra sistemas de lanzamiento de cohetes en la frontera ruso-ucraniana–, la UE y EE UU han adoptado medidas más agresivas. La primera ha aprobado sanciones similares a las implementadas por el segundo en el ámbito financiero, prohibiendo la compraventa de acciones y bonos emitidos por bancos rusos con más de un 50% de participación estatal. Además, se ha establecido un embargo de armas y han sido denegadas nuevas licencias de exportación de tecnologías para la extracción de gas o petróleo. Japón, hasta ahora más tímido, estudia ampliar sus sanciones tras conocer los detalles de las medidas europeas y estadounidenses.
Las consecuencias del castigo no las sufrirá solo Rusia, en un mundo interconectado como este. Primero, está el miedo europeo a que la City londinense salga seriamente dañada de estas operaciones; segundo, el efecto boomerang que comienza a afectar a Alemania, en especial a sus pymes con relaciones comerciales con Rusia; y por último, el daño inflingido a grandes compañías occidentales de todos los sectores, no solo el energético y armamentístico.
Rusia acaba de recibir otra sacudida. El fallo de la Corte Permanente de Arbitraje (CPA) a favor del grupo GML, condenando al Estado ruso a comenzar a pagar en enero 37.000 millones de euros –2% del PIB ruso– por la expropiación ilegal en 2006 de la petrolera Yukos, entonces la principal compañía privada del país. GML está constituido por los cinco mayores accionistas de la empresa y tras casi una década de espera, la CPA ha concluido que el Estado condujo a la compañía a la quiebra, para posteriormente vender sus acciones a las dos grandes compañías energéticas de propiedad estatal –Rosneft y Gazprom– de forma fraudulenta. El entonces presidente de Yukos, Mijail Khodorkovsky, ingresó en prisión por estafa y evasión de impuestos, razones que se suponía habían llevado a Yukos a al ruina. Khodorkovsky abandonó la cárcel tras una amnistía con ocasión de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi. Todavía se espera el fallo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acerca de la reclamación ante Rusia por otros accionistas de Yukos.
Rusia está contra las cuerdas, mientras Putin parece dispuesto a descubrir cuáles son los límites de resiliencia de su país. Seguramente se descubran pronto: EE UU podría emprender nuevas acciones por la violación –según la revista Time– del Intermediate Nuclear Forces Treaty o INF, un tratado firmado entre Mijail Gorbachov y Ronald Reagan para la limitación de los arsenales de misiles de crucero de alcance intermedio en 1987.
Según el estado de las cosas, cabe la posibilidad de que el Kremlin esté dispuesto a llegar más lejos de lo que su propio Estado puede tolerar.
Por Julia Cadierno, internacionalista.