El Daesh (siglas del autodenominado Estado Islámico) parece haberse convertido en una de las mayores amenazas para la estabilidad de Oriente Próximo, pero también en el principal pretexto para justificar el intervencionismo de las potencias internacionales en Siria e Irak.
Tras la proclamación de un califato islámico por Abu Bakr al-Bagdadi en verano de 2014, Estados Unidos estableció una coalición de países occidentales y árabes para tratar de destruir a la organización yihadista. Los resultados de los bombardeos aéreos han sido, cuanto menos, modestos. Curiosamente los dos éxitos más notables en la lucha contra el Daesh –la recuperación de las ciudades de Kobane en Siria y Tikrit en Irak– no han sido obra de dicha coalición, sino de los peshmergas kurdos en el primero de los casos y las milicias chiíes en el segundo, lo que evidencia las limitaciones de la ofensiva aérea lanzada por EE UU y sus aliados. Mientras tanto, el Daesh ha sido capaz de acercarse a Damasco (con la toma de Palmira) y Bagdad (con la captura de Ramadi), además de haber consolidado su posición en sus bastiones, tarea nada sencilla si tenemos en cuenta la desproporción existente entre sus combatientes y la población autóctona (50.000 combatientes por cinco millones de personas).
Ahora la Rusia de Vladimir Putin ha decidido tomar cartas en el asunto formando una nueva coalición anti-Daesh en la que también se integran Irán, Irak y el régimen sirio. Los bombardeos aéreos rusos dejan meridianamente claro que la Rusia imperial que aspira a erigir Putin no está dispuesta a jugar el papel de comparsa ni tampoco a ser ninguneada. Con este movimiento, que entraña no pocos riesgos, Rusia acude en ayuda de un Bachar el Asad en horas bajas que no ha dejado de perder posiciones desde comienzos de año y que se encuentra atrincherado en la franja mediterránea, tradicional feudo alauí, y en el corredor Damasco-Hama-Homs-Alepo (apenas un tercio del territorio donde se concentran dos terceras de la población).
Fuente: The Wall Street Journal.
Como es bien conocido, los vínculos entre Moscú y Damasco no son nuevos. Ambos países mantuvieron una estrecha alianza en el transcurso de la guerra fría que llegó a su punto álgido con la firma del Tratado de Amistad y Cooperación Militar en 1980. Aunque en la década de los noventa, Hafez el Asad se acercó a EE UU para tratar de recuperar los Altos del Golán ocupados por Israel desde 1967, esta aproximación no dio los frutos deseados ni permitió la rehabilitación de Siria, que fue incluida en el Eje del Mal por George W. Bush tras los atentados del 11-S. El estallido de la guerra siria ha favorecido el retorno de Rusia a Oriente Próximo por medio del crucial respaldo económico, militar y diplomático que Putin ha prestado a Bachar el Asad.
Estrategia sobre el terreno
El objetivo declarado de la ofensiva aérea rusa en territorio sirio es atacar al Daesh, una formación en la que combaten centenares de yihadistas provenientes de Chechenia y otras exrepúblicas soviéticas. Sin embargo, Putin también pretende evitar el avance de los rebeldes sirios hacia los feudos del régimen. Desde el pasado verano, las facciones de orientación secular, salafista y yihadista no han dejado de ganar posiciones ocupando la estratégica provincia de Idlib, que permite tanto el abastecimiento desde Turquía como su empleo como lanzadera de ataques a Lataquia. Este espectacular avance no hubiera sido posible sin la estrecha coordinación de Arabia Saudí, Turquía y Catar, que financian a los rebeldes sirios. Ambos interpretan que el enemigo a batir sigue siendo el régimen sirio y no el Daesh, contra el cual solo han lanzado ataques esporádicos.
La inesperada entrada en escena de Rusia también guarda una estrecha relación con los movimientos encaminados a crear una zona tapón en la frontera sirio-turca, así como corredores humanitarios para facilitar la salida de la población civil y evitar que se dirijan a Turquía. De establecerse podría ser un primer paso para imponer zonas de exclusión aérea para la aviación siria. El reforzamiento de la presencia rusa en la base de Lataquia da al traste con este proyecto que hubiera representado un golpe significativo para el régimen sirio.
En juego está, debemos recordarlo una vez más, no solo Tartus, que es la única base naval rusa en el Mediterráneo, sino también importantes intereses económicos. En 2013 la compañía rusa Soyuzneftegaz firmó un contrato de 25 años de duración para explotar las reservas petroleras y gasísticas detectadas en la costa siria, donde según distintas fuentes podría encontrarse la principal bolsa de gas a nivel mundial, aunque ahora ha decidido “congelar” el proyecto. Otras empresas rusas, por su parte, han anunciado importantes inversiones en Siria (por un monto de 1.600 millones de dólares) cuando las condiciones así lo permitan.
En el ánimo de Putin pesa, igualmente, la voluntad de que Rusia juegue un papel central en unas eventuales negociaciones de paz, que también el acuerdo nuclear sellado entre Irán y el G-5+1 podrían facilitar. Es evidente que, tarde o temprano, los contendientes tendrán que sentarse en la mesa de negociaciones. Si algo han dejado claro estos cuatro años y medio de guerra es que ninguna de las partes dispone de la capacidad suficiente para imponerse a sus rivales. La partición de facto del territorio sirio entre el régimen, los salafistas, los yihadistas, los kurdos y los seculares así lo demuestra. Por eso, Rusia podría estar intentando consolidarse, con esta maniobra, como un actor clave para dilucidar el futuro de Siria. En el caso de que jugase un papel constructivo, Putin aspira a ser recompensado con el levantamiento de las sanciones impuestas tras la crisis de Crimea.