“Los europeos creen que nos han conquistado porque ahora nos vestimos como ellos.
Pero en realidad los odiamos. Solo estamos esperando
hacernos con sus secretos para tomarnos la revancha”.
Ling, un intelectual chino citado por André Malraux
en La Tentation de l’Occident (1926).
La intensificación y la agresividad de los vuelos de cazas chinos en el estrecho de Taiwán, cruzando una y otra vez la línea media que sirve de frontera informal entre la isla y el continente, violando con ello su espacio aéreo, está forzando a los F-16 taiwaneses a interceptarlos para disuadir sus incursiones, en una ruleta rusa que se libra sobre las aguas picadas y de fuertes vientos que separan ambas costas, unos 130 kilómetros en su punto más angosto.
Cualquier error de cálculo de un piloto puede activar una escalada. El ruido de sables es también cada vez más audible en los medios, que han mostrado imágenes de simulacros de invasión de la isla rebelde para expresar el disgusto de China con los renovados vínculos entre Taiwán y Estados Unidos. En septiembre, durante siete días consecutivos, cazas chinos cruzaron la línea media coincidiendo con la visita a Taiwán del subsecretario de Estado para Asuntos Económicos de EEUU, Keith Krach.
Zhao Lijian, portavoz del ministerio de Exteriores de la República Popular, ha advertido de que Pekín tomará represalias si EEUU sigue adelante con sus planes de vender armas a Taiwán por valor de más de 7.000 millones de dólares, transmitiendo con ello “señales incorrectas a las fuerzas separatistas”. Si el Congreso aprueba la operación, Taipéi recibiría 11 sistemas de lanzamisiles Himars M142, 135 misiles AGM-84H Standoff aire-tierra y los sistemas de inteligencia Recce Pods MS-110 que utilizan los F-16. Entre 2007 y 2018, EEUU vendió a Taiwán equipos militares por valor de unos 25.000 millones.
Una ventana que se cierra
Según analistas de defensa, los ejercicios militares chinos en el Estrecho, los mayores en los últimos 20 años, pueden estar buscando una reacción defensiva de Taiwán que pueda constituir un casus belli y justificar una ocupación de la isla, rebelde desde 1949, cuando desembarcaron en ella los nacionalistas del Kuomintang, perdedores de la guerra civil, y fundaron en Taipéi la llamada República de China, hoy solo reconocida por 16 países.
Si Taiwán responde a las provocaciones, el riesgo de incidentes aumentará. Y si no lo hace, el dragón seguirá devorando poco a poco su soberanía territorial. El 23 de octubre, el presidente chino, Xi Jinping, en un discurso con motivo del 70 aniversario del inicio de la guerra de Corea (1950-53), a la que Mao envió varias divisiones, dijo que en ella las fuerzas chinas “destruyeron el mito de la invencibilidad militar” del imperialismo y que ahora China hablará con Washington en “la única lengua que entienden: el de la fuerza militar”.
En enero, Xi dijo que China jamás renunciará al uso de la fuerza para garantizar la “reunificación”. Aunque las amenazas no son nuevas, sí lo son las circunstancias. Pekín parece creer que esta vez tiene una oportunidad –quizá irrepetible– para recuperar Taiwán. Es explicable. Desde 2001, el PIB per cápita chino se ha más que quintuplicado y desde 1986 el consumo de los hogares se ha multiplicado por 17, un 1.700% más. Según Shen Dingli, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Fudan, lo único que puede situar a Xi en el olimpo del Partido Comunista (PCCh), al lado de Mao y Deng Xiaoping, es recuperar Taiwán.
En diciembre, un general retirado, Wang Hongguang, declaró a People’s Daily, el diario oficial del partido, que la ventana de oportunidad se estaba “cerrando rápidamente”. Según escribe Hu Xijin, editor de Global Times, el único modo de avanzar en Taiwán es “estar preparado para ir a la guerra”.
Hoy China preside cuatro de las 15 agencias especializadas de la ONU, más que Francia, Rusia, Reino Unido y EEUU juntos, los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Y Xi nunca ha ocultado su admiración por el audaz golpe de mano de Vladímir Putin en 2014 en Crimea, anexando la península ante la impotencia occidental. En 2017, China envió a su primer portaviones, el Liaoning, a circunnavegar dos veces Taiwán.
Collar de perlas
En una comparecencia ante el Senado de EEUU en abril de 2018, el jefe del comando Indo-Pacífico del Pentágono, almirante Philip Davidson, aseguró que con su construcción de ocho islas artificiales en el Mar de China Meridional, en las que ha establecido bases aéreas y navales, China ya controla la zona “en todos los escenarios posibles”, salvo el de una guerra abierta con EEUU. Un excomandante de la Flota del Pacífico, almirante Dennis Blair, cree, por su parte, que China está realizando una especie de “diplomacia militar”. Xi dejó de hablar con Donald Trump hasta que la Casa Blanca no se comprometió explícitamente con el principio de “una China”.
La llamada estrategia del “collar de perlas” se ha extendido ahora a los escenarios en los que EEUU ganó la guerra del Pacífico entre 1941 y 1945: las islas Salomón y Marshall, Palau, Vanuatu y Fiji en la Micronesia, donde China construye puertos de aguas profundas que podrían eventualmente convertirse en bases navales muy cercanas a Guam, sede de la VII Flota y punto de enlace clave del Pentágono entre Hawái y Okinawa.
Los analistas de defensa en Washington son muy conscientes de que Taiwán es el único escenario geopolítico en el que sus respectivos intereses estratégicos pueden conducir a una confrontación militar, que solo dejaría perdedores.
Washington nunca firmó con el gobierno de Taipéi –con el que dejó de tener relaciones diplomáticas formales en 1979– un acuerdo de defensa mutua, limitándose a enunciar una vaga política de “ambigüedad estratégica” que deja abierta la posibilidad de acudir en defensa de la isla en caso de un ataque externo, según los términos de la Taiwan Relations Act. Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, sostiene que ahora ya no es suficiente, urgiendo a la Casa Blanca una mayor “claridad estratégica” que trace una línea roja en el estrecho de Taiwán. Hsiao Bi-khim, jefe de la representación de Taipéi en Washington, ha reclamado también un “mayor grado de claridad” en las relaciones bilaterales.
Un reciente informe del Center for Strategic and International Studies (CSIS) advierte de que una disuasión eficaz requiere algo más que declaraciones públicas de intenciones. En 1996, después de que China lanzara dos misiles en el Estrecho para influir sobre unas elecciones en la isla, Bill Clinton envió dos portaviones a la zona. Pekín nunca olvidó la lección. Desde entonces ha disparado su gasto militar hasta convertirlo en el segundo del mundo.
‘America First’
La doctrina de “América primero” de Trump parece haber convencido a Pekín de que EEUU se ha hecho demasiado aislacionista para ir a la guerra por Taiwán, sobre todo después de haber gastado desde 2001 unos 5,6 billones de dólares en guerras inconclusas.
Mientras el presupuesto federal de 2021 asigna 7.000 millones de dólares a la modernización del arsenal nuclear, recorta en 1.200 millones de dólares el presupuesto del Centers for Disease Control and Prevention en medio de una pandemia, algo claramente insostenible, incluso para una nueva administración republicana.
Según un sondeo del CSIS, una mayoría en EEUU está a favor de acudir en ayuda de Taiwán, Japón, Corea del Sur o Australia si son atacados por China. Esa disposición puede desvanecerse, sin embargo, si se acumulan las bajas. Un portaviones como el USS Theodore Roosevelt, que puede ser hundido por un misil balístico, tiene una tripulación media de 5.000 marinos y oficiales.
Una cuestión de honor
La incógnita es el precio que está dispuesto a pagar Pekín por cerrar la que Xi llama la “herida nacional” y recuperar la antigua Ilha Formosa –como la llamaron en 1542 los marineros portugueses por su belleza y exuberante vegetación–, anexada por la dinastía Qing en 1683.
Desde las primeras elecciones presidenciales directas en la isla en 1996, Pekín apenas ha avanzado en sus esfuerzos por convencer a los taiwaneses de que la suya es una causa perdida. En 1992, el 46,2% de los isleños se identificaban como chinos y taiwaneses por igual, el 25,5% solo como chinos y el 17,6% solo como taiwaneses, según un estudio de una universidad local. En 2017, la identificación dual había caído al 37,7% y la china, al 3,8%, mientras que la taiwanesa se disparó al 55,3%.
El temor al secesionismo está más que justificado en un país multiétnico como China, donde el mandarín, la lengua oficial, es básicamente el dialecto de Pekín. Según escribe David Goldman en You Will Be Assimilated (2020), el mandarín y el cantonés de Guangzhu, hablado por unas 60 millones de personas, son tan distintos entre sí como el francés y el finlandés. Otros 120 millones de chinos hablan sichuanés y 80 millones, el hakka. En 2014, el gobierno chino estimó que el 70% de la población solo habla un mandarín básico. En el conjunto del país se hablan seis grandes lenguas y casi tres centenares de dialectos, la mayoría mutuamente ininteligibles.
Los chinos se entienden entre ellos escribiendo pictogramas, estandarizados en el siglo VIII. Tras dos años de educación primaria, los niños pueden escribir unos 800 ideogramas, y 2.500 cuatro años después. Un diccionario chino tiene 50.000 caracteres, pero 3.500 son suficientes para leer un diario o un libro. En estas condiciones, no resulta extraño que el PCCh vea en el separatismo –en Hong Kong, Tíbet, Xinjiang, Taiwán…– la mayor amenaza al orden interno, lo que explica que Taiwán sea uno de los pocos casos por los que China podría arriesgarse a un duelo militar –y hasta nuclear– con EEUU. Según Goldman, banquero de inversión y director de Asia Times, la misión primordial del PCCh es cortar de cuajo las fuerzas centrífugas.
El sueño chino
Hasta ahora, China nunca ha ido más allá de amenazas verbales. Es lógico. Desde la apertura de 1978, compañías taiwanesas han impulsado su desarrollo tecnológico. Foxconn, el mayor empleador de Taiwán, tiene 12 plantas en nueve ciudades chinas, en las que fabrica el iPhone de Apple, el Kindle de Amazon y la PlayStation de Sony. Un 40% de las exportaciones taiwanesas se dirigen a China.
Sin embargo, desde 2012, cuando Xi llegó al poder, las cosas han cambiado. El presidente chino ha convertido la reunificación en parte de su “sueño chino”. Una explicación reside en la política interna de la isla, gobernada desde 2016 por el Partido Democrático Progresista (DPP), que hoy controla el ejecutivo y el legislativo bajo el firme liderazgo de la presidenta Tsai Ing-wen. Aunque Tsai, que fue reelegida en enero, rechaza convocar un referéndum sobre la independencia, ha prometido que no alterará el statu quo. Desde la llegada al poder del DPP, Pekín ha roto sus comunicaciones oficiales con Taipéi y le ha privado de aliados diplomáticos como El Salvador, Panamá y República Dominicana, logrando su expulsión de la Organización Mundial de la Salud y otros foros internacionales.
Durante el mandato de Ma Ying-jeou (2009-16), el presidente chino, Hu Jintao, creyó que el reforzamiento de los vínculos económicos haría inevitable la reunificación. Se equivocó. Taiwán ha demostrado que valora otras cosas por encima de la economía a la hora de definir su identidad.
En su alocución por el año nuevo chino, Tsai desveló las “cuatro condiciones” que debía cumplir China: reconocer la existencia de Taiwán, respetar su libertad y democracia, tratarla como a un igual y entablar comunicaciones solo a través de canales oficiales. Al día siguiente, Xi contestó ofreciendo nuevamente el esquema de “Un país, dos sistemas” aplicado a Hong Kong, que Tsai considera inadmisible por los antecedentes en la excolonia británica. Como ella, un 75% de los taiwaneses cree que esa vía conduce a la pérdida de libertades y de derechos humanos.
¿Un paseo militar en Taiwán?
En 2018, Taiwán eliminó el servicio militar obligatorio, por lo que no resulta extraño que el 40% de los taiwaneses no confíe en que sus militares puedan defender la isla, si bien el 65% no cree factible una invasión y solo el 6% la considera probable.
China tiene seis veces más barcos y aviones de guerra y ocho veces más tanques que Taiwán. El gasto militar chino duplicaba al de la isla en los años noventa. Hoy es 25 veces mayor. Pero desde el ataque anfibio de Incheon, lanzado por el general McArthur en 1950 en la guerra de Corea, que movilizó a unos 75.000 soldados y 261 barcos, ningún país ha intentado algo similar. Por razones justificadas. Para invadir la isla, Pekín tendría que movilizar a cientos de miles de soldados cuyos movimientos serían rápidamente detectados por satélites de reconocimiento del Pentágono, dando tiempo suficiente a Taiwán para preparar la resistencia.
A diferencia de Rusia en Crimea, el ejército chino se encontraría en un terreno hostil. El coste humano es, sin embargo, relativo en China. Goldman recuerda que en junio de 1938, para detener el avance japonés en dirección a Wuhan, Chiang Kai-shek, líder del Kuomingtang, ordenó volar los diques del río Amarillo cerca de Huayuankou, provocando que unas 900.000 personas perecieran ahogadas en las inundaciones, en el mayor acto de guerra medioambiental de la historia. Durante el llamado Gran Salto Adelante maoísta (1958-1962), murieron de hambre al menos 50 millones de chinos.
El siglo de la humillación
El hecho de que China se pueda arriesgar a una guerra civil –que los griegos llamaban stásis, un término cercano a la patología– o con EEUU, solo se explica porque Taiwán resume muchas de las humillaciones que ha sufrido el gigante asiático, que hasta principios del siglo XIX tenía niveles de vida superiores a los de muchos países europeos.
Reinos tributarios como Birmania, Nepal y Corea alimentaban la idea solipsista de Pekín de que sus emperadores tenían un mandato (tianxia) para gobernar “todo lo que está bajo el cielo”. El último emperador manchú, Qianlong (1711-1799), conquistó Xianjiang y partes de Tíbet y Mongolia. Pero desde 1830, China se vio indefensa ante sus depredadores. En 1842 firmó el tratado de Nanjing que abrió cinco puertos, incluido Shanghái, a los británicos, a los que cedió Hong Kong a perpetuidad. En 1862 Francia invadió el sur de Vietnam –y en 1874 el norte– y en 1883 lo convirtió en un protectorado. China se resistió a perder su antiguo tributario, pero los franceses destruyeron la Armada china y sus arsenales en Fuzhou. Desde entonces, las potencias occidentales y Japón comenzaron a administrar virtuales mini-colonias en 16 ciudades chinas.
En 1895, el imperio chino entregó Taiwán a Japón –que retuvo la isla como colonia hasta 1945– y la soberanía sobre Corea, su último gran reino tributario.
El nuevo mandarinato
Después de que en mayo de 1905 una flota japonesa al mando del almirante Togo Heihachiro aniquilara la Armada zarista rusa en el estrecho de Tsushima –era la primera vez desde la Edad Media en la que una potencia europea era derrotada por una no occidental–, la dinastía Qing (1644-1912) comenzó a enviar a miles de estudiantes chinos a Europa y Japón para que se embebieran de los “secretos” –ideas, técnicas, tecnologías, instituciones…– occidentales.
Japón había demostrado que los conquistadores del mundo podían ser derrotados con sus propias armas. En 1917, futuros líderes comunistas como Zhou Enlai y Deng Xiapong viajaron a Francia para estudiar y trabajar. En Hunan, Mao fue uno de los primeros estudiantes chinos al que se le impartió el “nuevo conocimiento”.
En 1926, André Malraux ya había anticipado la explosión cultural que provocaría en el mundo asiático la penetración de las ideas occidentales. Hoy China gradúa seis veces más científicos e ingenieros al año que EEUU. Según Goldman, el PCCh es en realidad la última reencarnación del mandarinato, la casta burocrática imperial de 2.500 años de antigüedad.
En 1986, solo el 3% de los chinos ingresaba a universidades. En 2017 eran el 50%. En Superpower Interrupted (2020), Michael Schuman compara a Xi con el emperador Hongwu, fundador de la dinastía Ming (1368-1644), por su común afán por centralizar el poder en su manos y su ferviente nacionalismo.
Utilizando una analogía de la guerra fría, Robert Kaplan escribe en Foreign Policy que la próxima administración tendrá que pactar con China unas relaciones similares a las que Washington acordó con la Unión Soviética tras la crisis de los misiles de 1961, estableciendo el famoso “teléfono rojo” entre la Casa Blanca y el Kremlin y cumbres bilaterales periódicas.
Esa estrategia no terminó con la guerra fría, pero sí condujo a la prohibición de pruebas atómicas y a la firma de sucesivos tratados de desarme nuclear. Según Christopher Clark, autor de Sleepwalkers (2012), su libro sobre las causas de la Gran Guerra, la búsqueda de la paz requiere un “alarde de imaginación” similar a la que las potencias mundiales invierten en idear cómo hacerse la guerra.
Curiosa autonomía lingüística, la única autonomía permitida.
Disfruto mucho de sus importantes artículos. Gracias Política Exterior