El desfile del 24 de febrero, día de la independencia de Estonia, de blindados del Segundo Regimiento de Caballería del ejército de EE UU en Narva, a un escaso centenar de kilómetros de San Petersburgo, ha sido un claro recordatorio de lo que está en juego en la mayor crisis entre Rusia y Occidente desde el fin de la guerra fría.

Tras cinco años de gobierno autoritario respaldado por una “supermayoría” parlamentaria de dos tercios, lo que le ha permitido cambiar la Constitución y restringir los derechos fundamentales y las libertades públicas, el partido Fidesz del primer ministro húngaro, Viktor Orban, acaba de ser advertido por los electores, justo después de recibir en Budapest a Vladimir Putin.

La anexión rusa de Crimea y la crisis de Ucrania han añadido un nuevo factor de inestabilidad a los Balcanes, donde Moscú ha cultivado tradicionalmente vínculos basados en su común herencia cultural y religiosa ortodoxa. Tras un año de su lanzamiento, las negociaciones de adhesión de Serbia a la UE son las que más peligro corren por la agresiva política exterior del Kremlin, que no va a perder la oportunidad de sembrar cizaña entre los socios comunitarios para minar el régimen de sanciones.

Después de la toma parcial de la capital, Saná en septiembre, los huzíes –una secta chií originaria del norte de Yemen que en los últimos 10 años ha armado una formidable milicia tribal– han proseguido su avance militar más allá de sus tradicionales feudos norteños.

No parece casual que la detención del alcalde mayor de Caracas, Antonio Ledezma, por agentes de los servicios de inteligencia (SEBIN) bajo acusaciones de conspirar para derrocar al gobierno, se produjera poco después de que Nicolás Maduro regresara de La Habana, donde fue recibido por Raúl y Fidel Castro, según dijo el presidente.