La elevada participación en las elecciones iraquíes del 30 de enero –en torno al 60%, es decir, ocho de los 15 millones de votantes potenciales– a pesar de las amenazas de los insurgentes y de Al Qaeda, es la primera señal que podría indicar una salida a la espiral de violencia en la que Irak está atrapada. Unas elecciones no son suficientes para conferir legitimidad a un gobierno, menos aún en condiciones de ocupación y con la abstención electoral masiva de una de las principales comunidades étnicas del país (los suníes), pero quizá sea el principio de un dilatado proceso.