El Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh) se encuentra reunido en Pekín y tiene en la agenda el futuro de la formación. Dos son los debates principales a destacar. De una parte, la definición de mecanismos institucionalizados para luchar de forma más efectiva contra la corrupción, para que prime la prevención sobre la represión, no como ahora. En segundo lugar, el papel del PCCh en el diseño del más alto nivel que inspira la modernización de la gobernanza del país y de su sistema político. En suma, se trata de propiciar un salto cualitativo en las dinámicas organizativas que resulte en una puesta a punto del PCCh para encarar una de las etapas más decisivas de la reforma reforzando la disciplina, cerrando filas y proscribiendo, entre otros, las “discusiones indebidas”. Por añadidura, la repartidirización del conjunto del sistema, de forma que se refuerce el papel del partido sobre todos los segmentos del aparato estatal, los medios de comunicación, el ejército y las organizaciones sociales cierra este círculo.
La concentración de las energías del PCCh en lo ético y organizativo se articula en lo ideológico, en torno a la reivindicación de una vía propia para alcanzar sus objetivos con el doble horizonte de 2021 (centenario de la fundación del partido) y 2049 (centenario de la República Popular). La argamasa de dicho proceso suma equilibradas dosis de maoísmo, liberalismo y confucianismo, un híbrido gestionado por una burocracia que se pretende virtuosa y emula al clásico mandarinato con el propósito de lograr la sociedad acomodada y el pleno desarrollo de las capacidades de la nación, desatendiendo las peticiones exteriores a una homologación política. China seguirá a su aire.
Si bien la hoja de ruta del PCCh parece meridianamente clara, existen algunas sombras de sospecha sobre los planes de su secretario general, Xi Jinping. En sus cuatro años de mandato, han proliferado los indicios de un fortalecimiento de su poder personal. Ese proceso puede tener un doble origen que le remite a sus propias ambiciones y a la necesidad de consolidar una base de poder específica, pero también a una decisión colegiada que prima un liderazgo fuerte, en atención a las delicadas circunstancias que atraviesa la reforma. No está claro que la norma del consenso se haya sepultado en aras de una autocracia de signo personal.
En torno a ello, el interés exterior se centra en la definición del futuro liderazgo y en la capacidad e interés del propio Xi en soliviantar las normas; esa “jaula de regulaciones” que él mismo ha encumbrado en estos años para simbolizar su proyecto para el partido. El hecho de que buena parte de los miembros del Buró Político y su Comité Permanente deban jubilarse en 2017 por razones de edad añade interés a la cuestión. Ante estas previsiones, la preservación de un complejo consenso y la designación cruzada, entre otros, orientan la sucesión, uno de los asuntos más sensibles y delicados.
Con su peculiar institucionalidad, el PCCh ha logrado acreditar en los últimos años un procedimiento mutuamente aceptado y aceptable para resolver lo que en muchos partidos comunistas acostumbraba a terminar en tragedia. En función de ello, si nos atenemos a dicha normalidad, su sucesión estaría definida en lo fundamental por la dirigencia que le precede. Y los nominados serían el dúo Hu Chunhua y Sun Zhengcai, los dos nacidos en 1963. Ellos pilotarían el partido y el país entre 2022 y 2032. El papel determinante de Xi le aboca a la década siguiente, y sus señalados deben incluirse en el Buró Político que salga elegido en el congreso del próximo año y también en el Comité Permanente de 2018. Alterar este procedimiento exigiría una poderosa justificación, solo apreciable en función de circunstancias extraordinarias o de una desconfianza ideológica igualmente extrema.
Hu es jefe del partido en Guangdong, provincia en la que debe lidiar no solo con los imperativos económicos y sociales de la nueva normalidad sino con el encauzamiento de conflictos sensibles como el de Wukan, en cuyo resurgimiento ahora algunos pueden ver intereses ocultos para llevarle a cometer errores de bulto. Hu es protegido de Hu Jintao. Por otra parte, Sun, de la cuerda del exprimer ministro Wen Jiabao, acredita una buena gestión en la municipalidad especial de Chongqing.
Este guión no es inmutable, pero Hu Jintao le ha puesto difícil a Xi Jinping su alteración de forma caprichosa. La alternancia de Hu en 2012 puede decirse que fue modélica, a diferencia de su relevo en 2002 por parte de Jiang Zemin, aupado tras la crisis de Tiananmen (1989). Hu abandonó todos sus cargos, incluida la presidencia de la Comisión Militar Central, cediendo el poder a Xi. ¿Resultado de su debilidad? Es posible. Pero sin duda contribuyó a reforzar la institucionalidad china. Xi no debiera ahora apartarse de esa senda. No solo porque con ello desautoriza su propio discurso respecto al papel del PCCh en la gobernanza del país, sino porque dicho afán pondría en grave peligro la siempre preocupante estabilidad china.