El Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) está saliendo a duras penas del período de turbulencias internas más largo en sus 40 años de historia. En su cumbre anual del 5 de enero, los seis Estados miembros del Consejo firmaron la Declaración de al-Ula, en la que se reafirma su unidad y se “restablece la colaboración” entre Catar y tres de sus vecinos–Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Baréin–, así como con Egipto. Estos Estados habían cortado los lazos con Catar en junio de 2017, impusieron un bloqueo terrestre, marítimo y aéreo, que negaba al país el acceso a algunas de sus arterias comerciales más importantes, y exigían que Doha accediera a una lista de trece demandas. Aunque el bloqueo no aisló del todo a Catar, costó a su economía cientos de millones de dólares en pérdidas de ingresos.
La disputa nunca pasó de ser una guerra fría en el Golfo, pero ambas partes exportaron su disputa a escenarios de conflicto en Oriente Medio y África, apoyando a milicias rivales en Libia, así como a fuerzas políticas enfrentadas en Libia, Sudán, Somalia y otros lugares. Para reforzar el acuerdo, Catar y EAU, en particular, tendrán que llegar a un acuerdo adicional sobre cómo gestionar pacíficamente sus relaciones, no sea que su búsqueda de intereses estratégicos e ideológicos contrapuestos agrave los conflictos violentos fuera del Golfo.
El enfrentamiento de 2017 entre Catar y sus vecinos del Golfo no fue el primero. Una disputa anterior estalló en 2014, cuando Riad, Abu Dhabi y Manama retiraron a sus embajadores de Doha, acusando a Catar de apoyar a los movimientos de oposición en su territorio, financiar a los Hermanos Musulmanes y promover la militancia islamista a través de la cadena estatal Al Jazeera. Los tres Estados reincorporaron a sus emisarios en cuestión de semanas, tras informaciones no confirmadas de que Catar había aceptado cambiar de rumbo.
La ruptura de 2017 superó con creces a su predecesora en intensidad y escala. A los pocos días de romper los lazos económicos y diplomáticos, el cuarteto liderado por Arabia Saudí emitió un ultimátum de trece puntos, haciéndose eco de muchas de sus exigencias de 2014, como que Catar cerrara Al Jazeera, redujera la cooperación con Irán, pusiera fin a sus relaciones con grupos islamistas y pidiera a Turquía que retirara 3.000 soldados que había enviado a Doha días después del bloqueo. Turquía había establecido una base en Catar en 2014, pero nunca había enviado soldados allí, y los Estados bloqueadores consideraron la medida como una escalada ominosa. Catar respondió a las trece demandas acusando a sus vecinos de invadir su soberanía y de bloquear su «búsqueda de una política exterior independiente».
Con sus trece demandas, el cuarteto pretendía alinear la política exterior de Catar con sus propias agendas, en las que había algunas variaciones. Las principales preocupaciones de EAU eran el apoyo de Catar a la Hermandad Musulmana, cuyos afiliados en todo Oriente Medio y el Norte de África Abu Dabi considera rivales ideológicos, y cuyos seguidores emiratíes están encarcelados, así como la alianza de Catar con Turquía, el otro principal partidario de la Hermandad en la región. A Arabia Saudí le preocupa sobre todo la política exterior independiente de Catar y sus vínculos con Irán, el principal competidor regional del reino. Por su parte, El Cairo también había acusado a Doha de financiar y dar cobijo a miembros de los Hermanos Musulmanes, la principal oposición al presidente Abdel Fattah al-Sisi. Bahréin, que sigue en gran medida a Arabia Saudí en su política exterior, también acusa desde hace tiempo a Catar de respaldar a grupos de la oposición dentro del país.
Ansiosos por evitar enredarse en la disputa, los otros dos Estados miembros del CCG, Kuwait y Omán, trataron de negociar el fin de la crisis, con poco éxito. El enfrentamiento empezó a avanzar hacia su conclusión solo cuando la administración de Donald Trump, en sus últimos meses, mostró un renovado interés en reconciliar a las dos partes.
Es posible que el bloque liderado por Arabia Saudí también quisiera resolver sus problemas antes de la llegada del presidente Joe Biden a la Casa Blanca. Cuando se reunieron en al-Ula, una ciudad al norte de Medina (Arabia Saudí), a principios de enero, los seis miembros del CCG acordaron dejar el pasado en el olvido, sin abordar ninguno de los puntos de conflicto originales. El único resultado concreto fue el levantamiento del bloqueo por parte del bloque, sin otra contrapartida aparente que las expresiones de buena voluntad de Catar.
La Declaración de al-Ula afirma el compromiso de los Estados miembros del CCG de alcanzar los principales objetivos de la alianza, tal y como se recoge en su carta: estrecha coordinación política e integración económica, con el objetivo a largo plazo de formar una unión. No menciona la política exterior de Catar, la mayor causa de discordia. En los días siguientes a la declaración, altos funcionarios emiratíes y cataríes dejaron claro que esta cuestión sigue siendo conflictiva.
El 7 de enero, el ministro de Estado emiratí de Asuntos Exteriores, Anwar Gargash, declaró en una conferencia de prensa virtual que, aunque EAU reanudaría los vuelos y el transporte comercial a Catar en el plazo de una semana, no restablecerían aún las relaciones diplomáticas plenas, dada su preocupación por las relaciones de Catar con Irán, Turquía y los grupos islamistas. “Algunas cuestiones son más fáciles de solucionar, y otras llevarán más tiempo”, dijo. Sus declaraciones siguieron a las del ministro de Asuntos Exteriores qatarí, el jeque Mohammed bin Abdulrahman Al-Thani, el día anterior: «Las relaciones bilaterales se rigen principalmente por una decisión soberana del país y por el interés nacional». Dijo que el acuerdo no alteraría las relaciones de Catar con Irán o Turquía.
La ausencia de coordinación, o incluso de acuerdo, en las cuestiones de política exterior que constituyen el núcleo de la disputa intra-golfo debilita la declaración como instrumento para asegurar una alianza más fuerte y duradera. La declaración tampoco contribuye a reducir la intensidad de los conflictos en los que los Estados del Golfo han desempeñado un papel central a través de aliados y representantes locales.
En Libia, por ejemplo, EAU y Catar han apoyado a facciones rivales, contribuyendo a la duración y gravedad de la guerra. No siempre fue así: en 2011, ambos países intervinieron en Libia del lado de la OTAN y la Liga Árabe para derrocar a Muamar Gadafi. Sus caminos se separaron en 2014, cuando comenzaron a construir alianzas separadas en lados opuestos de la división interna de Libia. Abu Dhabi –junto con El Cairo y Riad– proporcionó apoyo financiero y logístico al Ejército Nacional Libio del mariscal de campo Jalifa Haftar, con base en el este del país. La facción de Haftar ha seguido un programa antiislamista, que refleja en gran medida las prioridades ideológicas de sus patrocinadores externos; ha atacado al gobierno internacionalmente reconocido de Trípoli, acusándolo de afinidad con los Hermanos Musulmanes.
Doha, por su parte, ha financiado a las fuerzas pro-Trípoli. Después de que Haftar lanzara un asalto total a la capital en abril de 2019, desencadenando una escalada de apoyo militar turco, el conflicto evolucionó hasta convertirse en una guerra por delegación en toda regla, reflejando las alianzas que definen la crisis intra-golfo. Ambas partes han seguido proporcionando equipo militar, entrenamiento y otras ayudas a sus respectivos socios, incluso después de que las facciones libias acordaran un alto el fuego en octubre de 2020.
Los Estados del Golfo también han intervenido en Sudán, en un intento de dar forma a su frágil transición para salir del régimen autoritario. Al principio, el ex presidente Omar al-Bashir se negó a tomar partido en las desavenencias del Golfo, tratando en cambio de obtener apoyo financiero de ambos. El levantamiento popular de 2018-2019 creó oportunidades para que EAU y Arabia Saudí convencieran a los nuevos dirigentes de Sudán de que despreciaran a Catar y se apoyaran exclusivamente en ellos. Abu Dabi y Riad se habían cansado de los estrechos vínculos entre Bashir y los islamistas que lo llevaron al poder en el golpe de 1989, así como de la continua proximidad de su gobierno a la transnacional Hermandad Musulmana.
Tras el derrocamiento de Bashir, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos prometieron 3.000 millones de dólares en apoyo del nuevo Consejo Militar de Transición (CMT). Se comprometieron con oficiales de alto rango, especialmente con el general Mohammed Hamdan Dagalo (conocido como Hemedti y favorecido por Abu Dhabi) y Abdelfattah al-Burhan (que goza de fuertes lazos con Riad), que esperaban ayudarían a mantener a Sudán dentro de su esfera de influencia y atenuar el impacto de la revolución dirigida por civiles. Ambos líderes se habían ganado previamente el favor de Abu Dhabi y Riad por coordinar el papel de Sudán en la coalición liderada por Arabia Saudí en Yemen.
El apoyo abierto y continuado de los saudíes y emiratíes al TMC (junto con el de Sudán del Sur, Egipto, Etiopía y Eritrea) fortaleció su mano en las negociaciones con los civiles sobre la formación de un gobierno de transición de tres años, el Consejo Soberano. Este acuerdo –y la posterior paz del 3 de octubre de 2020 con los movimientos armados– dio a los civiles poca autoridad para frenar el poder desproporcionado de los militares y dejó a Sudán muy dependiente de sus dos patrocinadores del Golfo, justo cuando el país buscaba alejarse del gobierno militar y acercarse a un régimen civil a través de las elecciones previstas en 2023. En la segunda mitad de 2019, EAU y Arabia Saudí aportaron 200 millones de dólares al mes en efectivo y subvenciones de productos básicos al nuevo gobierno.
La afluencia de fondos saudíes y emiratíes a Sudán ha marginado en gran medida a Doha de la transición. La influencia emiratí en el Consejo Soberano significa que es improbable que salga adelante un acuerdo de 2018 con Qatar para desarrollar el puerto sudanés de Suakin con un coste de 4.000 millones de dólares, ya que competiría con los puertos previstos por EAU en el Mar Rojo. Sin embargo, es posible que Doha intente reafirmar su antigua influencia apoyando a los candidatos islamistas en las elecciones posteriores a la transición. Catar tiene un historial de apoyo a políticos islamistas en toda la región. En Sudán, Catar apoyó a Sadiq al-Mahd –jefe del partido islamista Umma y último primer ministro elegido democráticamente antes del golpe de Estado de Bashir– antes de su muerte en noviembre de 2020. El apoyo catarí a los candidatos islamistas en las elecciones podría profundizar la competencia y encender una mayor inestabilidad en una transición ya frágil.
Somalia también ha sentido el impacto perjudicial de las rivalidades intragolfo. Cuando comenzó la disputa, el recién elegido presidente del país, Mohamed Abdullahi Mohamed (conocido como Farmajo), declaró su neutralidad. EAU y Arabia Saudí consideraron su negativa a tomar partido como un gesto de facto de solidaridad con Catar, con el que mantenía estrechos vínculos. Se agriaron aún más con Farmajo en 2018 después de que la policía somalí incautara 9,6 millones de dólares en bolsas de dinero sin marcar en un avión civil de EAU.
EAU afirma que habían enviado el dinero para ayudar a pagar los salarios de los soldados somalíes, como parte de un programa de entrenamiento respaldado por Abu Dabi para reforzar la capacidad del ejército nacional somalí frente a a los militantes de Al-Shabaab. Los funcionarios somalíes defendieron que la incautación se ajustaba a los protocolos diplomáticos. EAU respondió retirando la ayuda y la cooperación militar en 2018, reforzando los lazos con las regiones escindidas de Somalilandia y Puntlandia, y apoyando a los grupos de la oposición en Mogadiscio.
Otro factor de complicación fue un acuerdo de 2016 entre Somalilandia y DP World, el mayor operador portuario del mundo –propiedad de EAU–, para ampliar y gestionar el puerto de Berbera en Somalilandia. Mogadiscio nunca aceptó este acuerdo, alegando que viola la soberanía de Somalia, y emitió una directiva que prohibía a la empresa operar en suelo somalí. No obstante, se espera que el puerto abra en marzo. Será la segunda prueba de cómo el nuevo acercamiento del CCG puede afectar a Somalia. La primera –las elecciones parlamentarias y presidenciales previstas para febrero– está en el horizonte inmediato. Incluso antes del desencuentro de 2017, EAU y Catar apoyaban a candidatos opuestos y es posible que vuelvan a hacerlo.
La crisis entre Catar y sus vecinos ha tenido implicaciones más allá de las costas del Golfo. Aunque el modesto deshielo de las relaciones anunciado en al-Ula es un paso adelante bienvenido, no habrá un progreso significativo sin un acuerdo entre Catar y EAU, en particular, sobre cómo resolver sus intereses contrapuestos en los innumerables conflictos que su desavenencia ha agravado.
Versión en inglés en la web de Crisis Goup.