Oleoducto de 672 kilómetros en la selva amazónica. GETTY

Reservas naturales, última línea de defensa de la biosfera

La sostenibilidad medioambiental es un asunto ineludible en las agendas de todos los gobiernos del Sur Global. En los más de 7,4 millones de kilómetros cuadrados que comparten los ocho países de la cuenca amazónica, predominan pequeñas y dispersas comunidades locales y pueblos originarios.
Luis Esteban G. Manrique
 |  2 de junio de 2022

El presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, ha anunciado que el gobierno invertirá 1.000 millones de dólares para crear el mayor «biocorredor» de la región en la Amazonia y asegurar que en 2025 el 22% del territorio del país esté protegido.

En Suramérica, la razón es maciza: la cadena montañosa más larga del mundo. La cordillera de Los Andes –paralela a la costa del océano Pacífico a lo largo de 7.200 kilómetros, desde la península de La Guajira en Colombia al cabo de Hornos en Chile– tiene pocas rutas que la crucen, lo que explica la escasa presencia del Estado en vastas extensiones mal comunicadas y poco pobladas.

Desde el cambio de siglo, a la ausencia de vigilancia policial se ha sumado el aumento de las explotaciones petroleras, agrícolas, ganaderas, mineras y madereras –ilegales o no–, lo que ha creado un cóctel explosivo que amenaza reservas naturales y zonas protegidas, las últimas líneas de defensa de la biodiversidad y que defienden acuerdos como el de biodiversidad marina que se negocia en el marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.

Uno de los objetivos del pacto es declarar zonas protegidas o reguladas el 64% de los mares y océanos mundiales. En Financial Times, la directora del Open Society European Policy Institute de Bruselas, Heather Grabbe, advierte de que la Unión Europea se puede convertir en “una isla verde en un mundo sucio” si regresa a un extractivismo reminiscente al de su pasado colonial. Invertir en biodiversidad ampliando las actuales reservas de la biosfera tiene más sentido.

 

Nuevos y viejos peligros

Justin Penn y Curtis Deutsch prevén en la revista Science que la gran mayoría de las especies marinas podrían extinguirse en los próximos tres siglos si no se frena el aumento de las temperaturas y la acidez de las aguas marinas. En sus lechos parece haber cobalto, níquel y otros metales indispensables para la transición energética, especialmente en la zona Clarion-Clipperton, que se extiende de Hawái a la costa pacífica de México.

En junio de 2021, científicos marinos de 44 países pidieron a la ONU una moratoria de concesiones mineras en el subsuelo marino hasta que se conozca con exactitud su potencial impacto ecológico. El Panel Internacional de los Recursos de la ONU estima que la extracción de recursos naturales se ha triplicado en los últimos 50 años y se duplicará de aquí a 2060.

Los océanos absorben una tercera parte del dióxido de carbono que genera la actividad humana. Cumpliendo su promesa en la cumbre de Glasgow (COP26), Ecuador ha creado una reserva en las islas Galápagos que cubre 60.000 kilómetros cuadrados entre su archipiélago y la costarricense isla del Coco, una zona de paso de decenas de especies migratorias.

 

¿Tierras de nadie?

El problema es que casi nunca se pueden crear reservas naturales en zonas deshabitadas. Según la Defensoría del Pueblo de Perú, la mayoría de los actuales 209 conflictos sociales del país se concentran en Loreto, la región amazónica que cubre el 29% del territorio peruano con solo el 3% de la población. De sus 29 conflictos no resueltos, 25 son protestas de pueblos originarios.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala que las tasas de deforestación son siempre más bajas donde los gobiernos reconocen derechos colectivos a la tierra. Un ejemplo ilustrativo es el de la reserva Amarakaeri, un área protegida en la región Madre de Dios de 402.335 hectáreas en el parque nacional del Manu. Desde que se creó en 2002, la participación de los harakbut, yine y machiguenga en su gestión ha mejorado la protección de osos de anteojos, pumas, jaguares, caimanes y guacamayos.

En Colombia, las organizaciones medioambientales denuncian el aumento de los incendios forestales en cuencas fluviales de Caquetá, Guaviare y Meta que conectan la Amazonía con la Orinoquía y en los parques nacionales de Tinigua, Sierra de la Macarena y Chiribiquete, el área protegida más grande del país.

En los últimos cinco años en ocho municipios cercanos al parque Chiribiquete se han deforestado más de 300.000 hectáreas por la construcción de carreteras y la especulación de tierras. La organización civil MapBiomas muestra que las plantaciones de soja ocupan ya 36 millones de hectáreas, el 4,3% del territorio brasileño, un área más grande que Italia o Vietnam. Un 42% está en las llanuras del Cerrado.

 

Gorilas y pigmeos

África subsahariana se enfrenta a problemas similares. En el millón de hectáreas de sabanas y bosques del parque nacional de Bamingui-Bangoran de República Centroafricana, unos 50 guardias forestales se encargan de protegerlo de cazadores furtivos y traficantes de especies como jirafas, leones, antílopes y leopardos. Desde 2013, los conflictos interétnicos entre musulmanes y cristianos han desplazado a un millón de personas. Muchas de ellas invadieron los parques Bamingui-Bangoran y Manovo-Gounda, mantenidos con fondos europeos, lo que acabó con los casi 35.000 elefantes que quedaban.

En 1991, República del Congo creó el parque nacional Nouabalé-Ndoki para proteger poblaciones de elefantes, gorilas y chimpancés en tierras que habitaban los ba’aka, una etnia que los primeros colonizadores europeos llamaron pigmeos. Milicias y soldados de etnia bantú los expulsaron de 420.000 hectáreas de bosques. En 1963, tras la descolonización, Indonesia creó el parque Gunung Halimun Salak sin consultar a los 50.000 kasepuhan, que habitaban 60.000 hectáreas de bosques  en Java, en teoría protegidas desde 1924 y que hoy han devastado la tala ilegal mientras a los kasepuhan se les impide recoger leña.

 

¿Colonialismo medioambiental?

Según escribe Valeria Foglia en Resumen Latinoamericano, los delegados de pueblos originarios que asisten a los congresos internacionales suelen quejarse de que primero los despojaron en nombre de reyes, después del desarrollo y ahora de la conservación medioambiental.

Kofi Annan, exsecretario general de la ONU, decía que en algunas áreas los pueblos originarios son parte de los ecosistemas porque contribuyen a preservarlos, pero que otras exigen límites rígidos a la actividad humana. Ese modelo de conservación es tributario de las ideas de Theodore Roosevelt, el 26° presidente de Estados Unidos, que entre 1901 y 1909 creó decenas de reservas y parques de 90 millones de hectáreas desde Oregón y Wyoming a Florida en tierras de pueblos nativos.

Colin Luoma, de la Brunel University de Londres, cita el caso del parque Kahuzi-Biega creado en 1970 por República Democrática del Congo (RDC) para proteger 6.000 kilómetros cuadrados de bosques tropicales con importantes poblaciones de gorilas. Pero para ello desplazó a los batwa, que habían cazado y recolectado durante siglos conviviendo con los grandes simios. Según Luoma, la Wildlife Conservation Society y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) acusaron a los batwa de degradar las tierras pese a que se mudaban periódicamente para no agotar los suelos y la fauna. El parque, Patrimonio Mundial de la Humanidad desde 1980, es ahora un destino de safaris “ecológicos” pero a los batwa se les prohíbe acceder a sus hierbas medicinales y antiguos sitios sagrados.

Muchas veces, los ecoguardias son paramilitares que reprimen a activistas que intentan recuperar sus tierras en países como Camerún, Nepal o RDC. En 2018, Victoria Tauli-Corpuz, relatora especial de la ONU sobre los derechos de pueblos indígenas, sostuvo que el “conservacionismo de fortaleza” violaba derechos de pueblos que han sido siempre buenos administradores de la biodiversidad. MapBiomas muestra que las tierras de los kayapó, munduruku y yanomami en Brasil forman una barrera contra la deforestación. En los últimos 30 años perdieron solo el 1% de su vegetación, frente al 20,6% de áreas privadas. Tauli-Corpuz cita casos similares en Perú, Panamá, República del Congo, Indonesia e India.

 

Brasil y Venezuela

Nicole Boivin, codirectora de un estudio interdisciplinario de geógrafos, arqueólogos, antropólogos y ecólogos de EEUU, Holanda, China, Alemania, Australia y Argentina, sostiene que el problema no es el uso humano per se de la tierra sino el de prácticas agrícolas y extractivas insostenibles.

Venezuela es un caso crítico por la explotación irregular de oro, cobalto y otros minerales en zonas amazónicas. En 1989, el gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-79 y 1989-93) prohibió durante 50 años toda actividad minera en el Estado de Amazonas, de 178.000 kilómetros cuadrados y que alberga a 20 pueblos indígenas.

En 2016, el gobierno de Nicolás Maduro, sin embargo, creó el llamado arco minero del Orinoco, un área de 111.844 kilómetros cuadrados, más grande que Cuba o Portugal, encargando su explotación a Maminpeg, una compañía de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Imágenes de satélite muestran la zona bajo su gestión surcada de claros de bosque deforestado y ríos contaminados con mercurio.

Según la ONG Provita, se han deforestado unas 380.000 hectáreas en zonas ribereñas, cabeceras de ríos y parques nacionales como el de Canaima, de 30.000 kilómetros cuadrados, célebre por sus tepuyes, montañas de paredes verticales, mesetas y grandes saltos de agua.

Los 30.000 yanomami que viven en selvas del sur venezolano y el norte brasileño son especialmente vulnerables a las invasiones de los garimpeiros, buscadores de oro depredadores que cuentan con el apoyo del presidente Jair Bolsonaro, que quiere abrir a la minería más de un millón de kilómetros cuadrados de tierras protegidas para –dice– buscar potasa. En 2021, según la Comisión Pastoral de la Tierra, un millar de yanomami fueron asesinados, la mayoría por garimpeiros, en Aracaçá, a una hora de vuelo de Boa Vista, capital del Estado de Roraima.

Según la Asociación Hutukara Yanomami la minería aurífera ilegal se ha triplicado en los últimos tres años en sus tierras demarcadas y donde los garimpeiros han construido decenas de pistas clandestinas para sacar el oro aluvial. La mitad de la producción aurífera brasileña es ilegal. La mayor parte, según Financial Times termina en Reino Unido, Suiza y Canadá.

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