Adolfo Suárez ha muerto, y me es difícil rendirle homenaje sin caer en tópicos. Es innegable que ocupa un lugar destacado entre los padres de la Transición. Muy pocos dudan que España permanece en deuda con él. Incluso las anécdotas personales –su don de gentes, su aversión hacia los libros– son ya lugares comunes en la hagiografía política de nuestro país. Porque escribir sobre Suárez es escribir sobre la Transición, y la Transición es un periodo de nuestra historia que se alaba más de lo que se valora. No siempre es fácil reconocer los logros de ambos sin incurrir en el panegírico oficial, tanto del proceso como de la persona que en gran medida lo dirigió.
Suárez nunca estuvo destinado a pilotar la Transición. Manuel Fraga tenía más credenciales reformistas; José María de Areilza, una trayectoria más sólida. Ambos se veían con una experiencia, cultura y aptitud muy superiores a las de aquel advenedizo de provincias que había medrado en las filas del Movimiento, y que se convirtió en presidente gracias a la habilidad con que Torcuato Fernández Miranda manipuló al Consejo del Reino. Y si Fernández Miranda orquestó la elección, lo hizo únicamente porque vio en Suárez el brazo ejecutor de su proyecto político. Ésa, al menos, era la teoría. Que Suárez debía su carrera a la Corona. Que actuaría como correa de transmisión de Fernández Miranda, eminencia gris del Rey. Que se quemaría a lo largo del proceso y pasaría el relevo político tan pronto como el franquismo hubiese dado el último espasmo mortuorio.
No ocurrió así, porque Fernández Miranda subestimó a Suárez. De 1977 en adelante, el presidente toma la iniciativa. Le ayudan su talento en el control de los tiempos y la habilidad para engatusar a sus rivales. Sirva como ejemplo Santiago Carrillo. Suárez le manipula inteligentemente, empleando su ambición y la legalización del PCE como anzuelos para extraerle concesiones. Paradójicamente, estas concesiones –aceptar la bandera del régimen y la monarquía, además de enterrar el proyecto rupturista– pasarán al partido una factura enorme tras su legalización.
Fernández Miranda se opone. En las memorias de Leopoldo Calvo-Sotelo aparece Fraga rasgándose las vestiduras. Por encima de todo, la medida incendia a la cúpula militar, guardiana de las esencias del franquismo, a la que Suárez había asegurado que jamás legalizaría el PCE. Cuando Fernando de Santiago dimite, amenaza a Suárez recordándole que en España son comunes los golpes de Estado. El presidente responde: “Y yo a ti te recuerdo, general, que en España sigue existiendo la pena de muerte.” Es la misma valentía que muestra cuando Antonio Tejero irrumpe en el Congreso. Mientras llueven las balas y los diputados se esconden, Suárez mantiene el tipo sentado en su butaca. Tejero le lleva a la Sala de los Ujieres, y le encañona el pecho. Suárez mira al teniente a los ojos y le ordena que se cuadre ante su superior.
¿Tienen este valor nuestros actuales dirigentes políticos? La pregunta es retórica. Si los padres de la Transición han sido idealizados hasta extremos sonrojantes, el coraje de Suárez –y el de su vicepresidente de Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado–, es la excepción que confirma la regla.
No por eso era perfecto. Su predilección por el regate corto y la improvisación no siempre dieron un resultado positivo. Ahí queda el Estado de las Autonomías, fruto de un proceso confuso que continúa en vigor; no tanto por su éxito como por la idealización de la Constitución de 1978, intocable a menos que Bruselas exija su reforma. Al igual que Mijail Gorbachov en la Unión Soviética, Suárez, que dominaba las reglas del franquismo, pronto se mostró incapaz de operar bajo las de una democracia. Así lo demuestra de 1978 en adelante, aislándose en La Moncloa mientras las élites del país reniegan de él.
Su carrera política termina el 23 de febrero de 1981. Y la conspiración que acaba con él –y por poco con la democracia en España– no fue la de un puñado de generales recalcitrantes. A ella contribuyeron, de forma activa o pasiva, la administración de Ronald Reagan, la CEOE de Ferrer Salat, Luis María Anson, políticos de todo el arco parlamentario y el propio Rey, cuyo desencanto con un Suárez demasiado independiente dio alas a las fantasías de Alfonso Armada. Sería una falta de respeto hacia la figura de Suárez ignorar cómo muchos de los que hoy lamentan su muerte le dieron la espalda cuando más los necesitó.
Es una ironía triste que Suárez haya muerto sin publicar sus memorias. A Paloma Aguilar le corresponde el mérito de destacar el parecido entre las palabras amnesia y amnistía, y utilizarlo como símbolo del pacto del olvido que tuvo lugar durante la Transición. Las sociedades que pasan por periodos traumáticos necesitan poner el pasado en su justo lugar, pero la española jamás ha realizado ese esfuerzo. Las heridas del pasado no cicatrizan. La negligencia tiene un precio. Y como si el peso del olvido colectivo hubiese recaído sobre sus hombros, Suárez, consumido por el alzhéimer, llegó al final de su vida sin memoria. A los que seguimos aquí nos corresponde recordar.
Jorge Tamames es politólogo