Desde 1988, 134 Estados han reconocido a Palestina como Estado, el último de ellos Suecia. Es decir, un 70% de los países miembros de las Naciones Unidas consideran a Palestina como a un igual. En las últimas semanas, los parlamentos de Reino Unido, Francia y España han instado a sus gobiernos a que den el paso, aunque ninguno está obligado a ello. Sobre el terreno, la situación se deteriora sin remedio, ajena a los deseos de paz que llegan desde la comunidad internacional.
De los elementos que constituyen un Estado –territorio, población, organización política y soberanía–, el más etéreo –la soberanía– es a la postre el más problemático. Sin soberanía, no hay territorio ni población que gobernar: el poder está en manos de otro. De ahí el adjetivo que suele acompañar a los protagonistas de la sociedad internacional: Estados soberanos. Asociada a la soberanía va el reconocimiento internacional, esto es, que tus pares te acepten como tal.
Un Estado puede existir como sujeto del derecho internacional y de las relaciones internacionales sin necesidad de ser reconocido por otros Estados. Recordemos el caso de China. Hasta 1971, el Estado reconocido mayoritariamente por la comunidad internacional y con asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU no fue la República Popular China, sino la República de China, más conocida como Taiwán. Hoy, solo 22 países reconocen a Taiwán como Estado independiente. Ninguno de ellos tiene relaciones diplomáticas con China.
El caso de Palestina parece intentar demostrar lo contrario. Que un Estado puede existir sin los elementos clásicos –territorio, población, gobierno y soberanía– mientras tenga los accesorios, como el reconocimiento. Estaríamos ante un Estado virtual, posmoderno, un no Estado. Porque los denominados Territorios Palestinos Ocupados son eso, territorios bajo un régimen de ocupación militar. Ni independientes, ni soberanos, ni contiguos ni viables. Una distopía, en resumen.
En verde, países que han reconocido a Palestina. CC BY-SA 3.0
Mientras tanto, la cruda realidad sobre el terreno continúa su deterioro. En los últimos meses, Israel ha sumado un millar de detenidos más en Cisjordania y ha ampliado la construcción de viviendas en Jerusalén este. La tensión social aumenta en la Ciudad Santa, mientras se producen atentados de lobos solitarios contra civiles israelíes. En el último de ellos murieron cuatro rabinos, un policía israelí y los dos palestinos que perpetraron el ataque contra una sinagoga del barrio ultraortodoxo de Har Nof. El 23 de noviembre, un palestino de 32 años moría en Gaza por disparos del Ejército israelí, la primera víctima en la Franja desde que el 26 de agosto se firmó un alto el fuego entre Israel y las milicias palestinas al final de la Operación Margen Protector. La familia del joven afirma que estaba buscando pájaros cantores, mientras fuentes militares sostienen que se aproximó a la valla “de forma sospechosa”, no atendió lo tiros al aire de advertencia y por eso la patrulla disparó “a sus pies”.
Ese mismo día, el Consejo de Ministros israelí aprobaba el primer borrador de una norma que consagra el carácter judío del país, por encima incluso del democrático. La Ley Básica, que proclama el Estado-nación judío, aún debe aprobarse en la Knesset. “Es un proyecto radical que lleva a la teocracia”, ha sentenciado la ministra israelí de Justicia, Tzipi Livni. Además de esa primacía de los valores judíos, no garantiza literalmente la igualdad entre todos los ciudadanos y elimina el árabe como lengua cooficial. El 24,6% de la población de Israel (1,9 millones de habitantes) no profesa el judaísmo. Casi un millón y medio son árabes.