El 17 de octubre, un hombre armado entró a un restaurante de Culiacán, capital del estado de Sinaloa de México, para informar a la población sobre el convoy de gente armada que se acercaba a la ciudad. ‘‘Desde Mochis, El Fuerte, vienen los delincuentes (…) El que se pueda ir, que se vaya (…) Busquen un lugar donde refugiarse’’, dijo. Ese día, el enfrentamiento entre el ejército y grupos armados provocó una larga jornada de violencia que terminó con la liberación de Ovidio Guzmán, uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, hoy condenado a cadena perpetua por una corte federal en Estados Unidos. Como anunció Alfonso Durazo, secretario de Seguridad Pública y Protección Ciudadana (SSPPC), en un primer comunicado –respaldado posteriormente por el presidente, Andrés Manuel López Obrador–, la decisión de liberar a Ovidio Guzmán responde a las amenazas por parte del cártel de Sinaloa contra el ejército y la población civil. Una estrategia compatible con la definición más elemental de terrorismo: grupos armados aterrorizaron a la población civil con tiroteos e incendios; amenazaron al ejército y acosaron a sus familias en la unidad habitacional donde residían, obligándolas a reubicarse por seguridad; y el 7 de noviembre un policía que participó en el operativo fue ejecutado con más de 100 disparos a manos de sicarios. Pese a que parece existir consenso entre la opinión pública y las autoridades sobre la importancia de liberar a Guzmán para salvar vidas, lo hay también con respecto al fracaso del operativo, reconocido como tal por parte del gobierno. Pero sobre todo hay consenso sobre el mensaje que esta decisión envía a la organización criminal, resumido en la portada del semanario Proceso: “Culiacán: ustedes mandan”.
Al margen de las opiniones sobre los problemas de comunicación por parte del gobierno, o las cambiantes y contradictorias versiones oficiales sobre lo sucedido, el acontecimiento pone en evidencia las contradicciones de la estrategia de seguridad actual, que enfrenta una tensión entre los objetivos a corto y largo plazo. Pese a representar un cambio de paradigma, centrado en atender las causas de la violencia a través de programas sociales y de prevención enfocados en los jóvenes como población prioritaria –principales víctimas de la guerra contra el narcotráfico, criminalizados de manera habitual en gobiernos anteriores–, esta estrategia se enfrenta al mismo tiempo a la necesidad de priorizar problemas de atención inmediata. 2019 podría convertirse en el año más violento de la historia del México, superando el récord de 2011 y 2018, con alrededor de 24 y 29 homicidios por cada 100.000 habitantes, respectivamente.
Esta espiral de violencia creciente ha venido acompañada de muestras de deshumanización, vistas por primera vez con el cartel de los Zetas, escisión del cártel del Golfo. En los últimos años, los grupos armados han recurrido a las acciones terroristas, replicadas una y otra vez, como ha quedado en evidencia con los acontecimientos de octubre y noviembre. Además de lo acontecido en Culiacán, en octubre se registraron enfrentamientos en distintas zonas del país. Un convoy policial que circulaba por el municipio de Aguililla, Michoacán, con el propósito de cumplir una diligencia judicial, sufrió un ataque por parte del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) –escisión del cártel de Sinaloa–, dejando un saldo de 13 muertos y nueve heridos en una zona donde cada vez más familias se ven obligadas a desplazarse. En el municipio de Acámbaro, Guanajuato, hombres armados atacaron con armas de calibre grueso y granadas las instalaciones de la policía federal. En Tepochica, Guerrero, tras la alerta de civiles que detectaron a grupos armados, el ejército fue agredido en una confrontación que dejó 15 muertos. Finalmente, el 4 de noviembre, integrantes de la familia mormona mexicano-estadounidense LeBarón fueron atacados en Bavispe, Sonora, mientras viajaban en tres vehículos con tres mujeres y 14 menores de edad. Entre las víctimas se encuentran las tres mujeres y seis menores de edad, todos asesinados, a lo que hay que añadir seis menores heridos y una menor desaparecida.
Este acontecimiento alerta sobre el peligro al que se enfrentan los civiles al transitar por distintas zonas del país, en territorios que grupos armados se disputan de forma permanente. Pero al mismo tiempo, refleja las consecuencias de la fragmentación de los grupos armados. Una de las primeras líneas de investigación seguidas por la Fiscalía General es que la ejecución podría ser producto de una disputa territorial entre el brazo armado ‘La línea’ –cártel de Juárez– y Los Salazar –cártel de Sinaloa–, que operan entre los límites de los estados de Chihuahua y Sonora. Con todo, la versión oficial que sostiene que fue una confusión ha sido rechazada por la familia LeBarón, una familia de activistas que había tenido enfrentamientos con el crimen organizado desde hace una década, incluyendo el secuestro y asesinato de algunos de sus miembros.
Dada la doble nacionalidad mexicano-estadounidense de la familia, el presidente de EEUU, Donald Trump, envió un mensaje advirtiendo de que estaba dispuesto a ayudar a México a hacer la “guerra” a los cárteles. El mensaje de Trump ignora la historia reciente de México, cuyos niveles de violencia y descomposición sin precedentes son atribuibles a la declaratoria de guerra contra el narcotráfico realizada por el expresidente Felipe Calderón. Pero al mismo tiempo, ignora el problema de fondo compartido entre ambos países, resumido en la respuesta que Alex LeBarón envió al presidente estadounidense: “¿Quiere ayudar? Enfóquese en el consumo de drogas en EEUU. ¿Quiere ayudar más? Detenga a la ATF (agencia de alcohol, tabaco, armas de fuego y explosivos) y las lagunas legales que permiten el envío de armas de alto poder a México de forma sistemática”, escribió en Twitter.
Como corroboró Durazo, las armas utilizadas en el ataque eran de fabricación estadounidense –de marca Remington–, de donde provienen el 70% de las armas decomisadas en México. De acuerdo con la Organización de Estados Americanos (OEA), EEUU experimenta una grave epidemia de opioides y el cártel de Sinaloa, una corporación multinacional, es según la DEA el principal proveedor de heroína, marihuana, cocaína, fentanilo y otras drogas sintéticas en el país. Así, mientras que EEUU es el principal mercado de drogas para los grupos criminales mexicanos, estos últimos son el principal mercado de armas para los fabricantes estadounidenses.
El coste de contar la guerra
El 15 de mayo de 2017, el periodista Javier Valdez Cárdenas, fundador del semanario Ríodoce (en alusión a los once ríos que atraviesan el estado de Sinaloa), recibió 12 disparos, a las 12 del mediodía, cuando salía del semanario en Culiacán. El asesinato podría ser producto de una disputa entre los hijos de El Chapo y Dámaso López (alias El Licenciado), quien presuntamente se incorporó a la estructura corporativa del cártel de Sinaloa después de ayudar Guzmán a escapar de un penal de máxima seguridad, del que era director. Los hijos de ambos luchaban por hacerse con el control del cártel que domina la entidad. Pese a haber recibido en 2011 el Premio Internacional Libertad de Prensa que otorga el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), Valdez fue asesinado el mismo día que publicó un texto titulado “El Licenciado”, en su conocida columna Malayerba, una de las fuentes más valiosas para comprender el entorno de violencia con el que están obligados a convivir los ciudadanos del estado. “En Ríodoce estamos comenzando a experimentar una soledad macabra. Nada de lo que publicamos tiene ecos ni seguimiento, y esa desolación nos hace más vulnerables (…) He sido periodista estos 21 años y nunca antes lo he sufrido y gozado con tanta intensidad, ni con tantos peligros”, dijo Valdez en su discurso ante el CPJ.
En el juicio que afrontó en EEUU después de su extradición, El Licenciado culpó a los hijos de El Chapo y aseguró no tener nada que ver con el asesinato del periodista. Hoy se desconoce la autoría intelectual del crimen, reflejo de los niveles de impunidad que sufre el país. Es una situación que se replica por todo el territorio. Nueve de cada 10 periodistas se han sentido alguna vez amenazados o en riesgo, y el gremio asegura sentirse más amenazado por funcionarios públicos que por el crimen organizado; los asuntos más censurados son aquellos relacionados con gobierno, actores políticos o funcionarios públicos.
“El narco manda en mi estado”, afirmó Valdez en distintas entrevistas. Su trabajo periodístico, plasmado en libros como Huérfanos del narco, Los morros del narco o Narcoperiodismo, ejemplifica las consecuencias que recaen sobre quienes deciden realizar una labor permanente de escrutinio político-criminal en México. Después de su ejecución, su esposa y familiares cercanos han tenido que abandonar el estado tras recibir amenazas y sufrir espionaje a través del spyware Pegasus, utilizado por el gobierno para espiar a periodistas y activistas. Se trata de un episodio que se replica una y otra vez, en un país donde desde el año 2000 131 periodistas han sido asesinados. Además de ser una muestra de la letalidad que implica hacer periodismo, activismo y denunciar las redes de protección criminal, el asesinato de Valdez refleja la vulnerabilidad y el desamparo en el que se encuentran la mayoría de los ciudadanos, obligados a convivir con organizaciones que dominan los estados, en colusión con empresarios, políticos y criminales.
A casos como el de Valdez se suma una larga lista, algunos de ellos documentados por Ricardo Ravelo en Ejecuciones de periodistas: los expedientes. Miroslava Breach, por ejemplo, asesinada mientras llevaba a su hija a la escuela como represalia por exponer las candidaturas electorales de individuos que formaban parte del crimen organizado. O Rubén Espinosa, fotoperiodista que, pese a refugiarse en Ciudad de México después de huir de Veracruz tras recibir amenazas, fue asesinado. O Regina Martínez, reportera de Proceso especializada en reportajes sobre los vínculos entre funcionarios públicos y delincuencia organizada.
Estos casos son solo un botón de muestra de la necesidad de trascender la narrativa reduccionista de las series como Narcos. Un buen punto de partida para comprender el funcionamiento de organizaciones empresariales transnacionales como el cártel de Sinaloa, con presencia consolidada y representantes en al menos 50 países, alianzas históricas en 24 de los 32 estados mexicanos, una estructural horizontal y redes formales e informales, sumamente complejas, a nivel global.
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