Donald Rumsfeld pasará a la historia como un criminal de guerra y un pésimo secretario de Defensa. Pero también fue el autor de varias frases sugerentes. Como su advertencia sobre las amenazas cuya existencia no solo desconocemos, sino que ignoramos que desconocemos (unknown unknowns). O cuando un veterano le preguntó cómo era posible que los transportes militares destinados a Irak careciesen del blindado necesario y respondió que “vas a la guerra con el ejército que tienes, no con el que te gustaría tener”.
Son dos sentencias útiles para Joe Biden, que el 20 de enero tomará posesión como presidente de Estados Unidos. Unknown unknowns: la crisis económica de 2008 potenció a fuerzas y partidos antisistema, tanto en Europa como Norteamérica… a partir de 2014, cuando lo peor parecía haber pasado. ¿Con qué nos sorprenderá el legado de 2020? Un solo año de crisis ha producido montañas de teorías conspirativas. Durante los siguientes cuatro, a Biden le corresponderá lidiar con efectos que aún no somos capaces de imaginar.
El presidente electo también va a la guerra con el ejército que tiene: una coalición electoral quebradiza. Minorías raciales, mujeres y jóvenes, pero también blancos acomodados, clases medias suburbanas e incluso jubilados. Les une su rechazo a la presidencia de Donald Trump, un aglutinante que a partir de 2021 perderá su efecto. Cuando intente retener a sus votantes, el Partido Demócrata se encontrará, como señaló el politólogo José Ignacio Torreblanca al respecto de la socialdemocracia europea, bajo una manta estrecha: “si se tapa los pies, le queda el pecho al descubierto, pues las clases medias y los mercados la abandonan; si se tapa el pecho, deja los pies al aire y pierde votos por la izquierda”.
La cuestión es cómo optará por taparse Biden. Fuera de EEUU existe un consenso más bien unánime: es mejor apostar por un programa económico ambicioso, que garantice el respaldo de sus bases progresistas pero además reestructure el tablero político, de forma que no se plantee el dilema de la manta en primer lugar. ¿Cómo hacerlo? Emulando al presidente demócrata más exitoso del siglo XX, Franklin Roosevelt.
Esa es la propuesta de Martin Sandbu, columnista económico del Financial Times. Solo un programa de reformas extenso, inspirado en la New Deal de Roosevelt, servirá para hacer frente a la triple crisis que afronta el país y gran parte del mundo: sanitaria, socio-económica (presente antes de la emergencia del Covid-19) y climática (que continuará cuando la pandemia esté bajo control). En una línea similar se pronuncia Peter Bofinger, profesor de economía en la Universidad de Würtzburg y miembro del Consejo Alemán de Expertos Económicos. América, señala, se ve lastrada por su inmensa desigualdad económica, producto de una recaudación fiscal deficitaria. Urge impulsar un “momento Bretton Woods” para establecer una arquitectura fiscal y monetaria funcional.
Es eso o estrellarse. La velocidad con que el Covid-19 se propaga en EEUU –en noviembre, el ritmo de contagios fue de un millón por semana– hace inevitables nuevas medidas de confinamiento. Actualmente el Congreso trabaja para finalizar otra ronda de estímulos fiscales, de en torno a 908.000 millones de dólares. Ahora que Trump ya tiene un pie fuera del Despacho Oval, el Partido Republicano ha recobrado el afán por la disciplina fiscal que suele manifestar cuando está en la oposición. Si demócratas y republicanos no llegan a un acuerdo legislativo, el 11 de diciembre el gobierno federal se verá abocado a un cierre temporal. Paul Krugman –Premio Nobel de Economía, columnista en The New York Times y fiel escudero del Partido Demócrata–, augura un boom económico si se da la combinación virtuosa de vacunas con estímulos fiscales y monetarios.
¿Es viable esta hoja de ruta? Un primer obstáculo será el obstruccionismo del Partido Republicano. Aunque los demócratas mantienen el control de la cámara baja del Congreso, queda por determinar la mayoría del Senado, a la espera de dos elecciones especiales que se celebrarán en enero en Georgia. Si la derecha retiene su mayoría, su líder en la cámara, Mitch McConnell –el republicano más influyente de la era Trump– se encargará de bloquear la agenda de Biden, como ya hizo entre 2010 y 2016 con la de Barack Obama. El tira y afloja por el plan de estímulo actual es un anticipo de la parálisis que introduciría un Senado republicano.
Para sobrepasar al legislativo, Biden puede recurrir a decretos presidenciales y órdenes ejecutivas. Entre estas propuestas, la que más interés genera es la de anular la deuda estudiantil en manos del gobierno federal, cifra que asciende a en torno un billón de dólares. La medida facilitaría la situación de muchos estudiantes y el acceso a la universidad, en un país donde el precio de la educación secundaria ha ascendido de forma vertiginosa durante las últimas décadas.
El problema es que, por sí sola, la medida solo ahondaría en la caricatura de los demócratas como el partido de las élites educativas. La mayoría de los estadounidenses no se gradúa en la universidad. Si se tomase de forma aislada, esta medida podría presentarse como un subsidio para las clases medias y medias-altas. Es la conclusión de un análisis realizado por el People’s Policy Project, un think tank que se ha desmarcado de gran parte de la izquierda estadounidense en su falta de entusiasmo por la medida. Sirva como ejemplo de esta paradoja la senadora Elizabeth Warren, una de sus principales defensoras: pertenece al ala más progresista del Partido Demócrata, pero su campaña en las primarias solo fue capaz de recabar un apoyo electoral fuerte entre estadounidenses blancos con un nivel de estudios elevado. La Casa Blanca necesitaría compaginar esta propuesta con otras que reduzcan la desigualdad económica de un modo más explícito: por ejemplo, garantizar que los fondos de rescate para el Covid-19 solo se entregan a compañías que cumplen un salario mínimo de 15 dólares por hora, con el que Biden se comprometió en su programa electoral.
El presidente electo ha mostrado poco interés por la cuestión. Biden rebajó la propuesta del líder demócrata en el Senado, Chuck Schumer, a una quinta parte de su valor (anular 10.000 dólares en deuda en vez de 50.000 por estudiante). Con esta puja a la baja, la futura administración parece menos interesada en una New Deal y más en emular las propuestas que la vicepresidenta electa, Kamala Harris, presentó en su campaña (fallida) en las primarias. Su plan consistía en perdonar deuda estudiantil… parcialmente, a cambio de que los graduados abriesen una PYME dedicada a apoyar a comunidades desfavorecidas y que dicha empresa sobreviviese durante tres años. Un ejemplo perfecto de las medidas pacatas, llenas de trabas y pretendidamente progresistas con las que el Partido Demócrata se convierte en un objeto de parodia.
De hecho, el segundo –y principal– obstáculo de cara a una agenda económica transformadora son dirigentes como Biden o Harris. Pertenecen al ala conservadora del partido y sus nombramientos económicos no buscan contentar a la izquierda. Janet Yellen –nominada como secretaria de Tesoro– es una tecnócrata respetada, pero sin una base política. Neera Tanden –Oficina de Administración y Presupuesto– es una clintonista que ha alcanzado notoriedad insultando a sus adversarios –principalmente el senador socialista Bernie Sanders– en Twitter. La puerta giratoria entre el Partido Demócrata y Silicon Valley goza de buena salud, a juzgar por los nombramientos de ex directivos de Amazon y Uber. Hablamos de compañías volcadas en procesos de explotación y arbitraje laboral, irreconciliables con las promesas de campaña demócratas.
“Este es el gran drama del Partido Demócrata”, señala el periodista Cristopher Caldwell en un largo análisis para la revista The New Republic. “Son el partido del 1%. También son el partido de expropiar al 1%”. Si las elecciones de 2016 sugerían que un Partido Demócrata cercano a las élites económicas estaba abocado al fracaso, las de 2020 ofrecen una lectura alternativa: son una victoria de los demócratas conservadores y el final de Trump, pero no del trumpismo, que ha cosechado más votos que hace cuatro años. Lo que no está claro es que el anti-trumpismo –un estilo político basado en la abundancia de denuncias morales y la carencia de propuestas alternativas– pueda mantenerse en ausencia de Trump.
A los republicanos nada les vendría mejor que cuatro años de inoperancia y medias tintas desde el gobierno federal. Biden haría bien en prepararse para la guerra, aunque se presente con un ejército frágil y rodeado de generales mediocres.