Catar es uno de los grandes aliados de Estados Unidos en el Golfo Pérsico. También de los más ambiguos. Alberga una de sus bases militares y se implica en la liberación de sus rehenes. Pero actúa siguiendo sus propias metas, y no siempre coinciden.
Sin la intervención de Catar nunca se hubiera producido la reciente liberación del periodista estadounidense Peter Theo Curtis, secuestrado por el Frente al Nusra, la rama siria de Al Qaeda, desde el año 2012. La trayectoria del pequeño emirato como intermediario en la puesta en libertad de rehenes occidentales tiene reconocimiento internacional. Contar la intervención de la mano qatarí es contar con esperanza para los retenidos.
Mientras Catar se presenta como heraldo antiterrorista, mantiene estrechos lazos con los grupos islamistas radicales que actúan como verdugos. El país busca emitir una señal clara ante Occidente: es un Estado comprometido en la lucha contra el terror −la razón para colaborar en la liberación de Curtis fue ”la creencia de Catar en […] el derecho de los individuos a la libertad y la dignidad”−. Se ha convertido en la clave para la intermediación con ramas terroristas islamistas, inalcanzables sin el pequeño emirato y, sobre todo, sin su riqueza.
EE UU no acepta pagar rescates para facilitar la liberación de ciudadanos estadounidenses. En el caso Curtis, el país se ha desligado de las negociaciones, imponiendo como única condición a Catar que no hubiera dinero de por medio. Lo más probable es que Catar desenfundara unos cuantos millones de dólares por Curtis, como se cree que ha hecho en otras ocasiones. Analistas internacionales apuntan a que Al Nusra no dejaría ir a un rehén tan valioso como Curtis solo a cambio de una palmada en la espalda.
En la polémica liberación del sargento estadounidense Bowe Bergdahl −retenido por los talibanes durante cinco años e intercambiado el pasado mayo por cinco prisioneros talibanes de Guántanamo−, Catar fue también el intermediario entre la administración Obama y el grupo afgano. Washington no llegó a detallar el rol que jugó Catar en aquella operación, y ambos países afirmaron que no se pagó ni un dólar, pero de nuevo muchos afirmaron que sí existió rescate millonario.
Se decidió la apertura en Doha, la capital catarí, de una oficina polémica: la que albergaría nuevas conversaciones entre EE UU y los talibanes como si no hubiera existido entre ellos la Guerra de Afganistán desencadenada con la Operación Libertad Duradera en 2011.
Socio inestimable
Catar es también socio de Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Omán, Bahrein y Kuwait , países a los que está vinculando dentro del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (CCEAG). Uno de los objetivos del CCEAG es emprender una política exterior homogénea como grupo, garantizando los intereses de sus miembros y la estabilidad regional. El inconveniente reside en que los socios de Catar no consideran que el emirato haya contribuido a la consecución de ese objetivo. El país se ha convertido en la oveja negra del Consejo.
Los socios de la CCEAG quisieron cambiar en noviembre de 2013 la línea exterior que sigue Catar mediante el Acuerdo de Seguridad del Golfo. Tal y como apunta Jeremy Saphiro, el emirato lleva casi una década tratando de expandir su influencia para consolidar su posición en Oriente Próximo y Norte de África, lo que ha despertado la ira de sus vecinos.
El 5 de marzo de 2014, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Bahrein retiraron a sus embajadores de Doha al considerar que Catar no había seguido los compromisos adquiridos en el Acuerdo: no injerencia en los asuntos de otros países; no brindar apoyo a grupos que amenacen la estabilidad regional; no ser anfitrión de medios de comunicación “hostiles”.
Esta tríada de condiciones casa mal con las contradicciones cataríes. Catar ha apoyado y financiado a los Hermanos Musulmanes en Egipto y Siria, además de a Hamás en Palestina. Ha entregado armas a rebeldes islamistas sirios y libios como Al Nusra. A ello se suma su política de expedir pasaportes a miembros de los Hermanos Musulmanes, como Houthi y otras figuras destacadas del Islam más radical. Todo ello rodeado por la tela de araña de la televisión estatal Al Jazeera, que retransmite continuas condenas al régimen de Al Sisi y discursos pro-Hermanos Musulmanes (un rumor muy extendido es que Catar ha financiado nuevos medios de corte islamista en la región, como Rabaa en Turquía, dirigida por los Hermanos Musulmanes egipcios).
Catar impulsa a los Hermanos Musulmanes en una apuesta por un futuro escenario regional de regímenes a su imagen y semejanza. Todo ello se lograría gracias a una serie de organizaciones y personalidades del islamismo político agradecidas a Catar por su inestimable ayuda. Incluso si estos hipotéticos regímenes acabaran por superar al poder catarí, este siempre podría hacer uso de sus ingresos para ganar favores; es su baza favorita en el tablero de juego.
De puertas para afuera Catar es el nido para las élites, cuna de la ostentación de grandes millonarios. Un país representado por la hermosa y elegante jequesa, con un emir que se gana la simpatía de los líderes de gobierno alrededor del mundo. A puerta cerrada, Catar es una monarquía hereditaria islamista y un auténtico agujero negro para los derechos humanos, con miles de trabajadores paquistaníes, indios y nepalíes explotados bajo la kafala.
El soft power catarí vende una realidad parcial y alternativa del país, pero su narrativa en política exterior ya no puede seguir ocultando el entramado de alianzas y estrategias que el país alimenta por debajo del mantel.
Hoy, Estados Unidos pide ayuda a Catar para frenar el avance del Estado Islámico. Ojos que no ven…
Julia Cadierno, internacionalista