Durante el segundo semestre de 2019, la vida política en los países latinoamericanos confirmaba la cadencia que venía configurándose en la región, con distintos ciclos a lo largo de las tres décadas anteriores, integrando las peculiaridades de la coyuntura del momento. Las elecciones propiciaban la alternancia en el gobierno (Argentina, Uruguay), pero también mostraban que a veces no canalizaban el conflicto, ya que eran manipuladas de manera que terminaban formando parte de él (Bolivia). Estallidos sociales de diversa naturaleza proliferaban en un número notable de las principales ciudades, con movilizaciones que ponían de relieve un profundo malestar ciudadano, respuesta a la arrogancia del poder político, la corrupción generalizada, las promesas incumplidas, así como la incertidumbre ante un futuro problemático, con una economía que ofrecía rasgos inequívocos de desaceleración.
Ello acontecía en un medio dominado por el mantenimiento de pautas históricas de profunda desigualdad, precariedad e inseguridad donde las narrativas, no necesariamente políticas, dibujaban un panorama de polarización extrema. Del lado institucional, el panorama se dibujaba sobre pautas arraigadas históricamente (el presidencialismo, la tibieza en los procesos descentralizadores, el arraigado papel de la corporación militar, ahora menos expuesta en público, la presencia de partidos políticos de naturaleza muy diferente). Por otra parte, Estados Unidos, relativamente ausente durante las presidencias de George W. Bush y de Barack Obama, veía disputar su liderazgo económico y comercial por la creciente presencia de China. En paralelo, la región se encontraba cerrando un periodo de agotamiento de la marea integracionista que había vivido en el último cuarto de siglo con el finiquito de Unasur, la grave crisis de Mercosur, el anquilosamiento de la Celac y la tibieza de la Alianza del Pacífico.
Al finalizar 2019, los países latinoamericanos, sin obviar las enormes diferencias que ameritan análisis individuales, ofrecían una imagen de democracia fatigada que se proyectaba en el ya citado malestar, en la desconfianza en las instituciones y en la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia imperante. La gente se identificaba cada vez menos con los partidos que fueron capturados, en formas de gobierno presidencialistas, por individuos con aspiraciones personalistas. Además, los sistemas de partidos mostraban una alta fragmentación y volatilidad electoral. En cuanto a los Estados, tras dos largas décadas de recetas neoliberales con su consiguiente achicamiento, que limitaba su posibilidad de intervención mediante políticas públicas, poseían capacidades mínimas. Ello acaecía en sociedades líquidas con altos índices de informalidad donde el imperio cultural del neoliberalismo había exacerbado el individualismo y el egotismo.
Este panorama se ha visto trastocado radicalmente cuando apenas se llega al final del primer semestre de 2020 por la pandemia del Covid-19. Si bien esta ha impactado en América Latina con cierto desfase con respecto a Europa, su alcance en términos nacionales ha sido también muy diferente en un momento en el que la región es el centro de la pandemia. Mientras que Costa Rica, Paraguay y Uruguay han tenido un nivel de infección muy limitado, el vecino de los dos últimos, Brasil, ocupa el segundo lugar en el mundo por afectados y por muertes. México, Perú, Ecuador y Chile tienen también altas tasas en términos absolutos. De Nicaragua y de Venezuela se ignora realmente el nivel de la extensión y del impacto del virus.
Una agenda política de cinco puntos
Sin dejar de reconocer la importancia de la reflexión sobre la tragedia humana que supone la pandemia, esta nota trasciende esta última para centrarse en cinco puntos a considerar, constitutivos de una agenda estrictamente política en el marco de una severa crisis económica de salida muy incierta, extendida por doquier. Constituyen un entramado de indudable urgencia para su consideración en un momento de la era exponencial, según el afortunado término de Oscar Oszlak, en el que la combinación alcanzada entre la globalización y la expansión de las tecnologías de la información y de la comunicación a lo largo de las últimas tres décadas se ha evidenciado con velocidad vertiginosa, afectando potencialmente a más de la mitad de la humanidad. La autoridad, el Estado, la nación, el liderazgo y la virtualidad institucionalizada son los lados del pentágono que configura la mencionada agenda.
Uno de los asuntos que han sido considerados en relación al significado de la autoridad se refiere al mayor o menor nivel de acatamiento de sus decisiones en un ámbito excepcional como el presente, así como en el ejercicio de los mecanismos de su control. La pulsión hacia el autoritarismo por mor de querer obtener resultados positivos, pero también de alcanzar posiciones de ventaja para el futuro, la pérdida de credibilidad de los decisores, el papel de los técnicos y el ruido mediático, han socavado las bases de la siempre frágil legitimidad. El resultado supone una merma preocupante de la confianza en la que esta se basa. Ello contribuye a incrementar el escenario de fatiga señalado más arriba.
El Estado, en un escenario previo de clara debilidad, ha visto de pronto cómo tenía que recomponer urgentemente viejas funciones. Algunas venían derivadas de quehaceres tradicionales como el control del territorio, tanto en lo relativo a las fronteras como en el ámbito interno en lo referido a la limitación de la movilidad de las personas. Pero otras se vinculaban con viejas, y fundamentales, políticas públicas, como las atinentes a la salud de ingentes cantidades de personas desprovistas de toda cobertura. Impedir que no se produjera el colapso sanitario fue la primera de ellas. En seguida ganó espacio alguna nueva, como la propuesta del ingreso básico universal. Sin embargo, la crónica fragilidad presupuestaria de ese Estado abre una discusión inaplazable vinculada con su financiación.
La débil configuración de esas comunidades imaginadas que son las naciones y que había sido cuestionada en los últimos tiempos por cuestiones identitarias basadas en lo étnico, fundamentalmente, pero también en lo religioso y en el género, cobró de pronto un insólito vigor. Arropado todo el mundo en la bandera nacional, se trataba de cerrar filas frente a un desconocido enemigo que venía de afuera. La retórica patriótica llenó las locuciones públicas con palabras vinculadas a un supuesto esfuerzo bélico como defensa, o con programas movilizadores en favor de la unidad basados en la proclama “Juntos saldremos”. Igualmente, y en conjunción con el punto anterior, la lógica de la centralización se impuso bajo la idea de una sola nación. La vuelta a un nacionalismo añejo impregna las soflamas políticas, confundiendo la solución a los problemas del presente con recetas del pasado de claro interés sectario.
En países en los que el presidencialismo es el régimen de gobierno imperante, el liderazgo viene condicionado por el propio proceso de elección presidencial, así como por las facultades y experiencia de quien alcanza la presidencia. El alejamiento del mundo partidista, la pugna con los otros poderes del Estado y, consecuentemente, el dominio de la escena política son rasgos habituales del presidencialismo en la vida política latinoamericana. Una crisis como la presente proyecta una gama variopinta de respuestas presidenciales en función de los diferentes contextos y, a su vez, una utilización política de la pandemia diferente. Hoy hay datos suficientes para saber que la opinión pública valida, sobre todo, las actuaciones de Alberto Fernández, Nayib Bukele, Carlos Alvarado e Iván Duque, y condena las de Jair Bolsonaro, Lenin Moreno, Nicolás Maduro y Daniel Ortega. Sebastián Piñera y Martín Vizcarra permanecen en un escenario de claroscuros.
Por último, la pandemia ha evidenciado en qué medida las transformaciones hacia lo virtual se han enseñoreado del quehacer cotidiano de la gente a través de las comunicaciones interpersonales, del trabajo en casa y del entretenimiento en los hogares. Sin embargo, en el ámbito del juego político se registra una pereza notable a la hora de dar el salto en dos niveles como son la operatividad de las instituciones y la participación de los individuos. A lo largo de los últimos meses, la casi total inactividad de poderes del Estado controladores como el legislativo y el judicial ha sido la nota dominante para una mayoría de los países, junto con la parálisis de la administración pública. Asimismo, se han tenido que aplazar los comicios presidenciales y legislativos en Bolivia y en República Dominicana, al igual que el plebiscito constitucional chileno, desactivando la voz ciudadana al primarse su supuesta seguridad. En paralelo, el activismo en redes sociales de buena parte de la sociedad apenas si tiene su correlato en instancias públicas donde la participación ciudadana no está reglada.
Excelente nota!
Excelente información. Desde Nicaragua escribo, la verdad que las autoridades oficiales dicen que todo esta normal; sin embargo gran parte de la población toman medidas de protección individuales ante la pandemia incluso se están acatando medidas propuestas por presidentes de Costa Rica y El Salvador, así como por ONGs en el país.