El Derecho Internacional es claro. La resolución 1541 de las Naciones Unidas establece que para superar el delito de lesa humanidad que constituye el colonialismo, tanto la integración (estadidad) como la separación (independencia) son opciones igualmente válidas siempre que el proceso esté en consonancia con la democracia, la soberanía del ciudadano y el orden constitucional. Sin embargo (véase Cataluña), en Puerto Rico, donde el movimiento estadista propone convertir Puerto Rico en el Estado 51 de la Unión Federal de Estados Unidos, el independentismo expone su propuesta separatista argumentando que la independencia es un imperativo moral, un destino sagrado y manifiesto que está por encima incluso de la voluntad popular.
En el plebiscito del 11 de junio en Puerto Rico, celebrado en medio de la peor crisis fiscal de la historia de la isla, la participación apenas llegó al 23%, según un registro electoral no depurado cuyo núcleo real de electores hábiles elevaría ese dato al 33%, mayor que los porcentajes de los plebiscitos que dieron viabilidad a la integración de Alaska y Hawái en EEUU. La estadidad obtuvo el 97% de los votos y la independencia, el 1,7%.
La interesante conclusión de Rubén Berrios, presidente más de cuatro décadas del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), que en las elecciones de 2004, 2008, 2012 y 2016 apenas logró el 3% de los votos mínimo legal para retener su franquicia electoral, fue que la estadidad murió en el plebiscito. El PIP de hecho boicoteó la consulta, lo que abrió el espacio para que el grupo Marchemos representara la independencia en su forma tradicional y en su modalidad de Libre Asociación. También cantó victoria el Partido Popular Democrático (PPD), partícipe del boicoteo y defensor del statu quo: el Estado Libre Asociado Territorial/Colonial, definido así por el gobierno americano en el caso Sánchez Valle vs Gobierno de Puerto Rico (2016). “Ganó el boicoteo”, señaló Héctor Ferrer, presidente del PPD.
En Cataluña, el nacionalismo separatista pretende obviar la importancia de respetar un orden constitucional legítimo que requiere que la secesión de cualquiera de las Comunidades Autónomas que componen España sea avalada por todos los demás socios y constituyentes. En Puerto Rico, el independentismo, también nacionalista, se inscribe en la tradición del modelo de sociedad centralista y dirigista, cuyos partidarios reivindican la soberanía del Estado y el colectivismo, y no la soberanía del ciudadano y las libertades del individuo propias de la tradición liberal. Eso le lleva a diseminar un discurso populista que desprecia o minimiza el alcance del sufragio. Es una prédica esencialmente basada en el nacionalismo ideológico y sus premisas de purismo cultural que le distancian de EEUU y su ciudadanía jurídica, atesorada por la inmensa mayoría de los puertorriqueños. Esto último hace del independentismo puertorriqueño un movimiento notablemente más pequeño que el separatismo catalán.
Contrario a por ejemplo Francia y Holanda, que permitieron que sus territorios caribeños se integraran a la metrópolis con plenitud de derechos civiles y políticos, EEUU, aunque formalmente alegue lo contrario, aplica una política de mantener territorios en el Pacífico y a Puerto Rico e Islas Vírgenes en el Caribe. El resultado del plebiscito del 11 de junio, aceptado ya por el enigmático y contradictorio gobierno de Donald Trump, es solo un paso en la estrategia del estadismo puertorriqueño, de tradición liberal y reivindicador del valor de la soberanía ciudadana y la importancia de votar por el presidente americano y tener representantes y senadores en Washington, y para el cual la estadidad es un reclamo de derechos civiles, pues el Estado Libre Asociado territorial es discriminatorio.
Para los estadistas, EEUU es ya una federación multicultural en la que residen 5,5 millones de puertorriqueños en los 50 Estados, una cantidad mayor a los 3,5 millones que viven en la isla. Según su visión, la cultura puertorriqueña y su idioma español no están ni estarán en riesgo, como lo demuestra el hecho de que ni un solo puertorriqueño ha dejado de serlo por residir en los 50 Estados en los que aplica la enmienda 10 de la Constitución Federal que permite que toda competencia no reservada al Congreso la determinarán los Estados, y eso incluye el idioma oficial del gobierno, por lo que continuarán siendo como ahora: el español y el inglés.
Para complementar ese resultado, que tiene y tendrá fuertes detractores en Puerto Rico y en Washington, lo siguiente será, según ha anunciado el gobernador Ricardo Rosselló, del Partido Nuevo Progresista (PNP), activar el Plan Tennessee. Se trata de una protesta de carácter civil por medio de la cual si el Congreso de EEUU tarda en responder al reclamo de estadidad, el gobierno del territorio colonial designa a sus congresistas y senadores y los envía a Washington en actitud de cabildeo, exigencia y desobediencia civil. Esta estrategia se utilizó con éxito a partir de 1796 en Tennessee y después en Michigan, Oregón, Kansas, Iowa, California y, en el siglo XX, en Alaska en 1959. En Washington DC no ha sido efectivo. Hay una diferencia, sin embargo. Washington DC es una ciudad, y las ciudades en el constitucionalismo americano no tienen derecho a ser Estados. Puerto Rico es un territorio no incorporado, y son los territorios los que constitucionalmente pueden optar por la igualdad ante la ley de la estadidad.
La lucha está planteada. El ELA territorial es un fantasma imperial/colonial. El independentismo apuesta por el rechazo metropolitano de la estadidad por razones raciales/culturales y la imposición, desde el Congreso Federal, aún en contra de la voluntad de los puertorriqueños, de la independencia. El movimiento estadista apuesta por que prevalecerá la exigencia mayoritaria de igualdad ante la ley, pues EEUU no puede presentarse como el paladín mundial de la democracia y defender los derechos civiles de, por ejemplo, sirios, iraquíes, venezolanos y cubanos residentes en Cuba, mientras mantiene a 3,5 millones de ciudadanos americanos bajo un régimen de discriminación jurídico-política. Por lo pronto, Puerto Rico votó por la estadidad.