Entre 2007 y 2008, debido a una fatídica convergencia de factores adversos –cosechas precarias, aumento de los precios del crudo y los fertilizantes, el boom de los biocombustibles…–, 33 países limitaron sus exportaciones para proteger su “soberanía alimentaria”. Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Las restricciones dispararon los precios del arroz (116%), el trigo (40%) y el maíz (25%), según estimaciones del Banco Mundial. En Malaui, Zambia y Zimbabue las protestas y disturbios callejeros dejaron decenas de muertos.
Ahora, la pandemia del coronavirus ha venido en el peor momento posible para la región subsahariana, donde 265 millones de personas sufren desnutrición severa. Una familia media en casi cualquier ciudad africana gasta la mitad de sus ingresos en comida. El ejemplo de China, primer país golpeado por la epidemia, no augura buenos tiempos: las amenazas que se ciernen sobre las cadenas de suministro globales ya han causado que en lo que va de año los alimentos hayan subido un 15 y 22% en el país asiático.
Si muchos gobiernos intervienen en los mercados, una escalada global de precios como la de 2010-11 podría ser inevitable. La tensión de esos años dejó huella, sin embargo, y muchos aprendieron la lección. Hasta ahora solo 19 países han restringido sus exportaciones, un proceso que suele crear círculos viciosos de represalias arancelarias y acaparamiento. Mientras que la crisis de 2007-2011 afectó al 11% del comercio internacional de calorías, ahora esa cifra no ha superado el 3%, según el International Food Policy Research Intitute de Washington.
Aunque Rusia y Kazajistán han reducido su exportación de granos, India y Vietnam de arroz y Filipinas y Egipto de trigo, en abril 22 de los 164 países miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que representan el 63% de las exportaciones mundiales agroalimentarias se comprometieron a no intervenir sus mercados. En paralelo, los ministros de Agricultura de 25 países latinoamericanos y caribeños han firmado un acuerdo vinculante para garantizar el suministro de 620 millones de personas.
Cuatro quintas partes de la población mundial depende en alguna medida de alimentos importados, por los que en 2019 se pagaron unos 1,5 billones de dólares, tres veces más que en 2000. En los últimos 30 años, las exportaciones de alimentos se han sextuplicado. Mientras la población mundial se duplicaba, la producción agroindustrial se ha triplicado. El sector en su conjunto mueve unos ocho billones de dólares anuales, el 10% del PIB global, y da empleo a más de 1.500 millones de personas.
Pero nada garantiza que esa relativa estabilidad vaya a durar. Puede que la actual calma sea la que precede a las tormentas. Según el último índice Nomura de vulnerabilidad alimentaria –que califica 110 países según su exposición a las oscilaciones de los mercados, PIB per cápita, tasas de importaciones y los gastos de comida en el consumo de los hogares–, los 50 países más vulnerables son casi todos de ingresos bajos, en los que viven casi las tres quintas parte de la población mundial.
Fuente: Nomura Food Vulnerability Index 2019
Cisnes negros
En mercados muy estrechos, cualquier incidente imprevisto pone nerviosos a los traders y provoca oscilaciones bruscas en los índices de futuros de la Bolsa de Chicago. Y en esta crisis abundan. Los brotes del virus en varias plantas de procesamiento de carne han reducido un 25% la oferta de carne de cerdo en Estados Unidos. En marzo, los puertos de Rosario, que canalizan el 80% de las exportaciones de granos y carne de Argentina, cerraron una semana por otro brote. Una docena de grandes exportadores –entre ellos EEUU, India, Rusia y Vietnam– dominan la producción de los llamados staples: alimentos básicos como el trigo y el arroz. Los aranceles de la Unión Europea en el sector son cuatro veces mayores que los que aplica a las importaciones no agrícolas.
Según Olam International de Singapur, el segundo mayor comercializador mundial de arroz, solo cuatro o cinco países producen más arroz del que consumen. Los países más dependientes de las importaciones suelen mantener reservas de granos para unos tres meses. Ahora la precaución aconseja aumentar esas reservas a cuatro o cinco.
Nadie quiere que una eventual escasez de forrajes, fertilizantes, pesticidas o malas cosechas le sorprenda con la guardia baja. Y no es el único flanco vulnerable. La industria alimentaria es una de las más globalizadas que existen. ADM, Bunge, Cargill, Louis Dreyfus, AmBev, JBS o Cofco operan, como las grandes petroleras, a escala planetaria. En la última década, dos de las seis mayores fusiones empresariales fueron entre compañías de alimentos y bebidas.
Nubarrones en el horizonte
La gran hambruna de Bengala de 1943 se cobró 1,5 millones de vidas y la de China entre 1959 y 1961, entre 15 y 45 millones. Hoy solo el 11% de la población mundial no tiene lo suficiente que comer, frente al 36% en 1970, porque, entre otras cosas, en el último medio siglo los precios no han dejado de caer en términos reales. Ahora la ONU advierte que la pandemia, que ha disparado las compras por pánico y el acaparamiento, puede duplicar, hasta los 265 millones de personas, la población con riesgo de desnutrición. En 2019, 135 millones en 55 países y territorios enfrentaban inseguridad alimentaria severa.
Incluso en ciudades como Chicago y Ginebra, las colas de gente esperando recibir donaciones de comida de centros de ayuda –públicos o caritativos– se extienden ciertos días a largo de kilómetros. En los países más pobres, los alimentos suponen entre el 40-60% de la canasta de consumo, unas cinco o seis veces más que en economías avanzadas. África importa más del 25% de los cereales que consume.
Varios países de África occidental gastan más del 50% de sus ingresos por exportaciones en comprar alimentos. Antes de la pandemia, un 25% de la población subsahariana no tenía suficiente comida, el doble que cualquier otra región. Sean Granville-Ross, director para África de Mercy Corps, teme que el desplome de la economías, el cierre de las fronteras y la interrupción de las ayudas humanitarias pueda provocar más muertes que el propio virus.
Si se producen hambrunas no será por escasez de alimentos, sino por la ruptura de las cadenas de suministro y la falta de mano de obra por el fin del tráfico agrícola migrante, que puede dejar pudrirse en el campo toneladas de cosechas no mecanizadas desde California a Inglaterra.
La desglobalización que viene
En noviembre de 2008, George W. Bush congregó en Washington una cumbre del G20 cuya declaración final fue clave para atenuar los efectos de la crisis financiera, al frenar las pulsiones proteccionistas partiendo del principio de que los compromisos mutuos se traducen en soberanía efectiva.
Eran otros tiempos. Ahora ya casi nadie quiere subirse a la montaña rusa de la hiperglobalización. Ruchir Charma, estratega global de Morgan Stanley, escribe en The New York Times que la pandemia está comprimiendo en cinco o 10 semanas un proceso de introversión que iba a tardar entre cinco o 10 años en condiciones normales. Ya en 2019 las importaciones de China cayeron un 17% en EEUU. Desde 2017, los aranceles medios a las que se enfrentan han subido del 3,1% al 20%.
El consiglieri comercial de Trump, Robert Lighthizer, culpa al comercio internacional de la crisis pandémica, al haber exacerbado la dependencia de EEUU de medicamentos y equipos de protección sanitarios. Un 30% de las exportaciones de EEUU tienen componentes importados: algodón, acero, semiconductores, turbinas, máquinas herramienta… Lighthizer sostiene que Wall Street puso la cuenta de resultados por delante de los intereses nacionales, causando “la pérdida de cinco millones de puestos de trabajo, desestructuración familiar, alcoholismo, sobredosis de opioides y desesperación”.
En 1970, un 40% de la fuerza laboral de EEUU trabajaba en el sector manufacturero. Hoy esa cifra es menos de uno. La nostalgia de esa era explica la popularidad de Trump en los Estados del Rust Belt o “cinturón del óxido”, el antiguo corazón de la industria pesada y la siderurgia del país.
El 14 de mayo, en una entrevista en Fox Business, Trump dijo que no sabía si era peor la OMS o la OMC por su servilismo ante China, y que el país se ahorraría 500.000 millones de dólares anuales si dejaba de comerciar con ella. En enero, el secretario de Comercio, Wilbur Ross, dijo que el coronavirus, que entonces parecía confinado a China, aceleraría el regreso del empleo. A principios de mayo, el senador republicano Josh Hawley presentó una propuesta de resolución para retirar al país de la OMC, una las organizaciones vertebradoras del sistema multilateral surgido de Bretton Woods y que regula el 95% del comercio mundial.
En la cámara baja, los demócratas Peter DeFazio y Frank Pallone han presentado una propuesta similar, pese a que hoy el PIB per cápita de EEUU es un 45% mayor que cuando se creó en 1995 la OMC, el organismo que heredó la sede en Ginebra y las estructuras administrativas y misiones del GATT. Según Hawley, los privilegios de China como “país en desarrollo” en los criterios de la OMC son un fraude que han impulsado su ascenso a expensas de EEUU. Desde el colapso de su última gran ronda negociadora en 2008, la OMC está paralizada de facto.
La ley de la selva
Si la OMC no existiera, habría que inventarla para no dejar al comercio mundial a merced de las leyes de la selva. Ya pocos se cuidan de guardar las apariencias. El gobierno federal de EEUU ha concedido 354 millones de dólares a una empresa emergente para que produzca en Virginia fármacos genéricos. Mientras tanto, Apple, Whirpoool y Stanley Black & Decker descartan más externalizaciones para evitar riesgos políticos, robos de propiedad intelectual e inestabilidad laboral. Compañías rescatadas con dinero público van a exportar contraviniendo las normas sobre subsidios de la OMC, cuyo papel arbitral y de guardián del orden multilateral está cada vez más devaluado por su irrelevancia.
El presidente francés, Emmanuel Macron, ha advertido de que “delegar” el suministro alimentario y de productos médicos es “una locura”. Su ministro de Finanzas, Bruno Le Maire, apela al “patriotismo económico” para que los franceses consuman productos nacionales. Cuando Ursula von der Leyen anunció un fondo de 750.000 millones de euros para reactivar la economía europea, dijo que la inversión diversificaría las fuentes de suministro europeas para hacerlas menos dependientes de pocos países. Estaba claro a quién se refería.
Entre 2000 y 2014 las importaciones europeas de China se han cuadruplicado. La UE ha aprobado ayudas estatales para compañías que fabriquen en territorio comunitario baterías de ión-litio y componentes microelectrónicos. Según el comisario de Industria, Thierry Breton, ese fondo va a ser el “brazo armado” de la defensa de la soberanía económica europea.
Adi Dassler ya no es un ejemplo
Adidas, que solo fabrica el 5% de sus productos en Alemania, depende de suministros de 630 compañías de 52 países. Generaciones enteras de ejecutivos alemanes querían seguir los pasos del legendario Adi Dassler, el fundador de la compañía. Ahora, después del cierre masivo de aeropuertos, fábricas y tiendas, el economista alemán Thomas Straubhaar ha declarado a Der Spiegel que nunca tuvo mucho sentido producir en China, “arriesgando frívolamente” tecnología y propiedad intelectual.
Según un reciente sondeo que cubre 12 industrias globales, 10 de ellas –incluyendo la del automóvil, semiconductores y equipos médicos– están ya desplazando sus cadenas de suministro, la mayor parte fuera de China. Japón está ofreciendo 2.000 millones de dólares a compañías que saquen sus plantas de China y las lleven de regreso al archipiélago nipón.
Maurice Obstfeld, execonomista jefe del FMI, explica que se necesitaron 60 años para recuperar los niveles de integración económica internacional de 1913. Un siglo después, por primera vez, el comercio entre países en desarrollo superó al volumen que mantenían entre sí los países desarrollados. Y en 2019, la suma de las exportaciones e importaciones globales representaron más del 50% del PIB mundial, de acuerdo con Our World in Data. Ahora, tras la pandemia, su volumen podría caer, según diversas estimaciones, un 15%, una tasa tres veces mayor de lo que caerá el PIB global.