Frantz Fanon, profeta de la negritud
“Para que trabajaran sus esclavos con ganas en esa tierra de sopores, el padre Jean-Baptiste Labat les decía que antes de venir a la Martinica él era negro y que Dios le volvió blanco en recompensa por el fervor y sumisión con que había servido a sus amos en Francia…”
Eduardo Galeano, “Macouba 1699”, en Memorias del fuego I (1982)
Las protestas en Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd por la policía de Minneapolis el pasado mayo, que sacaron a las calles a cientos de miles de personas desde Nueva York a California para decir que las vidas negras importan, suponen uno de esos raros momentos que obligan a una nación a replantear su identidad para hacer audibles las voces minoritarias y de los marginados.
John Trudell (1946-2015), poeta de la nación dakota y expresidente del American Indian Movement, solía decir que los pueblos nativos de EEUU eran la tribu invisible, que al estar desposeída, los blancos “no podían ver”: por no tener, no tenían siquiera nombre. Los términos “indio” o “nativo” no existían antes de 1492. Muchos nombres de los pueblos originarios americanos –hopis, iniuts, dinés, runas…– significaban simplemente “gente”. Algo similar sucedió con los descendientes de yorubas, lucumíes o bantús, entre otros, cuyas identidades étnicas originales se fundieron en un conjunto amorfo al que unía el color de piel.
En el centro del diseño original del Gran Sello de la Unión –que propuso un comité integrado por Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y John Adams, y algunos de cuyos símbolos han sobrevivido hasta hoy, como el ojo de la providencia en el triángulo radiante que figura en el dólar– figuran los escudos heráldicos de las seis naciones europeas sobre la que se constituía la nueva república: Inglaterra, Escocia, Irlanda, Francia, Alemania y Holanda.
Amnesia europea
El pasado esclavista ocupa un lugar marginal en el imaginario colectivo europeo. Hasta que Adam Hochschild no publicó King Leopold’s Ghost en 1998, a nadie parecía extrañar en Bruselas la presencia ubicua de las estatuas ecuestres de Leopoldo II, el monarca que embelleció la capital belga expoliando el Congo, del que fue soberano, fundador y único propietario entre 1885 y 1908.
Según un sondeo de 2019, un 30% de los británicos cree que las antiguas colonias estaban mejor cuando formaban parte del imperio. En Francia, que ha eliminado el término “raza” de la Constitución, el memorial en París dedicado a los deportados a los campos de concentración nazis no menciona que la mayoría de las víctimas fueran judías. Lo único destacable era que fueron franceses.
Solo este año, 60 después de la independencia, el rey de los belgas “lamentó” los actos de crueldad en el Congo y fue derribada en Bristol y arrojada al mar la estatua de un notorio tratante de esclavos, Edward Colston. En Barcelona la de otro, Antonio López y López, fue retirada por decisión del consistorio de la capital catalana en 2018.
Emmanuel Macron ha sido el primer presidente francés que ha reconocido que el colonialismo en Argelia fue un “crimen contra la humanidad”. Solo en 1999 Francia admitió que había habido una guerra en su antigua colonia magrebí. Y en 2009, con ocasión de una visita de Muamar Gadafi a Roma, el gobierno italiano autorizó el estreno de Lion of the Desert (1982), del director sirio Mustafá Akkad sobre la lucha del caudillo rebelde libio Omar al Mukhtar contra las fuerzas coloniales de la Italia fascista. Según diversas estimaciones históricas, en los 60 años de colonialismo italiano, desde Libia a Etiopía y el Cuerno de África murieron casi un millón de personas por las guerras, deportaciones e internamientos forzosos.
En España, el actual director de la Real Academia de la Lengua, Santiago Muñoz Machado, publicó en 2019 un libro con un título no muy políticamente correcto para los tiempos que corren: Civilizar o exterminar a los bárbaros, sobre los contrastes entre la colonización británica y española de las Américas.
Según el académico indio Sankaran Krishna, el olvido oficial obedece a una política de “amnesia voluntaria”. No resulta extraño. En su Discurso sobre el colonialismo (1950), el poeta martiniqués Aimé Cesaire escribió que, en el fondo, lo que no se perdonaba a Hitler era haber aplicado en Europa métodos que hasta entonces las potencias europeas solo habían utilizado en sus colonias contra las razas de color.
Según escribe Adrienne Brown, profesora de la Universidad de Chicago, en The Black Skyscraper (2017), los códigos sociales no escritos y las relaciones internacionales de su país están basados en conceptos eurocéntricos y “racializados” que crean dicotomías antagónicas imaginarias: civilizado-salvaje, desarrollado-subdesarrollado, moderno-primitivo…
Andrew Carnegie, el filántropo fundador del Carnegie Endowment for Intertnational Peace, creía que si los pueblos anglosajones se unían, traerían al mundo una era de justicia y paz. Esa ideología supremacista explica, entre otras cosas, que entre 1899 y 1902 la represión contra los rebeldes filipinos de las fuerzas de ocupación de EEUU se cobrara unas 200.000 vidas de civiles en la excolonia española. La sombra del racismo es alargada. En 2019, el 90% de los asesinatos relacionados con grupos extremistas fueron cometidos por fanáticos de extrema derecha.
El crisol caribeño
En Island on Fire (2020), sobre la rebelión en Jamaica de 1831 que codujo a la abolición de la esclavitud en el Imperio británico, Tom Zoellner estima que solo en el siglo XVIII la trata llevó desde África al continente americano a casi 6,5 millones de esclavos. Unos 350.000 fueron directamente a las plantaciones de Virginia, Georgia y las Carolinas, dos millones a colonias caribeñas británicas como Jamaica y Barbados, y el resto a las francesas, españolas, holandesas y portuguesas.
En el llamado Siglo de las Luces, la trata hizo ganar fortunas a marinos, comerciantes, prestamistas y dueños de astilleros, destilerías e ingenios azucareros. En 1776, en vísperas de la independencia de las 13 colonias, la riqueza nominal de una persona blanca media, según Zoellner, era de unas 42 libras esterlinas en Inglaterra y de 60 en América del Norte. En Jamaica era de 2.200.
Entre 1700 y 1800, el consumo de azúcar en Inglaterra aumentó de cuatro a 20 libras per cápita, 10 veces más que en Francia. Ciudades como Londres, Liverpool, Bristol, Nueva York, Filadelfia, Burdeos, Nantes, Le Havre, Port-au-Prince y La Habana, entre otras, debían el esplendor y prosperidad que alcanzaron en esos años a la industria del azúcar que alimentaban los brazos esclavos en las plantaciones antillanas.
Voltaire, cuya estatua frente a la Académie Française en París acaba de ser retirada para evitar que siga siendo objeto de actos vandálicos, fue accionista de La Compañía Francesa de las Indias Orientales, fundada en 1664, cuyas fragatas armadas comerciaban esclavos entre Europa, África y América en la década de 1740, cuando el escritor invirtió en ella. En Foreing Policy, Nabila Ramdani recuerda que en sus Lettres d’Amabed (1769) describió a la africanos como “animales”, solo un poco por encima de los monos.
El filósofo escocés David Hume escribió que en Jamaica los negros educados solo repetían como “loros” lo que habían aprendido de sus amos. En 1843, Alexis de Tocqueville sostuvo que aunque los negros tenían derecho a ser libres, los colonos también tenían derecho a no ser arruinados por su liberación. De hecho, las grandes plantaciones se mantuvieron intactas tras la abolición.
Las jerarquías de sangre permeaban todo el tejido social colonial caribeño. Según escribió el historiador cubano Manuel Moreno Fraginal en El Ingenio (1978), la Iglesia recibía el 5% de la producción de azúcar por enseñar resignación a los negros porque la esclavitud encadenaba a sus cuerpos, no a sus almas. Una tez más o menos oscura o clara lo determinaba casi todo. Los testimonios de viajeros de la época aseguraban que los békés –colonos criollos ricos de Guadalupe y Martinica, posesiones francesas desde 1762– salían de sus casas solo después del crepúsculo para que el sol no oscureciera su piel.
Pero nada era del todo claro. En Haití eran negros los mulatos pobres y mulatos los negros libres adinerados, aunque pocos de ellos conseguían los documentos que les permitían tocar a una mujer blanca sin correr el riesgo de que les cortaran la mano. Las guerras de los llamados cimarrones (maroons en inglés y nègres marrons en francés), que tras huir de las plantaciones se armaban en selvas y montes, se prolongaron desde 1728 hasta finales del siglo XIX, cuando se abolió la esclavitud en Cuba (1880) y Brasil (1888).
Solo en la guerra de independencia de Haití, que dio origen a la primera república negra del mundo en 1804, se perdieron unas 350.000 vidas. En un informe de 1833 dirigido al rey Luis Felipe I de Francia, la comisión real que lo redactó señaló que las masacres de civiles indefensos tras la invasión de Argelia mostraban que los franceses habían superado “en barbarie a los bárbaros que habíamos venido a civilizar”. En su biografía de Engels de 2010, Tristam Hunt recuerda que el socio de Marx escribió que la conquista francesa de Argelia favorecía “el avance de la civilización”.
Retrato del rebelde adolescente
De ese bullente universo social emergió la figura del escritor, psiquiatra y activista político martiniqués Frantz Fanon (1925-1961), discípulo de Aimé Césaire, cuyo Les damnés de la terre (1961), que prologó Jean-Paul Sartre y fue traducido a 19 idiomas, es un texto clásico de la literatura política de la descolonización. Para Sartre y Fanon, la violencia en la guerra argelina era una respuesta inevitable a una historia de violencia colonial.
El menor de ocho hermanos, Fanon nació en Fort de France en 1925 en el seno de una familia mulata de clase media y que, como muchas, vivía en la frontera entre la cultura de la metrópoli y la creole caribeña. En la isla, que recién se convirtió en un departamento de ultramar francés en 1983, los békés solo empleaban el creole –en Martinica una mezcla de francés, holandés, español, inglés y dialectos africanos– para hablar con sus sirvientes.
Fanon recordaba que en su infancia la imagen de los békés a caballo con un látigo en la mano, símbolo de los privilegios de las dinastías terratenientes de la isla, seguían intimidando a los creoles. Con 18 años se escapó de casa para enlistarse en las fuerzas de la Francia Libre del general De Gaulle, con las que combatió en Marruecos, Argelia, Francia y Alemania.
Fanon es una figura aun enigmática y elusiva. Si debe considerársele martiniqués, antillano, francés o argelino –o simplemente negro– es una cuestión aún irresuelta. Según Césaire, Fanon eligió ser argelino: “Vivió, luchó y murió” como tal, decía. Los argelinos, cuyo nacionalismo se autodefine como árabe-islámico, otorgaron a Fanon en 1963 el premio nacional de las Letras de forma póstuma, pero a veces le hacían sentirse más extranjero que en Lyon, donde estudió psiquiatría.
La propia vida de Fanon explica la fascinación que ha ejercido entre generaciones de activistas de izquierda, los últimos de ellos los seguidores del movimiento Black Lives Matter. Cuando en marzo de 1945 el ejército aliado se aprestaba a cruzar el Rin, entre los cientos de miles de soldados coloniales británicos y franceses se encontraba un joven antillano condecorado con la Croix de guerre por su valentía en los campos de batalla de Alsacia. Pero ni él ni sus compañeros de color pudieron desfilar con los ejércitos victoriosos en Alemania. Los antillanos de las “viejas colonias” eran tratados como semi-europeos y llevaban los mismos uniformes que los demás soldados franceses, pero en las celebraciones aliadas, la consigna de los altos mandos militares fue que tropas debían ser “blanqueadas”. Por una cuestión de prestigio.
En su tesis de psiquiatría y primer libro –Peau noire, masques blancs (1952)–, Fanon sostuvo que en el sistema racial-colonial los colonizados debían adoptar las “máscaras blancas” del colonizador en la pirámide pigmentocrática, en la que el vértice solo podía ser inmaculadamente caucásico.
Un destino argelino
Cuando fue designado en 1952 al hospital psiquiátrico de Blida en Argelia, descubrió que la escuela psiquiátrica colonial había tipificado a los árabes de “primitivos, fanáticos y fatalistas” porque según sus teorías el islam era una “patología mental” que hacía a las masas musulmanas “impermeables a la civilización”.
En noviembre de 1954, tras el estallido de la guerra anticolonialista, Fanon entró en contacto con el Frente de Liberación Nacional (FLN). De día trataba a los oficiales de la fuerzas coloniales y por las noches enseñaba a los insurrectos a mantener la sangre fría y soportar las torturas.
En 1956, expulsado de Argelia, se refugió en Túnez para trabajar en el aparato propagandístico del FLN. Como embajador itinerario del gobierno argelino en el exilio, conoció a Kwame Nkrumah en Ghana, a Patrice Lumumba en Congo, a Sékou Touré en Guinea y a Léopold Senghor en Senegal. Después de una campaña en el Sáhara para abrir un tercer frente en Argelia, los médicos le diagnosticaron leucemia, de la que murió a los 36 años.
Los condenados de la Tierra
En 1961, Fanon se comprometió a entregar un manuscrito al editor francés François Maspero, que ya había publicado en 1959 su segundo libro, Año V de la revolución argelina. El texto final fue Les damnés, obra póstuma porque su autor murió el 6 de diciembre de 1961 en un hospital de Maryland. Cuando sus restos retornaron a Argelia, fueron escoltados por columnas del FLN hasta el Cementerio de los Mártires en Chouhada.
En un tour de force biográfico, David Macey (1949-2011) –uno de los historiadores británicos más brillantes de su generación y autor de estudios fundamentales sobre Paul Nizan, Jacques Lacan y Michel Foucault– navega con consumado tacto y sentido común para desbrozar la mitología que se tejió en torno a Fanon, trazando las coordenadas –históricas, políticas, sociales y culturales– que permiten entenderle en un minucioso fresco histórico sobre la Francia de la posguerra.
Los actuales son buenos tiempos para releer a Macey y Fanon, que escribió que él mismo descubrió que era “negro” en Francia: la “negritud” no existe como tal, sino que es algo que uno descubre en la mirada del otro, observó.