En sus comparecencias ante los medios de comunicación durante la crisis del Covid-19, el premier británico, Boris Johnson, utiliza un atril en el que se leen las siguientes frases: “Quédate en casa. Salva vidas. Protege al NHS [Servicio de Salud Nacional, por sus siglas en inglés]”. Para Johnson, como para el resto de británicos, el sistema público de salud es motivo de orgullo y una seña de identidad nacional. No en vano, la supuesta fragilidad del NHS fue uno de los factores determinantes de la victoria del Brexit.
El ejemplo británico ilustra un sentimiento mucho más profundo y extendido: la salud pública de calidad constituye uno de los bienes públicos más fundamentales de los que puede dotarse una sociedad. Una red de seguridad frente al llamado –de forma elocuente– “gasto catastrófico”. Solo cuando un ciudadano se ha enfrentado a la posibilidad pavorosa de enfermar o arruinarse por carecer de atención sanitaria gratuita, es capaz de valorar en su justa medida este pilar de los Estados de bienestar modernos. Cerca de 100 millones de personas se ven abocadas cada año a la pobreza extrema por tener que pagar de su bolsillo los servicios de salud. A estos se suman 930 millones de personas que dedican al menos un 10% del presupuesto familiar a gastos de salud.
Esta es la descripción simple de lo que supone la Cobertura Sanitaria Universal (CSU). Una definición más canónica es la de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que describe la CSU como “el mecanismo por el cual las autoridades sanitarias aseguran que todas las personas reciben los servicios sanitarios que necesitan”. Entre estos se incluyen estrategias de promoción de la salud (políticas antitabaco, por ejemplo), prevención de la enfermedad (calendarios de vacunación) y atención sanitaria terapéutica y de rehabilitación.
La definición genérica de la…