«O petróleo é nosso». Con ese lema nace la campaña de nacionalización del petróleo en Brasil en la década de los cincuenta, que sienta las bases para la creación de Petrobras en 1953. Empresa pública, responsable de administrar el monopolio estatal sobre hidrocarburos en el país, y que empieza como una apuesta estatista de desarrollo económico envuelta en un fuerte discurso nacionalista.
Petrobras, sin embargo, no ha sido la única creada en este contexto. Otras empresas pública tuvieron el mismo carácter, como la Compañía Siderúrgica Nacional, la Compañía Vale do Rio Doce (minería, 1942) o el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES, 1952). El modelo en vigor entonces era el de un Estado que intervenía en sectores considerados estratégicos para el desarrollo económico y, más específicamente, industrial del país. Este proceso ha sido acompañado por la realización de grandes obras de infraestructura, financiadas por el Estado, pero ejecutadas por contratistas nacionales como Odebrecht, Andrade Guitérrez, Camargo Correa, Mendes Júnior, las tres primeras directamente vinculadas a los escándalos recientes en la petrolera.
A este patrón de desarrollo impulsado por grandes empresas públicas que controlan sectores considerados estratégicos para el desarrollo del país se suma en Brasil el problema de un sistema de partidos extremadamente fragmentado, con la presencia de 28 partidos en el Congreso (en la legislatura 2010-2014 eran 22). La consecuencia más evidente de este fenómeno es el aumento significativo de los costes políticos para que el partido que controla la presidencia pueda formar mayorías legislativas. En general, se requiere la formación de coaliciones amplias entre partidos no coherentes ideológicamente o sin un principio o plataforma política común.
La clave de la crisis de Petrobras se encuentra, de ese modo, en la combinación entre un capitalismo oligopólico liderado por el Estado y un Congreso fragmentado. El primer término de la ecuación favorece relaciones no muy transparentes entre el capital estatal y grandes empresas que, desde su origen, han dependido de recursos y de inversión pública para crecer. Todas las constructoras involucradas en el escándalo de Petrobras han sido sistemáticamente beneficidas por contraros de obras públicas de infraestrcutura desde su surgimiento (y receptoras de créditos de miles de millones de dólares del BNDES). Se puede decir, por tanto, que contituyem un subproducto de ese mismo capitalismo liderado por el Estado. Por esa razón, sería equivocado pensar (como sugieren algunos) que este es un problema exclusivo del gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). Sus raíces son más profundas y se relacionan con los intereses constituidos al interior del Estado brasileño.
El otro término de la ecuación, el uso de empresas públicas o concesionarias de servicios públicos para beneficios políticos, no es una novedad. El escándalo de corrupción en Brasil inmediatamente anterior, el caso Mensalao, presentaba como característica básica el desvío de fondos de Correos con el objetivo de la compra de apoyo político de partidos y diputados en el legislativo federal. Por tanto, el escándalo de Petrobras no es ninguna novedad en términos de como se hace política en Brasil, más bien saca a la luz un modus operandi de la política de negociación de apoyos en un contexto de alta fragmentación institucional del legislativo.
En los próximos cuatro años, habrá que gobernar con un Congreso todavía más fragmentado. En témrinos concretos, esto representará la necesidad de movilizar más recursos políticos –cargos, ministerios y quizá otros médios de financiación dudosos– para obtener el apoyo político necesario para alcanzar una mayoría mínima. Sin este soporte del Congreso, será muy difícil garantizar el funcionamiento del nuevo gobierno de Dilma Rousseff. Cabe señalar que no se trata de un colapso del gobierno o una crisis en la institucionalidad del Estado. Lo que piede pasar, si el PT y la presidenta Rousseff no adoptan otra estrategia de negociación política, es una parálisis decisoria o la imposibilidad de llevar a cabo reformas necesarias para devolver a Brasil a un patrón de crecimiento económico sostenible.
Tras su destitución de la presidencia de Petrobras, Maria das Graças Foster, amiga de Rousseff, ha sido sustituida por Aldemir Bendine, antiguo director del Banco de Brasil, y una persona con un alto prestigio por su gestión. Sin embargo, el acto simbólico de elegir un gestor competente, y reconocido por los mercados como tal, no es suficiente para garantizar un cambio significativo en la situación actual. La clave está en la complicada imbricación entre la política de intervención económica del Estado brasileño (utilizando Petrobras y BNDES con fines políticos y estratégicos), la intensa fragmentación partidaria y compra de votos de congresistas, así como la relación «fisiológica» entre grandes contructoras y el Estado. Un simple recambio de dirección de la principal empresa del país, por tanto, no puede hacer frente a prácticas consolidadas de cómo se maneja la política y la economía en Brasil. Urgen más reformas, entre las cuales la reforma política, con una reducción drástica en el número de partidos, quizá sea la más fundamental.