Imaginemos un país cuya primera novela ocurre en el infierno. Supongamos que se trata de un relato de género fantástico-político, plagado de demonios y brujas. Conjeturemos que el escenario de esa novela inicial es un submundo que replica al “país de arriba” y donde el protagonista es instruido por el mismísimo Satanás (o por uno de sus ministros). Cualquiera diría, supongo, que una narrativa nacional que empieza de ese modo constituiría un presagio ominoso para su país.
Pues bien, ese es el diabólico caso de Chile. Aunque existen un par de precedentes, nuestra primera novela “en forma” es Don Guillermo, de José Victorino Lastarria (1818-1888). El protagonista de esta narración alegórica, publicada en 1860, es don Guillermo Livingston, un inglés ingenuo y honrado. Una noche, al pasar frente a la cueva del Chivato en Valparaíso, don Guillermo es secuestrado por un enorme macho cabrío que lo arrastra a un submundo de Chile llamado Espelunco. En tan espeluznante antro los brujos –que son quienes dominan el país desde las sombras– le exigen a don Guillermo que se someta. De lo contrario, amenazan con coserle todos los orificios del cuerpo para convertirlo en un imbunche.
Nuestra primera novela nacional retoma ese antiguo mito mapuche –el imbunche– transformándolo en metáfora de una castración aumentada. El imbunche no puede oír, ver, oler o hablar. Tampoco puede orinar o defecar, por lo cual es de suponer que convivirá con sus propios excrementos atascados (símbolos de su rabia y frustración). Porque pese a todo el imbunche, mágicamente, vive. De esta manera, los brujos del “país de abajo” encierran dentro de su propia piel a quienes se resisten a ellos.
Don Guillermo se resiste pero, ayudado por su propia ingenuidad y por una hechicera llamada Lucero, logra zafarse y huir perdiéndose en los vericuetos de ese submundo. Mediante este tradicional truco narrativo el protagonista y los lectores de esa novela, logramos conocer Espelunco lo bastante como para advertir sus semejanzas con el “país de arriba”. Peor aún, notamos que Espelunco no solo se parece al Chile de entonces sino también al de ahora mismo.
En una de las escenas más divertidas del libro, don Guillermo se topa con un demonio llamado Asmodeo (cuya picardía y cinismo parecen una cruza del diablo cojuelo con el Mefistófeles del Fausto). Este demonio y el protagonista asisten escondidos a un conclave que reúne a religiosos y miembros de un partido conservador. Los curas y políticos concurrentes proclaman sus buenas intenciones y se golpean el pecho. Mientras el diablo en las sombras toma notas y murmura comentarios sarcásticos: “De todos ellos no se puede hacer un buen demonio”.
Mirándolo escribir, el ingenuo don Guillermo le pregunta a Asmodeo si acaso es periodista. El diablo responde: “¡Qué disparate…! ¿Me has visto cara de chorlito o de escritor, que es lo mismo? Mira, en este país […] nadie lee a los escritores, ni entre ellos mismos, porque nadie sabe leer, aunque algunos sepan decorar”.
Las premoniciones y semejanzas diabólicas con el presente no terminan ahí. En otro capítulo, don Guillermo se asoma a un círculo infernal donde “se ocupaban al parecer en dictar la Constitución política…, pues se oía vibrar una o muchas voces que exclamaban: “… la mejor de las constituciones [es esa] que más fácilmente puede ser desobedecida y burlada por los que mandan, mediante una sabia interpretación”. Sabiduría diabólica que deberían tener en cuenta los creyentes en que una nueva Constitución solucionará los problemas de Chile.
Del mismo averno emerge otra voz maligna que recomienda: “Enseñad a esperarlo todo de la voluntad de los que mandan…”. Mientras un tercer diablo declama este presagio escalofriante: “No hay leyes buenas si son malos los hombres encargados de aplicarlas: corromped el corazón de los hombres y no tendréis que temer de las reformas”.
En sus mejores momentos, esta olvidada novela chilena recuerda un poco a la magistral El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Como él –aunque sin su genio– Lastarria concibió una alegoría diabólica para formular una amplia crítica política a su tiempo. En primer lugar, es una crítica a la república conservadora de mediados del siglo XIX. Pero además, en esta fábula el gran liberal que fue Lastarria expresó su desaliento por la torcida aplicación de sus ideales que hizo el régimen posterior, en el cual participó. Y sus conclusiones fueron –son, hasta hoy– iluminadoras.
La hechicera Lucero le dice a don Guillermo: “Aquellos monstruos que aprisionan a la libertad no son sino una alegoría de la verdad. Esos monstruos […] son la sociedad misma, porque en ella está la ignorancia, la mentira, el fanatismo y la ambición: circulan en su sangre”. Don Guillermo protesta porque con esas palabras la hechicera que antes lo salvó, ahora está minando su fe en el poder de la libertad. Pero ella lo corrige: “La libertad es la justicia misma y existe en la naturaleza del hombre”. ¡Ay de quienes desprecian y no leen los libros antiguos, porque se pierden advertencias tan sensatas y actuales como aquellas! Más sabe el diablo por viejo que por diablo.