El debate sobre el Estado de la Unión es un paso más hacia una democracia europea más participativa y transparente. Sin embargo, solo es un ejercicio útil en la medida en que acertemos en el diagnóstico para dar con las recetas adecuadas, y después tengamos el coraje de aplicarlas.
El diagnóstico no deja dudas. La situación actual de la UE no es buena. La pandemia global ha sido un golpe imprevisible, que se suma a algunos déficit que la Unión arrastra desde hace años por falta de decisión política. El ejemplo más evidente y doloroso es el de la gestión común de la migración, para la que aún no hemos oído una propuesta concreta de la Comisión Europea. Pero también me refiero a unos instrumentos incompletos para gestionar la zona euro, unos indicadores obsoletos para medir el desarrollo económico y social y unos recursos propios minúsculos. Además, el abuso de la unanimidad en el Consejo nos aboca a la inacción en la escena internacional, cuando nuestra estabilidad depende en gran medida de la de nuestros vecinos y del éxito de los organismos multilaterales.
Con todo, contamos con importantes recursos para hacer frente a la crisis inesperada. El primero, la experiencia acumulada. Finalmente los agoreros de la austeridad han reconocido su error, y hoy afrontamos esta crisis con recetas muy diferentes a las de 2008, que anteponen el bienestar de las personas, con soluciones solidarias que al mismo tiempo sienten las bases para un futuro más sostenible y más justo. En su discurso, la presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, reflejó bien esta nueva filosofía que inspira toda la acción del ejecutivo comunitario, y que anda en boga por los pasillos comunitarios bajo el término “resiliencia”. Contamos además con unas instituciones sólidas y con unos valores que el mundo necesita y por los que en muchos lugares la ciudadanía todavía tiene que batirse y tomar las calles: la paz, el Estado de Derecho, los derechos humanos y la cooperación para resolver los problemas.
Por eso, la cuestión fundamental que se nos plantea es decidir si apostamos por Europa: si aportaremos los fondos que necesitará en los próximos siete años, y si confiamos en el método comunitario para ganar en eficacia. Pronto comenzará la Conferencia sobre el Futuro de Europa, pero no podemos esperar a sus conclusiones para decidir. La gente responsabiliza a la Unión de problemas sobre los cuáles no tiene capacidad de acción. Démosle la capacidad.
Al gran reto de la transformación ecológica y digital se suma ahora afrontar los efectos sanitarios, sociales y económicos de la pandemia, que son muchos. Llevamos décadas hablando de los recursos propios. El grupo de los Socialistas y Demócratas en el Parlamento Europeo pide insistentemente un impuesto a las transacciones financieras que podría recaudar hasta 50.000 millones de euros. Sería una forma de aumentar los ingresos directos de la UE sin poner pesadas cargas a los gobiernos, y sin gravar a los trabajadores y las trabajadoras, sino que sería una forma de que los grandes movimientos financieros y los especuladores contribuyeran al interés general. Circulan otras propuestas en la mesa y todas se pueden estudiar. Pero es hora de decidir. Solo así podemos invertir en la transición ecológica y digital, atendiendo también a la dimensión social.
La Comisión Europea ha asumido el objetivo vinculante de reducir al menos un 55% los gases de efecto invernadero antes de 2030. Es una buena noticia, por la que hemos peleado mucho en la Eurocámara. Sin embargo, en la lucha contra el calentamiento global y el deterioro de la biodiversidad no podemos abandonar a las personas. Tan importantes son las leyes de la transición ecológica como las que desarrollen el pilar social. Por eso, con igual fuerza exigimos una estrategia contra la pobreza que incluya la garantía infantil, y una directiva para el salario mínimo. En ese sentido, la presidencia de turno alemana del Consejo ha asumido la propuesta socialdemócrata de un sistema de renta mínima y está incluido en el programa de trabajo de la Comisión.
Además, debemos reformar el marco de gobernanza económica. Suspender el pacto fiscal hasta 2022 fue una decisión acertada de la Comisión para mitigar el golpe de la pandemia, como también abrirse nuestra propuesta de una “regla de oro” para la inversión sostenible.
La cohesión social es una de nuestras señas de identidad, y debemos protegerla, lo mismo que la convergencia. La crisis originada por la pandemia es una amenaza real a nuestras sociedades, porque puede originar brechas insalvables una vez abiertas. Estamos a tiempo de evitarlo con una red social potente, que entre otras aborde las desigualdades de género, pero también de acceso a la tecnología.
Pero todo esto no podemos hacerlo si por el camino perdemos nuestros valores, como está sucediendo en Hungría y Polonia, donde está en jaque la independencia del poder judicial y la dignidad de las personas LGTBI. De ahí nuestra insistencia en crear un mecanismo del Estado de Derecho vinculado al presupuesto. La presidenta Von der Leyen hizo un discurso acertado reivindicando tolerancia y respeto a la diferencia, pero seguimos esperando alguna medida concreta para atajar de manera eficaz esta deriva.
El estado de la Unión depende, en gran medida, de un saludable equilibro en el triángulo institucional. El Parlamento ha estado a la altura desde el inicio de la crisis, mostrando unidad más allá de las diferencias ideológicas y nacionales, y presionando para una respuesta coordinada en áreas tan sensibles como la libertad de movimientos o la compra de material sanitario. La Comisión ha respondido a tiempo en el corto plazo y con un buen programa de trabajo. Falta que se convenzan algunos de los gobiernos en el Consejo.