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Soldado ucraniano de la 24ª Brigada en las afueras de Zolote, en la provincia de Lugansk en Ucrania, el 27 de enero de 2022. WOLFGANG SCHWAN/ANADOLU AGENCY/GETTY

Por qué la soberanía de Ucrania es vital para España

Debemos evitar el conflicto en Ucrania, pero no a cualquier precio. Está en juego el sistema de valores de las relaciones internacionales del siglo XXI. Tolerar y aceptar un chantaje suele ser la mejor manera para que se siga practicando.
Josep Piqué
 |  27 de enero de 2022

¿Qué se nos ha perdido en Ucrania? Esta es una pregunta habitual que se hacen muchos ciudadanos españoles ante el temor de vernos involucrados en un conflicto de consecuencias hoy por hoy difíciles de calibrar.

Suele argumentarse que Ucrania no es miembro de la Unión Europea ni pertenece a la Alianza Atlántica y que, por consiguiente, no tenemos ninguna obligación de solidaridad. Máxime si se trata de un conflicto con Rusia, que tampoco forma parte de esas instituciones multilaterales.

Sin embargo, lo que no se puede –ni es coherente– es pedir solidaridad a la hora de recibir fondos europeos, de estar bajo el paraguas del Banco Central Europeo (BCE) o de transferir nuestra seguridad a otros, y luego no sentirse concernidos ante un conflicto que afecta muy directamente a los intereses vitales de socios y aliados, que se sienten, con razón, directamente amenazados. Como dice el refranero, hay que estar a las duras y a las maduras. Y hay que preguntarse por qué aquellos países que se sacudieron el yugo de la Unión Soviética sienten la necesidad de protegerse ahora ante Rusia.

No se trata de que la OTAN haya impulsado, con su política de puertas abiertas, su ampliación. Han sido esos países los que han solicitado su incorporación a la Alianza, ante la amenaza de que su soberanía se viera de nuevo sometida a los designios de Rusia, con el argumento de que Moscú debe garantizar su seguridad. Como se establece en los principios de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la seguridad de unos no puede menoscabar la seguridad de otros, y no es aceptable la doctrina de las esferas de influencia.

 

«Hay que preguntarse por qué aquellos países que se sacudieron el yugo de la URSS sienten la necesidad de protegerse ahora ante Rusia»

 

En cualquier caso, se dice, con razón, que un conflicto abierto implicará graves problemas económicos que obstaculizarán la recuperación después de la crisis pandémica. Sería inevitable una subida de precios y una escasez de recursos energéticos que empeoraría, aún más, la actual situación en términos de crecimiento e inflación, reduciendo drásticamente el margen de actuación para la política monetaria y, por tanto, también de la política fiscal, al retirarse las actuales políticas de estímulo practicadas por los bancos centrales. El impacto sobre el crecimiento, el empleo y la inflación sería muy doloroso también para Occidente y, en particular, para una Europa muy dependiente del gas y el petróleo rusos.

A todo ello se añadirían los efectos derivados de las sanciones económicas y financieras recíprocas que, en caso de conflicto, se ha anticipado que serían “drásticas y masivas”.

La conclusión es que debe evitarse el conflicto, aunque la pregunta obligada subsiguiente es cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ello.

Es obvio que debe dársele un margen a la diplomacia para encontrar una salida a la actual situación sin tener que aceptar hechos consumados, basados en la amenaza militar. Tampoco pueden aceptarse las demandas de Rusia, más allá de abrir un diálogo constructivo sobre la arquitectura de seguridad en Europa, mediante concesiones recíprocas. Esa ha sido la respuesta –la única razonable– por parte de Estados Unidos y de la OTAN.

Conviene a todos, pues, que se reduzca sustancialmente la posibilidad de una escalada que haga inevitable el conflicto. En este sentido, son positivos los esfuerzos de Francia y Alemania en el marco del grupo de Normandía –que incluye a Rusia y Ucrania– para recuperar la vía abierta y no consumada de los acuerdos de Minsk II. Es importante que esta iniciativa no genere división en la respuesta que debe dar la OTAN, encabezada por EEUU, y la respuesta de la UE. Si esto se produjera, Rusia ya habría cubierto dos objetivos: debilitar el vínculo atlántico y dividir y debilitar a la UE. Algo que para España sería profundamente negativo.

Evitarlo solo se consigue si Rusia asume que los costes de una intervención pueden ser muy superiores a los eventuales beneficios de la misma. Dicho de otro modo, si recibe un claro mensaje de unidad, fortaleza y determinación por parte de Occidente. La unidad es, pues, fundamental. Y no es obvia. Las motivaciones de EEUU pueden no coincidir con las europeas e introducir contradicciones en el seno de la OTAN y de la propia UE.

 

«La unidad ante Rusia es fundamental, pero nada obvia: las motivaciones de EEUU pueden no coincidir con las europeas e introducir contradicciones en el seno de la OTAN y la UE»

 

Para Washington lo que está en juego es el orden mundial derivado de su victoria en la guerra fría y su estatus como la mayor superpotencia global. Un mensaje débil y acomodaticio en Ucrania sería una señal inequívoca de la ausencia de la determinación necesaria no solo para contener el revisionismo ruso, sino para algo aún más importante: contener el expansionismo chino en el Pacífico. Una respuesta que evitara el conflicto a cambio de claros beneficios para Rusia en su objetivo de sentar las bases de un “nuevo Yalta” y aceptar el principio de las esferas de influencia y la doctrina de la “soberanía limitada” sería letal para la continuidad de EEUU como potencia global.

Volveríamos al mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial que permitió a la URSS y al Pacto de Varsovia intervenir contra sus propios “aliados”, tanto en Hungría en 1956 como en Checoslovaquia en 1968. El reparto, otra vez, de Europa sería dramático para aquellos países que reivindican, con razón, su independencia y su soberanía para decidir cuál es su política interior y exterior.

El mayor temor de EEUU es, en definitiva, que la aceptación de esta situación, aunque solo sea de facto, implique reforzar la percepción de China de que Asia también puede formar parte del concepto de esferas de influencia y que la respuesta estadounidense, dados sus problemas internos y la división de su sociedad, sería la misma ante una eventual intervención militar en Taiwán.

Una ocupación de la isla minaría definitivamente la confianza en EEUU de sus aliados en el Indo-Pacífico y comportaría su adaptación a una nueva realidad geopolítica dominada por la superpotencia china, que desplazaría y reduciría a EEUU a la condición de potencia atlántica.

En definitiva, un nuevo orden mundial en el que Occidente tendría que asumir que las normas aplicables no son las que se pretende que sean universales. Es decir, quedarían suspendidas normas como la renuncia a la amenaza del uso de la fuerza, salvo que sea defensiva, el respeto al Derecho Internacional y a los derechos humanos, la defensa de la democracia como forma de gobierno más adecuada para responder a las necesidades e intereses de los ciudadanos, sin abuso de poder y arbitrariedad, sin garantías por parte del poder político, o la superioridad de una economía de mercado basada en la propiedad y la iniciativa privadas como mejor manera de asignar los recursos.

Supondría renunciar a los valores que inspiran las sociedades abiertas donde los derechos individuales son inalienables frente a unos hipotéticos derechos colectivos interpretados desde un poder político totalitario.

Por todo ello, para EEUU es literalmente vital dar una respuesta adecuada y suficientemente disuasoria a la actual situación en Ucrania. Están en juego Taiwán y el futuro de su presencia en el Indo-Pacífico y, por tanto, su estatus de potencia global.

 

«Hoy por hoy, y por mucho tiempo, la OTAN es indispensable para que los europeos podamos ver garantizadas nuestra seguridad y nuestra defensa»

 

Lógicamente, Europa no puede ver las cosas de la misma manera. Los europeos deben aspirar a ser una potencia relevante en el nuevo escenario geopolítico, lo que implica avanzar de forma real y tangible en su proyecto político de integración. Esto solo es posible si se percibe como un sujeto político capaz de desarrollar una auténtica política exterior común, de seguridad y defensa.

En este contexto, cobra todo su sentido el debate sobre la llamada “autonomía estratégica” y su progresiva definición a través del Strategic Compass o brújula estratégica presentado por la Comisión Europea y que debe ser aprobada durante la presidencia francesa de este semestre.

Sin embargo, por mucho que se avance en tal sentido, no es realista ni deseable hacerlo al margen o en paralelo a la Alianza Atlántica. Hoy por hoy, y por mucho tiempo, la OTAN es indispensable para que los europeos podamos ver garantizadas nuestra seguridad y nuestra defensa. Dicho de otro modo: el vínculo atlántico sigue siendo fundamental. Para ello, EEUU debe constatar una clara voluntad europea de consolidarlo mediante un creciente refuerzo del pilar europeo en el seno de la Alianza, compatible con el desarrollo de una capacidad europea para intervenir en conflictos que no correspondan al ámbito natural de la OTAN. La definición del nuevo Concepto Estratégico en la Cumbre de la OTAN en Madrid, del 29 al 30 de junio próximos, debería ser una oportunidad para recoger todos estos elementos.

No es menos cierto, asimismo, que los costes de un conflicto serían claramente mayores para Europa que para EEUU, dada nuestra dependencia energética y nuestra mayor fragilidad económica. Incluso la apuesta europea por el multilateralismo y el mantenimiento de las cadenas globales de valor puede chocar con las recurrentes tentaciones estadounidenses por el proteccionismo o, también, por un eventual decoupling entre Occidente y el bloque autoritario encabezada por China y su alianza cada vez más estrecha con Rusia.

 

«Los costes de un conflicto serían claramente mayores para Europa que para EEUU, dada nuestra dependencia energética y nuestra mayor fragilidad económica»

 

Europa debe calibrar si todos esos costes son superiores a los que se derivarían de la aceptación de facto de un nuevo orden mundial. Siendo evidente que EEUU y la UE no tienen exactamente los mismos intereses, sí que tenemos unos objetivos comunes derivados de unos valores también comunes. De ahí el claro interés en que la diplomacia acierte. Pero no al coste estratégico a medio y largo plazo de asumir un nuevo orden en el que Europa –y por tanto España– saldrían perdiendo, en un vano intento de evitar los costes a corto plazo.

Las políticas de apaciguamiento ya mostraron sus límites en el pasado y frente a los países totalitarios –por definición, insaciables– acaban llevando a un conflicto inevitable de consecuencias inimaginables.

Eso es lo que podemos acabar perdiendo en Ucrania. Y concierne a España más directamente de lo que pueda parecer. No solo por nuestras obligaciones de lealtad y solidaridad con la OTAN y la UE, sino porque está en juego el sistema de valores que va a prevalecer en las relaciones internacionales.

Tolerar y aceptar un chantaje suele ser la mejor manera para que se siga practicando.

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