En los 25 años que han transcurrido desde la caída del muro de Berlín, Polonia se ha convertido en la historia de éxito del mundo pos-comunista. Su impresionante despegue económico –un crecimiento anual medio superior al 4% ha convertido al país en la sexta mayor economía de la Unión Europea– y su fuerte defensa en una política exterior atlanticista pueden servir como ejemplo en una Europa en la que los nuevos miembros cada vez adquieren una voz más pronunciada. Como observa Marcin Piatkowski, del Banco Mundial, “Polonia acaba de vivir los mejores 20 años en los 1.000 años de su historia.” ¿Cuáles son las claves del ascenso de Polonia?
En el terreno de la política exterior, Varsovia se ha consolidado como uno de los más fieles apoyos de Washington en el viejo continente. Polonia contribuyó a la guerra de Afganistán con 2.600 soldados, apoyó la invasión de Irak a nivel diplomático y militar, y es de los pocos miembros europeos de la OTAN que cumple con el requisito de mantener su gasto en defensa por encima del 2% del PIB. Este atlanticismo tiene su origen en el recuerdo de cuatro décadas vividas a la sombra del Kremlin y la percepción de que Estados Unidos es, en contraste con Rusia, un garante de independencia.
En el plano económico, el milagro polaco resulta, principalmente, de la conversión de la economía del país en un apéndice de la de Alemania. Hoy Polonia es el principal suministrador de automóviles, piezas mecánicas, e incluso textiles para los gigantes industriales alemanes. Las exportaciones constituyen un 46% de la economía polaca; entre un 30 y un 40% de las mismas a su vez se convierten, tras su paso por el vecino occidental, en exportaciones alemanas. El estrechamiento de lazos con Alemania ha acabado con la animosidad histórica que los polacos han sentido, no sin razón, hacia un vecino con propensidad a invadir su país. A finales de 2011 Radoslaw Sikorski, entonces ministro de Exteriores, sorprendió a sus vecinos exigiéndoles un liderazgo más enérgico dentro de la UE.
Como planta de ensamblaje de Berlín, Polonia se ha valido de dos recursos especialmente útiles. El primero es el mantenimiento de una moneda propia, lo que permite a la mano de obra polaca mantener competitividad (con un sueldo medio que continúa siendo un tercio del de la Europa afluente, Polonia resulta más rentable que China para los inversores alemanes). El país fue el único en la UE que hizo frente a la crisis de 2008 con una combinación –bastante exitosa– de devaluación y estímulos. El segundo recurso es la inversión europea, que ascenderá a un total de 106.000 millones de euros entre 2014 y 2020. Los fondos estructurales han servido, entre otras cosas, para renovar la infraestructura y fomentar la inversión en el país.
Pero no todo el monte es orégano, tanto para el país como para la unión en la que se ha integrado con tanto éxito. Para mantener su crecimiento actual, Polonia necesita mantener una moneda devaluada y sueldos bajos. La inversión en I+D no es lo suficientemente ambiciosa como para lograr que el país suba en la cadena alimenticia de producción. Por encima de todo, como señala Mitchell Orenstein, Polonia se ha convertido en un prototipo de la Europa que desea Angela Merkel: conservadora en lo monetario, austera en lo fiscal, y firmemente anclada en la órbita económica de Alemania. Aunque para un vecino con una moneda propia este modelo parezca viable, para el sur de Europa, que desde 2011 aplica con disciplina las lecciones austeras que imparte Berlín, el resultado es un fracaso.
La sintonía con Alemania, sin embargo, no se extiende al mundo de la política exterior. Polonia, al frente de los europeos del este que exigen una línea dura con Vladimir Putin, se ha encontrado con socios reacios en Berlín. Y también en el resto de Europa. Esta por ver si el auge de Polonia en la UE transforma la unión, asentando su giro conservador en lo económico y modificando sus relaciones con Rusia. O, por el contrario, si la integración de Polonia en Europa modera las preferencias de Varsovia.
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