A lo largo de las tres últimas décadas, la centralidad de los municipios como instancias fundamentales de gobierno en América Latina no ha dejado de crecer. A pesar de ello, la capacidad del poder local para transformar la realidad socio-económica de las ciudades es limitada. La acción municipal se ve acompañada por la de otros actores sociales y económicos, así como por la intervención de diferentes instancias de gobierno, conformando regímenes urbanos complejos y de naturaleza multiescalar. Por otro lado, la diversidad de realidades en las ciudades latinoamericanas en cuanto a organización político-administrativa, mecanismos de participación democrática, modelos de planificación urbana o nivel de desarrollo económico, es tan amplia que la identificación de tendencias comunes se convierte en un objetivo inalcanzable.
En cualquier caso, cabe preguntarse por la relación entre la acción de los gobiernos locales y la desigualdad social. Si bien es cierto que las raíces estructurales de la desigualdad social se sitúan fuera del marco específico de actuación de los gobiernos locales, también lo es que desde este nivel es posible intervenir de forma directa no solo a través de las políticas sociales, sino también impulsando actuaciones desde el campo del urbanismo, el medio ambiente o las políticas de empleo.
En la mayoría de las ciudades latinoamericanas, la desigualdad social y la pobreza se manifiestan con gran crudeza, concretándose territorialmente en espacios urbanos fuertemente segregados. Una segregación que se hace evidente no solo en la polarización del hábitat residencial, sino también en la provisión de los equipamientos y servicios urbanos básicos, en la forma que afecta la violencia a los distintos barrios o en la diversidad de condiciones medioambientales dentro de una misma ciudad.
Frente a esta realidad, las políticas urbanas continúan con frencuencia alineándose con el paradigma económico hegemónico, centrado en promover un crecimiento considerado como condición indispensable para favorecer el descenso de los niveles de desigualdad social y pobreza. Anclados en esa visión, se han impulsado megaproyectos urbanos que han transformado importantes áreas de las ciudades para destinarlas a usos terciarios y/o residenciales de alto nivel, se han construido nuevas infraestructuras de transporte (aeropuertos, autopistas, etcétera) o se han aprobado proyectos de intervención en áreas urbanas de gran valor histórico y patrimonial con el fin de destinarlas al consumo turístico.
Estas actuaciones, a veces lideradas municipalmente y otras no, han contado en cualquier caso con la implicación mayor o menor de los diferentes niveles de gobierno y el desarrollo de diversas formas de colaboración público-privado. Raramente esta búsqueda de la competitividad urbana ha resultado compatible con la consecución de una mayor justicia social y un reequilibrio territorial. Desde los años noventa son numerosos los investigadores urbanos que, tanto en América Latina como en España, han abordado el estudio de las coaliciones por el crecimiento promotoras de este tipo de políticas, así como de las consecuencias de su aplicación sobre la estructura socio-espacial de las ciudades.
Pero a la vez, no son pocas las ciudades en las que se han desarrollado políticas urbanas de nuevo cuño, cuyo objetivo prioritario es la articulación de una lógica socio-económica y territorial diferente, alejada de la dirigida exclusivamente a la búsqueda del crecimiento y la competitividad. Por ejemplo, políticas de promoción de la participación popular y de profundización democrática (presupuestos participativos, nuevos mecanismos de gestión descentralizada); para garantizar derecho a la vivienda (políticas de vivienda social, rehabilitación); de respaldo a nuevas iniciativas económicas (cooperativismo y otras experiencias de economía comunitaria); para asegurar unas condiciones medioambientales dignas (medidas contra la contaminación atmosférica, de relocalización de asentamientos construidos sobre o próximos a suelos inundables, muy contaminados); o destinadas a garantizar que los servicios (agua, electricidad) y equipamientos esenciales (educación, sanidad, cultura, deporte, parques) alcancen al conjunto de la ciudad. El listado podría extenderse con otros ejemplos referidos al transporte y la movilidad o los problemas ligados a la seguridad y la violencia.
El origen de una parte sustancial de estas políticas se encuentra en las reivindicaciones de los movimientos urbanos que no han dejado de cumplir un papel esencial en las ciudades. En ocasiones su fortaleza y capacidad organizativa y movilizadora ha llevado a los gobiernos locales a asumir sus propuestas o, al menos, una parte de ellas. En otros casos, estos movimientos han alimentado directamente la creación de partidos políticos o candidaturas ciudadanas que han accedido a los gobiernos locales. Cuando sus planteamientos y propuestas políticas se ven acompañados por la acción de los gobiernos nacionales y/o de nivel intermedio, su potencial transformador se intensifica. De una u otra forma, la mayor parte de estas políticas formarían parte del conjunto de iniciativas que en los últimos años plantea la posibilidad de establecer una estrategia democrática y económica alternativa a la agenda neoliberal que en décadas pasadas fue hegemónica en la región.
En todo caso, el debate sobre el papel que cumplen los gobiernos locales en la lucha contra la desigualdad social en las ciudades latinoamericanas continúa abierto. Su capacidad de actuación no es ilimitada, pero sí muy notable, y las consecuencias derivadas de que sus políticas prioricen unos u otros objetivos incidirán directamente sobre los niveles de desigualdad social y, específicamente, sobre los procesos de producción y reproducción de la pobreza.