Después del inesperado anuncio de cambios constitucionales en Rusia y la renuncia del gobierno, la pregunta de si el putinismo terminará con Vladímir Putin se ha vuelto de golpe retórica. El presidente dejó claro en su discurso del estado de la nación el 15 de enero que nadie irá a ninguna parte, a pesar de la posterior renuncia del primer ministro, Dmitry Medvédev, y de su gobierno, y el rápido reemplazo de este por un tecnócrata de perfil bajo, Mijaíl Mishustin.
La sugerencia casual de Putin de que la posición y el papel del insignificante y hasta hace poco sin vida Consejo de Estado debería estar consagrado en la Constitución solo puede significar una cosa: Putin está preparando una nueva posición para él dentro de esa estructura. Si el estatus del Consejo de Estado recibe un impulso, el presidente podría asumir la condición de líder nacional y jefe de esa estructura, que desempeñaría el papel de una administración presidencial o un gobierno paralelos.
Así que imaginen el siguiente cuadro: Putin como jefe del Consejo de Estado y padre de la nación; Medvédev como presidente, tras unas elecciones anticipadas celebradas después de que las reformas constitucionales sean aprobadas por la población en referéndum; y un tecnócrata –Mishustin– como primer ministro.
Medvédev ya ha demostrado su lealtad a Putin y que sabe aceptar la jerarquía: previamente intercambió su puesto con Putin entre 2008 y 2012 para permitir a este superar el límite constitucional de dos períodos presidenciales consecutivos. En su nuevo cargo como jefe adjunto del Consejo de Seguridad, Medvédev no será el subordinado del secretario del consejo, Nikolai Patrushev, sino el de su presidente: Putin. Esto significa que Medvédev es vicepresidente de facto, un buen trampolín para ascender al puesto de presidente (otra vez). Él y Putin podrían incluso llegar a un acuerdo entre caballeros: Putin será responsable de todo lo bueno, mientras Medvédev responde por todo lo malo.
Después de todo, el descontento con las condiciones socioeconómicas del país está en alza, y podría crecer rápidamente durante los cuatro años que quedan para las elecciones presidenciales de 2024. Por ahora, desde luego, esto es una mera hipótesis. Putin no reveló ningún detalle, pero un punto es evidente: no va a permitirse el convertirse en un pato cojo.
Al proponer que el Parlamento debería en un futuro confirmar al primer ministro, Putin canaliza la irá del público hacia los futuros presidente, primer ministro y presidente del Parlamento, dado que ahora compartirán la responsabilidad del nombramiento de los ministros de gobierno y, en consecuencia, de sus fracasos. Esta propuesta de reforma también muestra que cualquier ilusión de que Putin pueda sugerir a alguien de corte liberal para esa posición, como Alexéi Kudrin, forman parte del reino de la utopía.
El anuncio de Putin de que el nuevo ministro será el antiguo jefe del Servicio de Impuestos, Mishustin, fue sorprendente y nada sorprendente a la vez. Nada sorprendente porque Mishustin es un candidato pro-Putin ideal: el servicio fiscal tiene lazos estrechos con los servicios de seguridad, y su ayuda ha sido solicitada para resolver todo tipo de problemas, incluyendo conflictos comerciales. Con su adopción de tecnología digital, también se considera una estructura del Estado bien engrasada y que funciona sin problemas.
Al mismo tiempo, el nombramiento ha sido contraintuitivo: Putin nombró a alguien que nadie esperaba. Ciertamente, la gente apostaba por un tecnócrata, pero pensaban en alguien como el viceprimer ministro responsable de digitalización, Maxim Akimov. Mishustin no aparecía en el radar de nadie. Ahora, con su ayuda, Putin va a construir un país que se parecerá al Servicio Federal de Impuestos: con informes e inspecciones, activos asegurados y –si fuese necesario– la digitalización del país entero.
De las reformas constitucionales puestas en marcha por Putin, lo que es verdaderamente importante y va a cambiar de manera profunda las cosas es la propuesta de dar a la Constitución rusa –incluyendo la legislación represiva rusa– prioridad sobre el Derecho Internacional. Esto es una violación de la jerarquía habitual, en la cual el Derecho Internacional siempre tiene prioridad sobre el derecho nacional, y significa que Rusia puede ignorar cualquier aspecto del Derecho Internacional.
También significa que las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no pueden hacerse cumplir. Los activistas rusos de la oposición pueden apelar a Estrasburgo hasta el hartazgo, pero las instituciones judiciales rusas podrán ver los veredictos de la corte internacional como incompatibles con la legislación nacional. Estos cambios radicales en el sistema de justicia de Rusia son nada menos que una revolución legal.
Y esto es solo el principio. Todavía hay mucha intriga por delante, sobre todo con respecto a la composición del nuevo gobierno, qué autoridad tendrá Medvédev y el referéndum sobre la reforma constitucional. Lo más interesante está todavía por llegar.
Este artículo fue publicado originalmente en el Centro Carnegie de Moscú