Con un paisaje cívico donde los sondeos reiteran que a la mayoría de los peruanos no le interesa la política, Perú celebró el 11 de abril la primera vuelta de las elecciones presidenciales y eligió a un nuevo Congreso. Ninguno de los pretendientes a la presidencia llegó al 16% de los votos. El 6 de junio, dos de ellos –Pedro Castillo y Keiko Fujimori– disputarán la segunda vuelta.
Al desinterés por la política –alimentado por el desengaño derivado de la experiencia de que todos los presidentes elegidos en los últimos 31 años han sido procesados por corrupción– se ha sumado una pandemia que ha llevado a Perú a ser el país con más “exceso de muertes” por millón de habitantes. Ambos factores contribuyeron a que la abstención haya sido –a pesar de que votar es obligatorio bajo pena de multa– bastante alta: 28,3%, 10 puntos más que en la primera vuelta de 2011.
Con 95,8% de los votos escrutados oficialmente, ninguno de los 18 candidatos inscritos había logrado alcanzar el 16% de los votos emitidos. Y la suma de votos en blanco y viciados (17,5%) superaba el porcentaje obtenido por cualquier candidato presidencial.
Si se usa el eje izquierda-derecha –que cada vez explica menos en la política latinoamericana–, podría situarse en la izquierda a tres candidaturas: Castillo (15,73% de los votos), Verónika Mendoza (6,46%) y Marco Arana (0,37%). Castillo representa algo así como una izquierda reaccionaria, que al tiempo de reclamar un papel mayor del Estado y anunciar recortes y límites a la actuación de la empresa privada, está en contra del aborto, de la homosexualidad y de la incorporación de la perspectiva de género en políticas públicas, y busca deportar al millón de venezolanos que se han refugiado en el país. La izquierda casi social-demócrata de Mendoza, con una votación notoriamente inferior, logró reclutar a sectores medio-altos con mayor educación.
Quienes pueden considerarse candidatos de derecha fueron tres: Fujimori (11% de los votos), heredera del dictador, ha logrado que su partido, Fuerza Popular –probablemente el único con una base organizativa eficaz– cuente con la segunda bancada más nutrida en el Congreso. Rafael López Aliaga (9,62%), célibe integrante del Opus Dei –que durante la campaña se confesó enamorado de la virgen María, pero exhibe una trayectoria empresarial turbia–, quedó relegado al tercer puesto. Detrás de él se situó Hernando de Soto (9,6%), asesor de Alberto Fujimori en la década de los noventa, que llegó envuelto en una imagen internacional exitosa, pero mostró su escaso conocimiento de la realidad peruana actual y, a los 80 años, cierto recorte en sus capacidades.
Si se escoge otro eje, el de conservadores versus liberales, el retrato resulta acaso más revelador sobre el país. Las propuestas abiertamente conservadoras de Castillo, Fujimori, López Aliaga y Daniel Urresti (4,66%) sumaron 41,1% de los votos emitidos. En cambio, las “modernizadoras” o algo liberales de De Soto, Mendoza, Julio Guzmán (1,85%) y Alberto Beingolea (1,62%) reclutaron al 19,61% de los votantes. Se reveló así el rostro conservador que predomina entre los electores peruanos.
Puestos en la dimensión desconocida
Castillo es un profesor de 51 años, cuyas entrevistas durante la campaña lo retratan como un radical que profesa el marxismo pero desconoce conceptos básicos en cualquier asunto. Su carrera política tiene orígenes en el partido del expresidente prófugo Alejandro Toledo (2001-06), pero en su faceta sindical ha liderado un sector magisterial vinculado al Movadef, organización legal que reúne a quienes fueran militantes o simpatizantes de Sendero Luminoso. Las bases magisteriales le dieron fuerza organizativa en todo el país y él proyectó una imagen con la que un sector del electorado pudo identificarse. Su éxito relativo en la primera vuelta ha sido comparado al de Fujimori en 1990, como el candidato que se inventa un sector de población en el que habita el resentimiento –alimentado por décadas o generaciones de desigualdad y postergación– contra dirigencias nacionales que, situadas en el poder económico y político, no han mirado por el país. Castillo propone que el Estado tome “control total” y nacionalice los yacimientos mineros y de gas, las refinerías, centrales hidroeléctricas, aeropuertos y el sistema de pensiones.
A los 46 años, Keiko Fujimori competirá por tercera vez en busca de la presidencia. Esta vez lo hace envuelta en procesos judiciales por financiación ilegal de su partido. Luego de que cumpliera prisión preventiva durante más de un año, el fiscal a cargo del caso ha formulado acusación, solicitando para ella 30 años de cárcel. En su ya larga carrera política, Fujimori fue “primera dama” de su padre entre 1994 y 2000 –en reemplazo de su madre, quien fuera desterrada del círculo presidencial– y ha sido congresista entre 2006 y 2011. Su trayectoria está marcada no tanto por sus escasísimas propuestas políticas como por las estratagemas desplegadas para boicotear a sus adversarios políticos, guiada por la ambición de llegar al gobierno.
En la primera vuelta, los dos candidatos que competirán el 6 de junio, sumados, apenas han reclutado a algo más de una cuarta parte de los votantes. Para ganar las elecciones tendrán, pues, que convencer a muchos más. Pero esto no se logrará con acuerdos con los otros candidatos, quienes, carentes de bases partidarias, no tienen capacidad para endosar votantes.
Con independencia de quien gane en segunda vuelta, el gobierno resultante será frágil, porque no tendrá un apoyo legislativo sólido ni estable. Y el elegido no podrá contar siquiera con el respaldo de aquellos que decidieron votar por su candidatura.
Un país sin partidos
En el nivel de los candidatos a congresistas, los medios de comunicación han identificado a 136 aspirantes que se hallan bajo procesos de investigación o de enjuiciamiento por corrupción (¡otros seis conformaban un tercio de los 18 postulantes a la presidencia!). Y la mayoría de los ya iniciados en la actividad política han recorrido dos o tres agrupaciones políticas, dando saltos de una a otra de manera oportunista.
En el Perú de hoy, los partidos políticos prácticamente no existen. En estas elecciones había dos: Fuerza Popular, la agrupación del fujimorismo, que cuenta con una organización en todo el país, y el Partido Morado, que postuló sin éxito a Guzmán y es el partido al que pertenece el actual presidente accidental de Perú, Francisco Sagasti. En esta primera vuelta el joven partido colapsó: su candidato presidencial no llegó al 2% de los votos.
Los otros 16 grupos que presentaron candidaturas presidenciales son movimientos más o menos desorganizados, que en algún momento lograron la inscripción electoral mediante el recojo de firmas que exige la ley, pero que no tienen vida sino en torno a las elecciones. En muchos de ellos se trafica con la inscripción, que es transferida o alquilada a quien pueda pagar por usarla. Por esta razón, en Perú se les llama “vientres de alquiler”. Más aún, dos tercios de los candidatos al Congreso se inscribieron en los últimos días en el partido por el que postularon o fueron “invitados” en la lista.
«En el Perú de hoy, los partidos políticos prácticamente no existen y en muchos de ellos se trafica con la inscripción, que es transferida o alquilada a quien pueda pagar por usarla»
La proliferación de agrupaciones dará lugar a 11 bancadas en el Congreso. Quien gane en la segunda vuelta no tendrá sino una pequeña representación en el poder legislativo, lo que, merced al encono de la lucha política, probablemente le hará muy difícil gobernar. Debido al uso del “voto cruzado” –que escoge para el Congreso a un partido distinto al del candidato presidencial que prefiere–, el nuevo presidente tendrá una bancada minoritaria que acaso, como ocurrió con Martín Vizcarra en 2020 y casi pasó dos años antes con Pedro Pablo Kuczynski, no podrá impedir que una mayoría opositora vaque al presidente por la imprecisa causal de “incapacidad moral” que la Constitución prevé.
“No hay país más diverso”, tituló uno de sus libros el antropólogo Carlos Iván Degregori, en tono lindante con el orgullo. En las últimas décadas, a las diferencias enraizadas culturales, étnicas y socioeconómicas se ha sumado una diversidad de ámbitos que se hallan fuera del control de un Estado corroído por la corrupción y colonizado por intereses particulares, a menudo ilícitos. El narcotráfico, la trata de personas y multitud de actividades económicas ilegales contribuyen de manera significativa a una enorme heterogeneidad que desafía las posibilidades de representación política con capacidad de agregar demandas sociales, y que se halla en la base de la fragmentación de agrupaciones, candidatos y elegidos.
Perú inaugurará el 28 de julio de este año –cuando se conmemora el bicentenario de su independencia de España– un periodo incierto, inestable y probablemente convulso, del que poco bueno puede esperarse. Si ganara Castillo, un golpe militar aparece en el horizonte. Si ganara Fujimori, sus adversarios –que son mayoría en el Congreso recién elegido– pueden guillotinarla, en la primera oportunidad, mediante una moción de vacancia presidencial.
Una excelente tomografía. De triste pronóstico.