Condiciones de trabajo precarias, que los economistas prefieren llamar “informalidad”, en la que se encuentra 72,6% de la población de Perú económicamente activa según información oficial. Un aparato estatal debilitado desde los años noventa y las políticas de la dictadura de Alberto Fujimori (1990-2000), de acuerdo a la ideología de “cuanto menos Estado, mejor”. Condición a la que se suman dos agravantes: una, hace casi dos décadas se impuso una regionalización desordenada que ha fragmentado decisiones y recursos con un provecho cuestionable; y dos, se ha producido una manifiesta penetración de la esfera pública por grandes núcleos de corrupción, vinculados incluso al crimen organizado. La pandemia ha llegado a esta sociedad, donde se ha normalizado que muchos ciudadanos no se sientan obligados a respetar las normas.
El gobierno de Martín Vizcarra –arribado al cargo hace dos años en razón de la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, en medio de los escándalos de la empresa Odebrecht– ha actuado bastante más rápida y organizadamente que la mayor parte de los gobiernos de la región. Cinco días después de Paraguay –primer país sudamericano en declarar la cuarentena–, el 15 de marzo se declaró el estado de emergencia en Perú. El primer caso del virus se había detectado nueve días antes y, en ese momento, la pandemia aún no había causado estragos.
A lo largo de las semanas siguientes se ha ido dictando una serie de medidas destinadas a otorgar recursos económicos de urgencia a los sectores pobres de la población, los más afectados por la semi-parálisis económica derivada del confinamiento. La respuesta ciudadana ha sido de respaldo al gobierno, en medida creciente hasta llegar en abril a niveles muy altos: 68% de aprobación de la gestión gubernamental (79% en el manejo de la crisis de la pandemia) y 83% la de Vizcarra. Desde que se efectúan sondeos de opinión en Perú no se registraban niveles tan elevados, que varias encuestas han comprobado.
No obstante, al terminar abril la situación parecía lejos de encontrarse bajo control. Hospitales rebasados en su capacidad, que era manifiestamente insuficiente en una red de salud cuyos mejores niveles de atención están disponibles solo para quien puede pagar altos precios. El hospital que se presentó formalmente como destinado a atender exclusivamente a los infectados por el coronavirus está falto no solo de equipo médico, sino incluso de camas. Sobrepasados por el número de fallecidos, los crematorios, diseñados para la demanda de los sectores pudientes, afrontan filas de cadáveres en espera. En la prensa internacional han aparecido notas que reflejan la gravedad de la situación.
Pérdida masiva de empleo; éxodo de retorno
Según la encuesta mensual de Ipsos, dos de cada cinco entrevistados (42%) se han quedado sin ingresos por lo que era su trabajo –uno de cada tres (31%) según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos, que también ha revelado que 51% de los entrevistados dice temer más al hambre que a la pandemia–. Una norma laboral ha establecido la “suspensión perfecta”, denominación involuntariamente irónica para autorizar a las empresas a licenciar sin pago a los trabajadores hasta por tres meses, si bien con posterioridad la reglamentación ha endurecido los requisitos exigidos al empleador. Miles de personas han decidido dejar Lima para ir hacia sus lugares de origen o al de sus padres; los más urgidos han optado por ir caminando y muchos otros han pedido apoyo gubernamental para el viaje de retorno; aunque se ha facilitado transporte público para ayudarlos, hasta ahora resulta insuficiente. En las prisiones, según información oficial, hay centenares de infectados y en varias cárceles se han producido amotinamientos con saldos mortales, en protesta por la carencia de atención médica. Una buena parte de los más de 800.000 venezolanos, huidos del régimen de Nicolás Maduro, han quedado en el desamparo al dictarse el confinamiento y resultar así impedidos de seguir ganándose la vida de algún modo.
Al mismo tiempo, una extendida falta de respeto a las normas socava la cuarentena y el toque de queda impuestos, como informa la prensa peruana cada día. En los mercados, principalmente, las disposiciones sobre distanciamiento social no tienen vigencia.
Mientras tanto, las cifras de contagiados confirmados y de fallecidos aumentan. Según los datos disponibles, Perú mantiene el segundo lugar en América Latina tanto en contagios como en fallecidos por cada 100.000 habitantes. No obstante, hay dudas sobre esos datos, que Vizcarra no despeja al haberse negado a aceptar preguntas de los periodistas tras sus diarias presentaciones en televisión. Un informe bien documentado ha demostrado que en las cifras oficiales hay un importante sub-registro del número de fallecidos. El ministro de Salud incrementa el recelo cuando se refiere a los resultados de los test aplicados para detectar contagios, sumando dos tipos de prueba diferentes (PCR y test de antígenos) como si fueran equivalentes. En adquisiciones estatales se ha detectado irregularidades, que en el caso de las fuerzas policiales están siendo investigadas como casos de corrupción que involucran a 13 generales; se ha utilizado la situación de emergencia para evitar los procedimientos normales.
El poder ejecutivo y el Congreso –elegido en enero e instalado en marzo, en sustitución del disuelto en 2019– se encuentran en disputa sobre los términos para facultar a los trabajadores que cotizan a las administradoras de fondos de pensión (AFP) para su jubilación a retirar una parte del fondo acumulado. Las consecuencias de esta autorización, según han advertido varios economistas, pueden ser ruinosas: para devolver de inmediato parte de las cuotas recibidas, las AFP deberán vender, al precio que paguen, acciones y bonos en los que invirtieron, lo que repercutirá negativamente en las empresas que los emitieron.
¿Evitar contagios o salvar la economía?
Para detener, o más bien paliar, el revés económico –que parece inevitable, si se mira a las perspectivas del comercio mundial sobrevenidas para el sector exportador–, a partir del 4 de mayo se ha pasado a “otro tipo de cuarentena”, que implica autorizar determinadas actividades. Este paso, similar a los que están dando o consideran dar varios países europeos, puede facilitar un incremento de contagios del virus cuando todavía su expansión se encuentra en pleno desarrollo.
El problema se plantea incluso si se probase la hipótesis según la cual el Covid-19 declina luego de cierto lapso de manifestarse el primer caso, sea cual fuere la política que se apruebe. Adoptar drásticas políticas de contención del contagio, como se ha hecho en el caso peruano, conlleva un menor número de contagiados –lo que reduce la sobrecarga en la atención de salud– y de muertos. En consecuencia, no es indiferente la manera en la que un gobierno encare el problema aunque el virus, eventualmente, decline. La presunta declinación tendrá costos sociales muy distintos según qué política se adopte, y cualquier política de contención –distanciamiento social, cierre de locales de reunión masiva y restricción de los aforos en lugares públicos y privados– tiene costos económicos severos.
En definitiva, el gobierno encara el dilema de privilegiar la salud de la población por encima de otra consideración o rebajar las disposiciones para evitar contagios a cambio de mantener la economía a flote. Para decirlo de manera algo brutal, se trata de estimar cuántos muertos adicionales pueden ser necesarios para que el producto interno bruto no caiga un punto porcentual más. El dilema no es solo de Perú, pero en este caso, dadas las condiciones de la salud en el país, probablemente las víctimas en juego sean mucho más numerosas.
Si se mira al cuadro en conjunto –incremento de víctimas del virus, descalabro económico, hambre en una parte de la población, incapacidad y corrupción en el aparato gubernamental a cargo de la situación–, la pregunta, ya puesta en discusión, es si la siguiente fase puede consistir en un desborde social.