Apenas cumplidos los 100 años el 4 de marzo, murió en Lima, su ciudad natal, Javier Pérez de Cuéllar, el diplomático latinoamericano más importante del siglo XX. En la ONU muchos le sitúan al lado de Dag Hammarskjold entre los mejores secretarios generales (1982-1991) que ha tenido la organización, a la que consagró los mejores años de su carrera. Cuando cumplió un siglo, el actual secretario general, António Guterres, escribió en un tuit que nunca ha dejado de “reflexionar sobre su ejemplo y experiencia en busca de inspiración y orientación”, subrayando que su vida había abarcado un siglo toda la historia de las Naciones Unidas.
En efecto, su primer destino diplomático, recién egresado de la facultad de Derecho de la Universidad Católica, fue en la embajada peruana en el París recién liberado. En 1946 asistió en Londres a la primera sesión de la Asamblea General.
Con los años sería embajador en La Paz, Londres, Moscú, Ginebra y París. A partir de 1971, con breves interrupciones, fue representante permanente de Perú en la ONU. Con George H. Bush, que Richard Nixon acababa de nombrar como su embajador ante la organización, trabó una amistad que iba a serles muy útil en sus paralelas trayectorias políticas.
Niebla sobre el Hudson
A comienzos de la última década de la guerra fría, el mandato de Kurt Waldheim en la secretaría general había quedado manchado por sus intentos de borrar su pasado como miembro de una división paramilitar del Partido Nazi y oficial de la Wehrmacht al mando del general Alexander Löhr en la ocupación de Grecia y Yugoslavia, donde a pocos cientos de metros de su oficina prisioneros eran fusilados rutinariamente.
Según el testimonio de Eli Rosenbaum, en 1944 Waldheim distribuyó panfletos antisemitas. En ese ambiente enrarecido, algunos influyentes congresistas republicanos y la Heritage Foundation consideraban la sede de la Secretaría General en Manhattan como una especie de nido de espías y agentes de la KGB. En sus memorias –Pilgrimage for peace (1997)–, Pérez de Cuéllar escribe que el Consejo de Seguridad estaba paralizado por la rivalidad y los vetos mutuos de Washington y Moscú.
En 1974, cuando ejercía la presidencia rotatoria del Consejo de Seguridad, tras un golpe de Estado en Nicosia y la subsiguiente invasión turca del norte de Chipre, Waldheim le nombró enviado especial en la isla mediterránea. El éxito de su mediación, restableciendo los contactos formales entre grecochipriotas y turcochipriotas, le valió su nombramiento como secretario general adjunto para asuntos políticos, una especie de vicepresidencia ejecutiva y antesala del cargo que habían detentado Trygve Lie, Hammarskjold y U Thant.
La utilidad de la discreción
Su ascenso al pináculo de su carrera lo encontró preparado. Entre sus más preciados tesoros personales figuraban manuscritos originales de Talleyrand y Metternich, los dos grandes protagonistas del Congreso de Viena. Tras dejar la ONU, Bush le concedió la Presidential Medal of Honor por “haber presidido el renacimiento de la ONU”.
Mitterrand le otorgó la Legión de Honor e Isabel II le hizo caballero de la orden de Saint Michael & Saint George. Salamanca, La Sorbona, Cambridge y San Marcos, entre otras universidades, le concedieron doctorados Honoris Causa por su contribución a los procesos que dieron fin a la guerra fría.
Sin que él se nominase candidato o hiciese lobby en Nueva York, fue elegido por amplio –aunque dubitativo– consenso por los miembros del Consejo pese a las dudas que suscitaba su supuesta grisura y falta de carisma, que compensaba con una actitud afable y distendida, si bien impenetrable cuando sabía que su silencio era imprescindible. “Para ser útil, mi obligación es ser discreto”, decía.
Las labores de Sísifo
En su primer periodo, la ocupación soviética de Afganistán había bloqueado casi todas sus iniciativas de paz. Cuando en 1985 cumplió 40 años, la ONU tenía poco que celebrar. Todo comenzó a cambiar tras su reelección en 1986 con el apoyo unánime del Consejo, que prometió ayudarlo a desatar algunos nudos gordianos.
Ninguno de sus miembros quería recurrir a la espada que esgrimió Alejandro en Frigia para cortar el proverbial nudo original cuando se dirigía a conquistar el imperio Persa. Desde 1980, los regímenes de Bagdad y Teherán estaban enzarzados en una cruenta guerra que se cobró un millón de vidas en combates terrestres a gran escala, cargas de bayoneta a través de tierra de nadie y uso de armas químicas por Sadam Hussein.
En 1986, en una conferencia en Oxford comparó su labor con la de Sísifo por la “paciencia infinita” que exigía. No exageraba. Unos años antes, su intento de negociar una salida pacífica a la crisis de las Falklands/Malvinas sobre la base del plan de paz propuesto por el gobierno de Lima, fue saboteado por el hundimiento del Belgrano, ordenado por Margaret Thatcher.
La llegada de Mijaíl Gorbachov al Kremlin fue providencial, al permitirle negociar la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán, de las cubanas de Angola y el cese de hostilidades entre Irán e Irak. Su papel tampoco fue desdeñable en el fin del régimen del apartheid en Suráfrica y de las guerras civiles en El Salvador y Nicaragua. Mientras el general Pinochet estuvo en el poder, no pisó Chile.
Los ministros de Exteriores de Irak, Tarek Aziz, e Irán, Alí Akbar Velayatí, siempre le agradecieron que les facilitara llegar a un acuerdo sin vencedores ni vencidos. El premio Nobel de la Paz que recibieron los cascos azules en 1988 no fue nominativo para él porque, insólitamente, su burocracia neoyorquina no presentó su postulación a tiempo.
Paradojas peruanas
Paradójicamente, Perú perdió la oportunidad de tenerlo como presidente cuando en las elecciones de 1995 fracasó su arriesgado intento de impedir que Alberto Fujimori, hoy en prisión por delitos de lesa humanidad, se perennizara en el poder, confirmando así el adagio evangélico sobre la orfandad de los profetas en sus tierras. En su caso era fácilmente explicable.
La diplomacia y la política son a menudo espacios contrapuestos. Mientras en uno prevalece la negociación, en el otro se imponen a veces las formas hostiles y objetivos muy distintos a los que se declaran en público. Sus posibilidades de ganar siempre fueron remotas. Fujimori fue reelegido con el 65% de los votos tras derrotar en un lustro la hiperinflación y la violencia de Sendero Luminoso. Pero el 21% que obtuvo en las urnas demostró que, incluso en esa hora de popularidad del autoritarismo, existía en el país una sólida reserva democrática.
El 11 de diciembre de 1981, cuando se anunció su elección en la ONU, las circunstancias fueron propicias para un acto de justicia poética. En octubre, el Senado peruano, por mezquinas maniobras parlamentarias, le había negado los votos necesarios para su nombramiento como embajador en Brasil. En ningún momento, sin embargo, aprovechó su designación para desquitarse de nadie.
Tuvo una última oportunidad de servir a su país cuando el gobierno de transición de Valentín Paniagua le nombró presidente del Consejo de Ministros y ministro de Exteriores (2000-01). Por entonces tenía una edad que le permitía disfrutar de un merecido retiro, pero la convulsión política que provocó el desmoronamiento del fujimorato necesitaba de su prestigio y no dudó en ofrecerlo. Tras ser embajador en París y ante la Unesco por dos años, volvió definitivamente a Perú, que nunca volvió a abandonar.
Diplomacia e inteligencia
Los periodistas que le entrevistaron recuerdan que en ningún momento miraba el reloj, como si su máxima prioridad fuera escuchar. Según el periodista chileno José Rodríguez Elizondo, que trabajó bajos sus órdenes en la delegación de la ONU en Madrid, la experiencia le había enseñado a Pérez de Cuéllar que de él se esperaba una imparcialidad “orgánica” y edificada sobre “la discreción de la inteligencia y la inteligencia de la discreción”, aunque el precio fuera opacar sus propias gestiones diplomáticas.
Según los códigos no escritos de la ONU, recuerda Elizondo, no es la nacionalidad ni el sistema político de un país lo que determina la elección de un secretario general, sino su capacidad para resistir presiones, incluidas las de su propia vanidad. Aunque no dejó como legado un corpus teórico, en sus reflexiones recogidas en las memorias anuales de la ONU está el núcleo de lo que hoy se conoce como deber de injerencia internacional, contrapunto al deber de no intervención.
Su nombramiento de Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra noruega, para presidir la comisión que en 1987 publicó el informe “Nuestro futuro común”, fue clave para el concepto del desarrollo sostenible. La Academia Diplomática de Perú lleva con plena justicia su nombre.