Convencido de que el mundo le es hostil, el régimen de Corea del Norte ha hecho de la bomba atómica su tabla de salvación. Se ha agarrado al programa nuclear con la fe de un converso en que es su única garantía de supervivencia. Su disposición para defenderlo, caiga quien caiga, inquieta cada día más a sus vecinos y a Estados Unidos, el Gran Satán, cuya paciencia con el insumiso Kim Jong-un se agota a pasos agigantados.
La obsesión por dotarse de bombas atómicas procede de Kim Il-sung, fundador en 1948 de la República Popular Democrática de Corea (RPDC), después de que Washington le amenazara con lanzárselas al principio de la guerra (1950-53). Ahora, su nieto presume de haber probado con éxito una bomba de hidrógeno y de que este mismo año dispondrá de un misil capaz de alcanzar las ciudades de la costa oeste norteamericana. Los servicios de inteligencia surcoreanos y japoneses, que siguen minuciosamente todos los movimientos del Ejército Popular Norcoreano, estiman que ya dispone de entre 9 y 15 cabezas nucleares.
Joven inexperto e inseguro, llegado al poder tras la muerte de su padre –Kim Jong-Il– en diciembre de 2011, Kim III trató de ganarse la estima de los militares dando prioridad al presupuesto castrense sobre cualquier otro gasto. Autonombrado mariscal y comandante en jefe del cuarto ejército más numeroso del mundo, con 1.100.000 uniformados, elevó el gasto en defensa hasta situarlo en 2015 en el 15,9% del presupuesto total, aunque en 2016 lo redujo una décima. El régimen solo revela los porcentajes, pero ninguna cantidad. Por el contrario, el departamento de Estado de EEUU estima que la RPDC se gasta en torno a los 6.500 millones de dólares anuales en defensa, lo que supera el 23% del PIB.
En uno de los países más pobres de la Tierra, que en 1998 sufrió una hambruna por la que murieron cientos de miles de personas, el interés de los militares en los programas atómico y de misiles no es solo defensivo. Una cuantiosa parte de los fondos que recibe el ejército está destinada a la investigación y producción del nuevo armamento y esos programas son los que se llevan la mayor porción de los recursos asignados. Renunciar a ellos sería perder lo más jugoso del pastel.
La belicosidad del líder norcoreano está impulsada por el sentimiento de traición y burla experimentado por su padre en 2008, tras el acuerdo alcanzado en las negociaciones a seis bandas (Rusia, EEUU, China, Japón y las dos Coreas) para liquidar el programa nuclear. Entonces, Kim Jong-il mandó destruir la torre de refrigeración de la central atómica de Yongbiong, la más importante del país, y entregó a China su inventario nuclear. A cambio, Washington se había comprometido a levantar las sanciones que pesaban sobre Corea del Norte, sacar el país de la lista de los que apoyan el terrorismo e integrarle en la comunidad internacional. George W. Bush cumplió solo parcialmente y la débil confianza labrada en años de negociaciones saltó por los aires.
Había sido muy difícil conseguir un pacto entre países que oficialmente siguen en guerra (en 1953 solo se firmó un armisticio). Bush no estaba interesado en el Tratado de Paz que buscaba el régimen norcoreano. Pyongyang lo interpretó como un incumplimiento de los compromisos alcanzados, dio carpetazo al acuerdo e inició la reconstrucción de Yongbiong y la puesta en marcha de un programa nuclear acelerado. El 9 de octubre de 2006 realizó su primera explosión atómica.
Con Kim Jong-il al frente del país, aún se realizó otro ensayo en 2009, pero ha sido Kim III quien ha dado un considerable empujón al arsenal atómico, con otras tres pruebas nucleares, y al programa de misiles balísticos, capaces de transportar estas ojivas de destrucción masiva. La intervención militar de 16 países contra Libia en 2011 y lo ocurrido con Muamar el Gadafi, quien en 2003 renunció voluntariamente a su programa nuclear, convencieron al régimen norcoreano de que su arsenal atómico había dejado de ser una baza de negociación para convertirse en “prioridad estratégica absoluta e irrenunciable”.
Todos los llamamientos realizados por Naciones Unidas a Pyongyang para que abandone esos programas y se siente a negociar han sido inútiles. Los ensayos y lanzamientos realizados en contra de lo dictado por la ONU han dado origen a sanciones que se suman y agravan las impuestas por EEUU y sus aliados, pero nada indica que Kim Jong-un vaya a ceder. Muy al contrario, se enroca cada día más, mientras la castigada y manipulada población sufre las consecuencias.
Para cubrir sus apremiantes necesidades de divisas, el régimen ha enviado en los últimos años a unos 50.000 norcoreanos a trabajar a otros países, principalmente en el sureste asiático y el golfo Pérsico. Los trabajadores solo reciben una parte de su sueldo, el resto pasa a engrosar las arcas del Estado.
Diversos think tanks estadounidenses advierten del peligro que supone un excesivo acorralamiento de Corea del Norte. Señalan que la sensación de asfixia puede llevar al régimen a vender a otros países u/y organizaciones terroristas su tecnología nuclear o/y facilitarles acceso a material fisible. A su vez, la tensión en EEUU y Japón, países que concentran el odio norcoreano y contra los que se suicidaría el régimen norcoreano lanzando sus bombas, está a punto de ebullición. Antes de que sea demasiado tarde, Washington y Pekín deben llegar a un acuerdo que frene las catastróficas consecuencias de la huida hacia delante de Kim Jong-un.
Segundo capítulo de «Paralelo 38», la serie dedicada a Corea del Norte, a cargo de la periodista Georgina Higueras.