Estrategas, politólogos, psiquiatras y un sinfín de agentes de inteligencia de Corea del Sur tratan de descubrir los entresijos de la personalidad del presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un, campeón de los horrores de un régimen que cada vez que cambia de líder se ceba más en su población. El tercero de la dinastía encabezada por Kim Il-sung, quien en 1948 fundó la República Popular Democrática de Corea (RPDC), ha sorprendido al mundo por el descaro con que mandó asesinar a su hermano paterno Kim Jong-nam en el aeropuerto de Kuala Lumpur, en febrero pasado.
Su ascenso al trono del llamado «reino ermitaño», a la muerte de su padre, Kim Jong-il, en 2011, estuvo acompañado de ciertos gestos de modernización y discursos sobre la mejora del nivel de vida de la población que desataron esperanzas de cambio tanto dentro como fuera del país. Muy pronto, sin embargo, se impuso la amarga realidad. Desencadenó una purga brutal de su entorno más aperturista, incluido su tío y hasta entonces número dos del régimen, Jang Song-taek. El puño de hierro de Kim III se cernió implacable sobre los 22 millones de norcoreanos, que viven sometidos a un terror sordo que paraliza cualquier movimiento de protesta.
Para Tomás Ojea, relator de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Corea del Norte, uno de los síntomas más evidentes de la nueva vuelta de tuerca del régimen sobre sí mismo ha sido el cierre, en febrero de 2016, del complejo industrial de Kaesong. Situado en la frontera con Corea del Sur, en las numerosas fábricas instaladas por capital surcoreano en ese parque manufacturero trabajaban norcoreanos. “Ese complejo, que había sido por mucho tiempo el símbolo de la paz y de un entendimiento mutuo entre las dos Coreas ha sido cerrado, con lo que miles de norcoreanos han perdido su trabajo”, declaró Ojea el pasado marzo al presentar su informe anual al Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
El documento señala que hay entre “80.000 y 120.000 prisioneros políticos” encerrados en cuatro campos de detención, en los que los prisioneros son víctimas de torturas, trabajos forzados o ejecuciones sumarias. Ojea reconoció que la investigación sobre lo que sucede en el Norte tiene que realizarla en el Sur debido a que las autoridades de Pyonyang nunca le concedieron permiso para entrar en el país.
El régimen es tan hermético que no existe constancia de nada de lo que sucede en su interior más allá de lo que cuentan los desertores una vez que logran alcanzar Seúl y de lo que deja entrever el “decorado” con que se da la bienvenida a los que obtienen un visado para una estancia en “el paraíso”. Yo estuve una semana larga en 2005, durante el periodo de máxima apertura de la RPDC, cuando el régimen parecía haber tomado una senda reformista similar a la que Deng Xiaoping impuso en China en diciembre de 1978.
Tuve la sensación de que el país era un esperpéntico teatro, donde solo el escenario estaba iluminado, mientras la gente deambulaba a tientas por la inmensa tramoya. Me enseñaron una cooperativa con tres tractores, pero cuando quise subirme a uno, me dijeron que no funcionaban por falta de gasoil. Estuve en una casa con tres televisores, pero al pedir que encendieran uno, me indicaron que no había electricidad. Avenidas de ocho carriles daban acceso a la capital, pero ningún coche circulaba por ellas y, pasados unos kilómetros, se convertían en una estrecha carretera de doble sentido. La ciudad de Kaesong limpiaba sus miserias con el dinero que entraba del complejo industrial, pero no me dejaron visitarlo. Era como recorrer un parque temático disfrazada de fantasma y provocando el pánico de los empleados.
Desertar es aún más conflictivo y acarrea con frecuencia la muerte. El viaje requiere meses de huida para evitar ser capturado por la policía china, que devuelve de inmediato a su país a todos los norcoreanos. El regreso forzoso a la patria se paga con la vida o el ingreso en uno de esos campos de los que rara vez se sale. Aunque la población conoce los riesgos que entraña, en 2016, y por primera vez desde que Kim Jong-un asumió el poder, se produjo un incremento del 11% con respecto a 2015 en el número de refugiados que llegó a Corea del Sur. En total fueron 1.414 personas, lo que también revela que el deterioro de la situación les empuja a escapar del país, pese a las trágicas consecuencias si fracasan en el empeño.
En 2011 conseguí reunirme en Seúl con un grupo de norcoreanos y pude entrevistar a tres, una mujer de 38 años, Gang Na-hyun, y dos jóvenes que confesaron que habían sido contrabandistas. Gang, que huyó con su marido y su hijo de 13 años, afirmó que la empujó a salir el hambre que creía que causaban “Estados Unidos y Corea del Sur al impedir el comercio”. Gang aseguró que comprendió las mentiras del régimen durante su primera noche en China, cuando quienes les escondieron les dieron para cenar huevos fritos y un gran plato de arroz recién hecho. Los dos jóvenes, sin embargo, sabían, a través de las películas y los vídeos de propaganda surcoreana que introducían clandestinamente, que el régimen les engañaba y estaban hartos de sobornar a “los servicios secretos, la policía, los militares y a los miembros del Partido de los Trabajadores”, el único existente.
Bajo la excusa de defender el país de los enemigos exteriores, el sufrimiento y la represión de los norcoreanos no tiene parangón. Sometidos a un férreo control, sin ningún contacto con el exterior, ni telefónico ni telegráfico –Internet no existe–, el relator de la ONU teme que las actuales tensiones con la comunidad internacional agraven aún más la situación de la población. Ojea advierte de que las nuevas sanciones decretadas por los ensayos nucleares y los lanzamientos de misiles pueden romper las escasas posibilidades de cooperación en materia de derechos humanos, como las reuniones de familias separadas desde la guerra (1950-53), que llevan suspendidas desde octubre de 2015. El relator especial de la ONU ha pedido que se lleve ante la justicia a Kim Jong-un y a la plana mayor del régimen como responsables de las violaciones de los derechos humanos y los abusos perpetrados a la población.
Primer capítulo de una serie que dedicamos a Corea del Norte, a cargo de la periodista Georgina Higueras, bajo el título de “Paralelo 38”.