El enconamiento y la intensidad de las pasiones políticas en Estados Unidos se han manifestado en una muy elevada participación electoral, una de las más altas, en contraste con la tradicional apatía que reina en las elecciones legislativas intermedias. También han sido las que más han costado: cerca de medio billón de dólares entre unos y otros.
Los demócratas han conseguido señaladas victorias para la Cámara de Representantes en algunos distritos republicanos, pero han sido duramente rechazados para el Senado en el amplio sector de los Estados del medio oeste y del sur. Era difícil que los demócratas ganaran escaños en la cámara alta, pues casi todos los que estaban en liza eran demócratas en estados marcadamente favorables al partido de Donald Trump. En la Cámara de Representantes, los demócratas han alcanzado una ligera mayoría que, sin embargo, dista mucho de la ola que algunos esperaban alcanzar. Ha sido más la normal corrección que se produce en las elecciones intermedias, en las que la desilusión, el hastío y la apatía reducen el apoyo al partido del presidente.
En realidad estas elecciones han sido un referéndum sobre la presidencia de Trump. El mismo presidente las ha definido así desde el primer día. Los demócratas esperaban que el país repudiara una presidencia tan marcadamente negativa y no ha sido así. Aunque los republicanos hayan perdido unos cuantos escaños en la cámara, su victoria en el Senado y, en general, la tónica del resultado electoral es en último término favorable a Trump. Más que nunca los republicanos se han definido como el partido de Trump, cuya personalidad sigue resonando fuertemente en el electorado.
Estas elecciones han consolidado aún más las diferencias políticas que han polarizado al país en los últimos años. El mundo urbano y suburbano de ambas costas contra el amplio sector geográfico y rural del medio oeste y del sur; la población educada contra la que no ha pasado del bachillerato; el temor de los blancos contra las minorías negra, hispana y asiática; las mujeres, educadas o no, contra los hombres que ven en Trump la seguridad de su predominio; jóvenes contra viejos. Cada vez se aleja más la masa de los ciudadanos de los verdaderos problemas que aquejan al país, para enervarse debatiendo cuestiones de identidad.
Estas divisiones serán decisivas para los dos próximos años y más aún para las elecciones presidenciales de 2020. Con su mayoría en la cámara los demócratas intentarán adoptar tres direcciones legislativas: la reducción del coste de la salud, robusteciendo y mejorando la ley de tratamiento asequible (Obamacare), la inversión en infraestructura y la reforma ética de la política y de la integridad del sistema electoral.
Estos tres objetivos gozan de considerable apoyo bipartidista, pero se enfrentan con la obstrucción republicana y el veto presidencial. Los demócratas harán lo posible por dividir a los republicanos y en todo caso atraer el apoyo de la opinión pública en su favor. No es probable que el partido ceda al deseo de sus radicales en iniciar un procedimiento de destitución del presidente: ni es posible, dada la mayoría republicana en el senado, ni deseable recordando la reacción que produjo el proceso del presidente Bill Clinton en 1994. Solo sería viable si la investigación del fiscal especial, Robert Mueller, resultara en un escándalo sin precedentes sobre la conducta del presidente.
Algo parecido ocurrirá cuando los demócratas intenten renovar la protección de los inmigrantes ilegales que entraron en el país cuando eran menores (DACA en inglés) o el repudio de las odiosas prácticas contra la inmigración en general, especialmente la separación de padres y niños en la frontera. Muchos republicanos apoyarían en buena medida a los demócratas en estos temas. Lo mismo pasaría con el tremendo problema del encarcelamiento indiscriminado, la criminalización de multitud de delitos menores y los abusos de la policía que los demócratas llevan años intentando reformar.
La mayoría en la cámara permitirá a los demócratas ejercer el contrapeso al ejecutivo que la Constitución otorga al congreso y que los republicanos se han negado pertinazmente a realizar. Ahora la cámara podrá exigir la publicación de la declaración fiscal del presidente e iniciar una amplia campaña de interrogatorios e investigaciones contra todo cuanto ha hecho el gobierno de Trump. En gran medida la opinión verá con buenos ojos este afán de justicia a no ser que los demócratas caigan en darle los visos de “caza de brujas” con los que el presidente y sus secuaces han sabido esconderse.
Más difícil para los demócratas será la manera de corregir el cuantioso déficit en que está incurriendo el gobierno; y la reducción de una deuda cuyos intereses pesan cada vez más sobre el presupuesto. Elevar los impuestos con el apoyo de la opinión pública será uno de los temas más difíciles para la aprobación de los presupuestos y del techo de la deuda.
En resumidas cuentas, estas elecciones han demostrado que un amplio sector de la nación sigue apoyando al presidente. Los demócratas no pueden ignorarlo. Carentes de una personalidad carismática que los represente y sin un programa político claro, les costará trabajo superar la barrera, ahora infranqueable, que los separa de los que Hillary Clinton calificó de “deplorables”. Hay que destacar en este sentido que las nuevas figuras que entre los demócratas han salido elegidas son de un talante más moderado que radical. No les bastará, sin embargo, con acercase al centro; les será necesario además saber cómo tratar y representar los intereses auténticos y reales que Trump ha explotado de manera tan dolosa.