Después de China y la península de Corea, Oriente Próximo es probablemente la región del mundo en la que la presidencia de Donald Trump habrá dejado una huella más profunda en la política exterior de Estados Unidos. El inefable presidente aplicó una política de retirada de la región, ya iniciada por Barack Obama, dejando un vacío que aprovechó la Rusia de Vladímir Putin. Trump sí imprimió un giro radical en el enfoque hacia Irán, así como una profundización de las alianzas de Washington con países como Israel, Arabia Saudí o Egipto. Muchas de estas políticas no contaron con un consenso bipartidista, por lo que ahora muchos esperan que Joe Biden haga un viraje cuando asuma el poder en enero de 2021. Queda por ver de cuántos grados será.
Sin duda, la política hacia Irán es el ámbito que registra diferencias más profundas entre Trump y Biden en Oriente Próximo. El presidente electo pretende que EEUU se reintegre al acuerdo nuclear firmado por Obama en 2015, y del que Trump se retiró oficialmente en 2018. Sin embargo, no le será fácil por diversos motivos. Teherán demandará compensaciones por las astronómicas pérdidas económicas causadas por las robustas sanciones de Trump. Y ello a pesar de que ha ido aumentando de forma paulatina y calculada las violaciones de sus obligaciones recogidas en el tratado, tal como detallan los informes de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA). La República Islámica ya atesora 12 veces la cantidad máxima de uranio enriquecido que permitía el acuerdo.
Además, si el Senado de EEUU continúa a manos de los republicanos –se decidirá en dos contiendas en Georgia el 5 de enero–, se opondrá a la medida, como también lo harán los aliados tradicionales en la zona, Israel y Arabia Saudí. Si a todo ello añadimos que Irán celebrará elecciones presidenciales a mediados de 2021, y que a los sectores conservadores del régimen no les interesa un retorno al pacto que pueda dar alas a los reformistas, los obstáculos a una pronta reedición del acuerdo son considerables. Por esta razón, a corto plazo, la nueva política estadounidense se podría limitar a la retirada de algunas de las sanciones económicas, un modesto alivio para la asfixiada economía iraní.
Quizás el líder mundial que ha sufrido un mayor golpe con la derrota de Trump sea el primer ministro israelí, Benyamin Netanyahu, que lo había definido como “el mejor amigo que nunca ha tenido Israel en la Casa Blanca”. No obstante, Biden siempre se ha alineado con la política proisraelí de Washington, y no apoyará utilizar los cerca de 3.000 millones de dólares anuales de ayuda a Tel Aviv para forzar concesiones hacia los palestinos, como sí proponía el candidato demócrata Bernie Sanders. De hecho, Biden ha aplaudido los acuerdos de normalización con Israel de Emiratos Árabes Unidos y Bahréin.
Limar las aristas de la política de Trump implicará reabrir la delegación palestina en Washington, volver a donar ayuda a las instituciones palestinas, incluida la renqueante UNRWA, y apoyar negociaciones a partir de los parámetros clásicos de la solución de los dos Estados. Ahora bien, no parece que Biden vaya a impugnar las dos principales decisiones de Trump en Oriente Próximo: el traslado de la embajada de EEUU a Jerusalén o el reconocimiento de la soberanía israelí en los Altos del Golán. Es decir, habrá un cierto retorno a un statu quo diplomático que se ha revelado incapaz de resolver el conflicto durante las últimas tres décadas.
En los conflictos armados de Siria y Libia, el enfoque de Biden estará marcado por la continuidad, al igual que en Irak. En Libia, redoblará el apoyo a la vía de negociación política patrocinada por la ONU. En Siria, el presidente electo ha afirmado que mantendrá las tropas destacadas en el norte del país. También mantendrá las sanciones económicas al régimen de Bachar el Assad que dificultan su reconstrucción. Si acaso, el principal cambio será un respaldo más decidido a las milicias kurdas, todo un revés para el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, al que Biden ha calificado de “autócrata”.
Precisamente, ese será uno de los principales cambios respecto a la era Trump: la promoción de los derechos humanos volverá a la agenda de la política exterior estadounidense. Eso sí, siempre que ello no afecte “intereses nacionales” sensibles. En todo caso, este cambio representa malas noticias para los regímenes de Egipto y Arabia Saudí, uno de los últimos países en felicitar a Biden por su victoria.
El mariscal egipcio Abdelfatah al Sisi, al quien Trump definió como “mi dictador favorito”, puede enfrentarse a una congelación de parte de la ingente ayuda anual estadounidense (más de 1.000 millones de dólares). Si la Unión Europea aúna esfuerzos con Washington, El Cairo se podría ver obligado a moderar su draconiana represión de la oposición, que se ha saldado con el arresto o la muerte de miles de personas.
Biden se mostró muy crítico con el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, que la CIA atribuyó con un alto grado de probabilidad a órdenes príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman. Sin duda, se enfriarán las relaciones con Arabia Saudí y quizá también con Emiratos Árabes Unidos, lo que podría resultar en un empujón hacia una resolución negociada de la guerra de Yemen, siempre y cuando los rebeldes huzíes muestren una cierta flexibilidad. De hecho, Biden se ha mostrado crítico hacia el apoyo estadounidense a este conflicto bélico, que ha provocado la mayor crisis humanitaria en el mundo. Si hay presión de Washington, se podrían dar algunos modestos cambios dentro de los países del Golfo hacia una mayor apertura, pero poco más.
No hay que olvidar que para Biden, la prioridad será controlar la pandemia y relanzar la economía de EEUU. En general, su política exterior será comedida, y no marcará hitos ambiciosos que requieran un gran capital político. Al fin y al cabo, no habrá engañado a nadie, pues se presentó ante la ciudadanía con una plataforma centrista.