Myriam Redondo, periodista.
Barack Obama ha envejecido 10 años en 10 días: la fotografía que Reuters ha difundido esta semana le muestra junto a Vladimir Putin en una postura que se ha convertido en epítome de la incomodidad política. Nada que ver con aquel recién llegado que en 2009 hacía su entrada en Downing Street con tanta soltura como si fuera su propia casa.
Al filtrarse a la prensa que la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA en sus siglas en inglés) realiza seguimientos de los registros telefónicos y digitales de los ciudadanos sin permiso explícito de estos, Obama quedó frente a su espejo. El problema no es que tenga un grave problema, sino que se trata de uno donde encalla su mensaje esencial: que las cosas en política podían hacerse “de otra manera”.
El 5 de junio, The Guardian revelaba que la NSA estaba accediendo a los registros telefónicos de clientes de la compañía Verizon, apuntando a la existencia de prácticas similares en otras compañías. Pocas horas después, The Washington Post explicaba que además se estaban supervisando registros digitales de usuarios de gigantes de Internet como Google, Facebook y Apple a través del programa Prisma; y no era solo una práctica de las autoridades estadounidenses, sino también de las británicas. Apareció la garganta profunda del caso (un joven subcontratado por la CIA, Edward Snowden, que estaba informando a ambos periódicos) y se desencadenaron otras noticias embarazosas, como la de que Reino Unido planeó espiar a sus propios socios de la Commonwealth. Todo indica que habrá más filtraciones, al menos hasta que detengan a un Snowden en fuga. Se perdió su pista en Hong Kong.
La primera línea de defensa del presidente de EE UU ante el escándalo se centró en la idea de que siempre hay que pagar un precio elevado por la seguridad, aunque el método no guste ni siquiera a él. Después se fue reforzando la respuesta oficial: es una renovación de prácticas que ya existían bajo el gobierno de George Bush, la vigilancia se realiza sólo con aprobación de un tribunal secreto y ciertos miembros del Capitolio, etcétera). Pero que un político que destacó por su capacidad de comunicación (especialmente hábil en materia de discursos) sea incapaz de encontrar argumentos mejores que los de “la herencia recibida” y “el fin justifica los medios” deja desnortado todo “Yes we can”.
En EE UU hay expertos que consideran a Snowden un traidor y que defienden la vigilancia llevada a cabo por las autoridades (la opinión de David Simon, creador de la popular serie de escuchas telefónicas The Wire, que habló en su blog de una opción “inevitable y entendible”, fue ampliamente comentada en las redes). Pero incluso quienes observan el ciberespionaje como una necesidad militar reconocen las contradicciones del caso: a EE UU le han pillado “en el lado malo de su propia retórica”, dice Ian Bremmer. En general, de lo que más se acusa a Obama es de no haber sido transparente, no de espiar, porque esto último ya lo llevan haciendo muchos años los gobiernos estadounidenses. El presidente propone ahora debatir, pero debió hacerlo antes. También hay quien defiende a Snowden como filtrador necesario para garantizar las libertades previstas en la Constitución, y se ha reforzado la identidad de organizaciones como Electronic Frontier Foundation, que denuncian desde hace tiempo la vigilancia creciente en Internet. En Europa y el resto del mundo, las prácticas del gobierno de Obama se han considerado mayoritariamente un ataque directo a la privacidad (la ministra alemana de Justicia llegó a hablar de “tácticas propias de la Stasi”). Los expertos del Centre for European Policy Studies recuerdan lo que advierten vehementemente desde hace tiempo: los datos de los ciudadanos de la Unión Europea no están bien protegidos.
Obama se presentó como gobernante al otro lado del cristal, pero la política real ha ido ensombreciendo su apariencia. En Berlín se le observa tras una mampara llena de reflejos. Snowden ha puesto delante del presidente un prisma que deja ver lados poco favorecedores, de difícil justificación. Es cierto que el software que sostiene Prisma ya existía, pero también lo es que la actitud de Obama hacía prever la disminución de opciones como esta, no su refuerzo. The Economist titula: “La guerra contra el terror es el Vietnam de Obama”.
The Daily Beast. The surveillance scandals
The Economist. Why we spy. The war on terror is Obama’s Vietnam
Time. The NSA’s big data problem
The New York Times. A whistelblower, a criminal or both
Foreign Policy. Questions the NSA chief should be forced to answer
Foreign Affairs. How to prevent the next Edward Snowden
Wired. Why the “I have nothing to hide’ is the wrong way to think about surveillance
The New York Review of Books. Spying americans. A very old story
The New Yorker. David Brooks and the mind of Edward Snowden
Motherboard. All the Prism data the tech giants have been allowed to disclose so far
El escándalo pasará a los libros de historia. Pero también a los de historia del periodismo, como otras investigaciones míticas que mezclaron manejos políticos, filtraciones extraordinarias y reporteros fuera de lo común (Papeles del Pentágono, Watergate). Los periodistas implicados han contado cómo sucedieron los hechos, discrepando en cuanto a quién tuvo los datos primero.
The Guardian ofreció la primicia de las escuchas telefónicas a través del columnista Green Greenwald, conocido por su defensa de Julian Assange, el soldado Bradley Manning y las libertades civiles en Internet en general. The Washington Post dio a las pocas horas la primicia sobre el programa Prisma a través del Premio Pulitzer Barton Gellman. Tuvo un papel confuso pero al parecer esencial en ambos medios la documentalista y activista Laura Poitras (que firmó el artículo de Prisma en The Washington Post y el posterior de The Guardian con la primera entrevista a Snowden). The Guardian insiste en que ha sido el primero; The Washington Post afirma que ha operado con mayor independencia, sin respetar todas las exigencias de la fuente.
Ya hay quien señala que, si el gobierno de EE UU no ha operado como debía, los medios tampoco lo han hecho con demasiado rigor, apostando por la espectacularidad. Esta acusación despierta un debate encendido y con puntos suspensivos, paralelo al que suscita la pregunta ¿hasta qué punto nos escuchan?
Para más información:
Jaime de Ojeda, «Obama, II parte: el destilado del credo demócrata». Política Exterior 152, marzo-abril 2013.
Norman Birnbaum, «El legado de Obama en política exterior». Política Exterior 150, noviembre-diciembre 2012.
Jaime Ojeda, «Elecciones en un país dividido». Política Exterior 150, noviembre-diciembre 2012.