¿Evitará Barack Obama el síndrome del pato cojo? Se conoce con este nombre a la tendencia de los gobernantes a perder influencia cuando se acerca el final de su mandato. En Estados Unidos, los límites de legislaturas y las vicisitudes de un proceso electoral extraordinariamente lento –las campañas presidenciales duran un año entero– vuelven el síndrome especialmente intenso hacia el final de un segundo mandato. Añádase a eso que el Congreso está dominado por una minoría de republicanos recalcitrantes, cuyo único objetivo parece ser bloquear el proceso legislativo. Incluso si hacerlo requiere retirar la financiación del gobierno federal.
El resultado es la parálisis política y la desafección que le acompaña. Es por eso que la valoración pública del presidente pasa por horas bajas. Y también es por eso que la Casa Blanca rebajó las expectativas sobre el tradicional Discurso del Estado de la Unión, pronunciado por Obama ante el Congreso el 28 de enero. A pesar de todo, el presidente sorprendió. Saliendo al encuentro de los que le descartan como un pato cojo, Obama ha intentado insuflar algo de energía a sus dos últimos años de mandato. Las siguientes semanas y meses determinarán su éxito.
El contexto en que Obama pronunció sus palabras es, por primera vez en seis años, prometedor. Con la independencia energética a la vuelta de la esquina, las negociaciones con Irán relativamente encauzadas, y la retirada de las tropas americanas de Afganistán, Oriente Medio puede dejar de ser el agujero negro de la política exterior estadounidense. Se estima que la economía americana crecerá en torno al 3% durante 2014, en gran parte gracias a la reindustrialización que está experimentando el país. La oposición permanece dividida, con el Tea Party intentando desbancar a los republicanos moderados. Y sin embargo, los retos a los que el gobierno necesita hacer frente se acumulan. El legado de Occuppy Wall Street es una sociedad preocupada con sus alarmantes índices de desigualdad económica. La menguante movilidad social supone una amenaza de muerte para el sueño americano. Y en la agenda del gobierno aún quedan importantes temas por resolver: desde la reforma de la ley migratoria al aumento del sueldo mínimo, pasando por la negociación de los tratados de libre comercio en Asia y Europa.
Prometiendo un “año de acción”, Obama ha hecho una llamada a la colaboración en todos estos frentes. En lo que respecta a la economía, ha dejado claro que, de continuar el obstruccionismo del legislativo, aprobará las leyes por decreto. “América no se queda quieta”, ha advertido, “y yo tampoco”. Se trata de una amenaza considerable, en un país en el que, a diferencia de España, el ordeno y mando del ejecutivo constituye la excepción y no la regla. Pero es probable que el sector privado se resista a la petición de subir el sueldo mínimo un 40%. Y en política exterior, la actitud de Obama, atendiendo a su discurso, continuará siendo prudente. No se esperan grandes cambios, a pesar de los esfuerzos de John Kerry por reconducir el –cada vez más abocado al fracaso– proceso de paz entre Israel y Palestina. El punto álgido del discurso no lo protagonizó una propuesta atrevida, sino la ovación a Cory Remsburg, el sargento que perdió su brazo en su décimo despliegue en Afganistán. El gesto testifica el respeto que merece su sacrificio, pero también el militarismo irreflexivo que impera en Washington, donde alabar a las fuerzas armadas es el pan de cada día, pero cuestionar las guerras que libran es improcedente.
Como apunta Lionel Barber, el discurso de Obama constituye, en última instancia, una hábil declaración de impotencia política. Aunque la reciente limitación del filibusterismo en el Senado acelerará el proceso legislativo, implementar la agenda de Obama requiere el apoyo de ambas cámaras. Si el Congreso continua boicoteando al presidente, el resultado será nefasto para ambas ramas del gobierno –y en especial para el Partido Republicano, que controla la cámara baja. Pero el riesgo de parálisis continúa estando presente. De realizarse, la presidencia de Obama acabaría, como dijo T.S. Eliot, no con un estallido sino con un gemido.