La muerte de nueve civiles a manos de la policía federal en la localidad oaxaqueña de Nochixtlán vuelve a poner al gobierno mexicano contra las cuerdas. En el episodio, que tuvo lugar el 19 de junio, se juntan dos tendencias que han definido la presidencia del priista Enrique Peña Nieto (electo en 2012): el rechazo a su plan de reformas por partes significativas de los sectores sociales a los que afectan y, por otra parte, un clima de represión e impunidad en el que las fuerzas de seguridad contribuyen a la violación sistemática de derechos humanos.
Aunque las protestas de Nochixtlán saltaron a la primera plana mediática el 19 de junio, el enfrentamiento entre las autoridades mexicanas y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), sindicato de maestros con un fuerte arraigo en el sur de México, comenzó con la reforma educativa promovida por Peña Nieto y su secretario de Educación, Aurelio Nuño. En mayo, la CNTE promovió un paro educativo, al que el gobierno respondió despidiendo a más de 3.000 profesores. Una semana antes de que estallara la represión, los maestros bloquearon la carretera que une Oaxaca con la Ciudad de México. El 19, el gobierno decidió poner fin al impasse por la fuerza, enviando a 800 policías que, tras encontrar resistencia entre los 2.000 manifestantes y vecinos que salieron en su apoyo, emplearon armas de fuego para dispersarlos.
Tras la oleada de violencia, la policía terminó por retirarse, cediendo una vez más el control de la carretera. Aunque inicialmente alegaron que su despliegue no estaba armado y que fue atacado por un tercer grupo de radicales, que no estaban afiliados con ellos ni con los maestros, los mandos policiales terminaron por verse obligados a admitir que sus hombres portaban armas de fuego. Gobierno y representantes del CNTE han emprendido un proceso de negociación, pero su principal interlocutor es Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación y responsable de la policía federal. Nuño, al que muchos consideran un posible sucesor de Peña Nieto, se ha mantenido en un segundo plano.
La reacción del gobierno difícilmente pudo ser más torpe y desmedida. “El uso excesivo de fuerza se ha vuelto común en los últimos años, especialmente durante la presidencia de Peña Nieto”, escribe John Ackerman, profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México. El presidente acumula un historial de derechos humanos nefasto. La matanza más destacada es la de Ayotzinapa, en septiembre de 2014, cuando la policía local y el ejército fueron cómplices en el asesinato de 43 estudiantes normalistas. En el caso de Tlataya, soldados mexicanos asesinaron a 22 personas –entre ellos una niña de 14 años– alegando que luchaban contra el narcotráfico. Por acción y por omisión, las fuerzas de seguridad mexicanas, brutalizadas por una guerra contra la droga que ya cumple diez años y más de 60.000 muertos, son responsables de incontables violaciones de derechos humanos.
Oaxaca tiene, además, un largo historial de revueltas. El estado natal de Benito Juárez y el que cuenta con la mayor población indígena del país se alzó de manera similar en 2006. En aquella ocasión, la CNTE demandaba más recursos para el profesorado del sur de México, históricamente pobre y menos desarrollado.
Las protestas tras la represión llegan en un momento de debilidad para el gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI). El 5 de junio, el PRI sufrió un descalabro electoral en 12 elecciones regionales, que otorgaron 7 victorias a su principal rival, el conservador Partido de la Acción Nacional (PAN). A la izquierda, tanto el Partido de la Revolución Democrática (PRD) como el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el partido encabezado por Andrés Manuel López Obrador, hacen la competencia al PRI. López Obrador, que en su momento encabezó el PRD y fue alcalde de la Ciudad de México, se puso al frente de una manifestación multitudinaria a favor de los profesores, celebrada en la capital el 26 de junio.
Aunque las elecciones presidenciales no se celebrarán hasta 2018, la caída de popularidad de Peña Nieto puede pasar factura a su partido. Como muestra esta gráfica de Bloomberg, la popularidad del presidente se ha erosionado durante los últimos dos años y el rechazo que genera aumenta de forma sistemática.