Seis años de guerra en Siria han transformado profundamente el reparto demográfico del país desbordando sus fronteras. Cinco millones de refugiados han huido hacia los países limítrofes, los menos, hacia Europa. Ocho millones han sido múltiples veces desplazados internamente. Al menos 300.000 personas han perdido la vida y 1,5 millones han sido heridas. Tras estas cifras, tan bailantes como los trasvases de población que obedecen a la volátil dinámica de frentes, se esconde una transformación más profunda que afecta tanto a los roles como a los espacios que ocupan en la Siria en guerra la mitad de la sociedad: las mujeres. El conflicto ha propulsado a muchas amas de casa de clase trabajadora fuera de las cuatro paredes del hogar y de los confines de sus barrios, forzándolas a ocupar nuevos roles y nuevos espacios antes gestionados por hombres.
En una guerra donde menos de medio millón de hombres empuña las armas en los diferentes bandos que mantienen a 22,5 millones de civiles en jaque, 11 millones de mujeres han pasado de ser madres, hijas y mujeres a convertirse en refugiadas, desplazadas, viudas, solteras, divorciadas, combatientes o cabezas de familia tras la perdida del proveedor familiar. Han pasado a gestionar las unidades familiares en campos de refugiados, casas de acogida o en movimiento en las rutas ilegales hacia Europa. Igualmente, han inundado universidades e integrado con fuerza el marchito sector económico sirio. Sin embargo, la historia se repite en la región, donde el nuevo rol forzado por la escasez de hombres absorbidos por las trincheras y sujetos a una economía de guerra no se traduce en una mayor representación política de la mujer. A pesar de la responsabilidad social adquirida por las mujeres en tiempos de guerra, las sirias siguen infrarrepresentadas en todos los procesos auspiciados por las diferentes potencias internacionales en la búsqueda de una solución política que ponga fin al conflicto y defina el futuro del país.
De amas de casa a amas de tiendas de campaña
La mayoría de los ocho millones de desplazados internos en Siria han vivido múltiples traslados empujados por los cambiantes frentes. Es el caso de Um Alí, quien huyó de Homs junto a sus dos hijos y marido. Como tantas otras mujeres de clase trabajadora, Alí realizaba las labores de casa y mantenía una vida social animada por las conversaciones alrededor de un café en la intimidad de las casas de sus vecinas o familiares. Una tarde cualquiera del verano de 2011, el primer indicio de guerra se postró bajo la ventana de su cocina. Un joven era apaleado hasta la muerte a la vista de todos. Los movimientos de Alí se redujeron mientras que su marido se hizo progresivamente cargo de las compras y trayectos al mercado. Entonces, la violencia invadió el barrio, y la familia decidió buscar refugio en casa de unos familiares en la campiña. Sin memoria alguna de guerra en sus vidas, confiaban en que todo acabaría en pocos meses. Pero la guerra alcanzó la campiña, donde esta pareja perdió su intimidad al compartir cuarto con otros familiares. Los desplazamientos continuaron, peregrinando en grupo en busca de cobijo en las casas de allegados aún afincados en zonas exentas de choques armados. Cuando su marido optó por sumarse a las revueltas, Siria entera dejó de ser segura para esta familia que decidió cruzar ilegalmente la frontera para instalarse en la localidad libanesa de Ersal, afín a los insurrectos. Acogidos en asentamientos informales financiados por jeques del golfo Pérsico, el espacio vital de Um Alí se redujo a los 10 metros cuadrados de la tienda de campaña que delimitaban su nuevo hogar. En sus labores de ama de casa retrocedió en el tiempo, obligada a hornear su pan, lavar los platos y ropa a mano, cocinar lo justo para el día sin un frigorífico que le permitiera planificar semanalmente, y hacer malabares con los escasos ingresos esporádicos.
La transformación que está operando la mujer en la sociedad siria durante la guerra no se traduce, sin embargo, en mayor peso en las esferas de decisión política. La historia ha excluido en el pasado a aquellas mujeres que participaron de lleno en los conflictos de la región: desde las milicianas argelinas durante la guerra de liberación, a las palestinas y las libanesas durante la guerra civil. Hoy, están sujetas en sus países a códigos familiares retrógrados que les niegan el derecho al divorcio, la transmisión de la nacionalidad a sus hijos, optar a un marido sin el consentimiento de los varones de la familia o les llevan a ser enterradas a la sombra de la justicia en proclamados crímenes de honor. Al asumir el peso y la responsabilidad de mantener a sus familias con vida, muchas mujeres exigen dejar de ser las víctimas para ocupar un lugar en los laboratorios donde se decide el futuro de su país.
De todas la delegaciones enviadas a negociar una salida política de la guerra en Siria, ya sea en Riad, Moscú, Astaná o Ginebra, las mujeres son minoría. La delegación opositora cuenta con tres, la del gobierno de Bachar el Asad con cuatro, junto a las 12 que componen el grupo de mujeres que asesoran (sin poder de injerencia) al enviado especial de la ONU para Siria, Staffan de Mistura. Son la minoría de hombres que hacen la guerra, ejército o grupos armados opuestos, los que deciden, y lo hacen sujetos a las potencias extranjeras que les respaldan. Unas potencias cuyas políticas de asistencialismo unilateral para con desplazadas y refugiadas asigna a la mujer siria el papel de víctima a la que repartir cartones de comida sin pensar que con ello han contribuido a reducir su espacio, margen de decisión y gestión.
Al asumir el peso y la responsabilidad de mantener a sus familias con vida, muchas mujeres exigen dejar de ser las víctimas para participar en la toma de decisiones
Durante su estancia en los campos de refugiados, Alí dejó de ir a la compra porque los mismos jeques le proporcionaban junto con las Naciones Unidas cartones de comida básica entregados ante su tienda, algo que como al resto de mujeres en su situación las desterró de la única actividad y recorrido diario a los mercados en su papel de “amas de tienda”. De los cerca de cinco millones de refugiados registrados ante la ONU, las mujeres de entre 18 y 59 años suman medio millón, y están a cargo de 830.000 menores de 12 años. Obsesionados con no perder la cabeza, la familia de Alí se ha reforzado en su prolongado exilio. Han visto sumirse en la locura a varios de sus compatriotas refugiados que, al igual que ellos, pasaron de una vida en la que lo tenían todo a ser relegados a ese estado mental que acusa el refugiado: superar el día a día sin propiedad ni prospección de futuro. Su objetivo ha sido asegurar la salud y la escolarización de sus dos hijos. Han transcurrido cinco años desde que Um Alí dejará su piso en Homs; durante ese lustro ha recorrido más de 11 hogares, pasando por asentamientos, almacenes, garajes alquilados y sótanos inhabitables. Sus hijos están escolarizados, pero los padres se consumen mentalmente en un país extranjero. Él, emasculado, por no poder proveer a su familia como quisiera. Ella, recluida en su garaje-hogar privada de responsabilidades. Incapaces de pagar los 800 euros anuales que cuesta el permiso de residencia para su familia, toda incursión fuera del perímetro seguro de la casa y de sus alrededores es exponerse a ser arrestados en alguno de los múltiples controles militares que minan Líbano.
Las viudas, sometidas a una tutoría múltiple
Pero Um Alí, como tantas otras refugiadas que comparten su estatus, es consciente de que la huida le ha permitido conservar a su marido con vida. La Bekaa acoge a la mayor concentración de los 1,5 millones de refugiados llegados de Siria. Una parte importante son mujeres con niños a su cargo. Según un informe de Amnistía Internacional publicado en febrero de 2016, las mujeres quedan al frente del 20% de los hogares de refugiados sirios en Líbano, una de cada tres en el caso de las palestinas sirias. Al enviudar, y sin ni siquiera tiempo para lutos, estas mujeres han perdido la independencia económica para gestionar su hogar. Niwar H. enterró a su marido después de que un mortero le alcanzara de regreso a su casa de Duma, en la periferia de Damasco y feudo del grupo insurrecto salafista Jeish el Islam. Con cinco hijos, cuatro de ellas niñas, Niwar se convirtió de la noche a la mañana en cabeza de familia. En los múltiples cercos del país son las mujeres quienes lideran la lucha diaria por lograr los víveres. Sin contar las regiones bajo el Estado Islámico (EI), donde las mujeres son desprovistas de todo derecho y relegadas a una ciudadanía de segunda en las que un mal acierto en la vestimenta impuesta puede costarles la vida.
Los milicianos salafistas se otorgaron el derecho a interferir en la vida de Niwar, al considerar que toda mujer sin varón pasa a la tutoría colectiva. Y ello incluye buscarle un nuevo marido así como la posibilidad de entregar las hijas mayores de 12 años a algún combatiente soltero. Dispuesta a proteger a sus hijas, Niwar vendió sus pertenencias para poder pagar a los traficantes y franquear el doble cerco impuesto por Jeish el Islam y por el ejército sirio para buscar refugio en casa de su cuñado en Damasco. Este decidió que su familia viajaría a los campos de refugiados de Líbano y que Niwar y su prole les acompañarían. Ya en Líbano el cuñado empezó a gestionar a su manera los 114 euros que mensualmente recibía Niwar de la ONU. Tras haber escapado de la tutoría de los milicianos, Niwar decidió solicitar una tienda en un asentamiento informal gestionado por ONG islámicas para independizarse, esta vez, de la potestad de su cuñado.
Han de comportarse acorde a la moral, que incluye no acudir a las revisiones ginecológicas de médicos varones de las agencias internacionales humanitarias
Pero la cadena de control no terminó ahí. Los jeques que financian dichos asentamientos proveen el 100% de los gastos de comida y asistencia médica a las viudas y a sus hijos a cambio de respeto a sus estrictas normas de movimiento y socialización. Las mujeres no pueden abandonar el perímetro de los asentamientos por temor a ser acosadas sexualmente. Han de ir veladas y comportarse acorde a la moral impuesta, que incluye no acudir a las revisiones ginecológicas de médicos varones ofertadas por las agencias internacionales humanitarias, ni trabajar como mujeres de la limpieza en los poblados cercanos. Y sobre todo, han de aguantar la hilera de propuestas de matrimonio, en ocasiones como segundas mujeres, de los candidatos seleccionados por aquellos que gestionan los campos. Alejadas de sus familias y expuestas a la competición de varones que insisten en tutelarlas, algunas ceden ante las propuestas de casamiento que al fin y al cabo les hará depender de un solo varón y acallará al resto.
El exilio, una metamorfosis mental sin retorno
Huir de la guerra no es solo un camino que recorrer, sino un proceso transformador. Decenas de miles de mujeres viudas o abandonadas por maridos polígamos han desafiado al destino huyendo de los conflictos a través de peligrosas rutas, cruzando en barcazas mares desconocidos y campando durante meses en campos de acogida. Muchas de ellas no habían puesto un pie fuera de sus cocinas, de sus barrios o poblados, cuando los hombres se hacían cargo de la unidad familiar.
La transformación que está operando la mujer en la sociedad siria durante la guerra no se traduce, sin embargo, en mayor peso en las esferas de decisión política. La historia ha excluido en el pasado a aquellas mujeres que participaron de lleno en los conflictos de la región: desde las milicianas argelinas durante la guerra de liberación, a las palestinas y las libanesas durante la guerra civil. Hoy, están sujetas en sus países a códigos familiares retrógrados que les niegan el derecho al divorcio, la transmisión de la nacionalidad a sus hijos, optar a un marido sin el consentimiento de los varones de la familia o les llevan a ser enterradas a la sombra de la justicia en proclamados crímenes de honor. Al asumir el peso y la responsabilidad de mantener a sus familias con vida, muchas mujeres exigen dejar de ser las víctimas para ocupar un lugar en los laboratorios donde se decide el futuro de su país.
Excluidas de la negociación
De todas la delegaciones enviadas a negociar una salida política de la guerra en Siria, ya sea en Riad, Moscú, Astaná o Ginebra, las mujeres son minoría. La delegación opositora cuenta con tres, la del gobierno de Bachar el Asad con cuatro, junto a las 12 que componen el grupo de mujeres que asesoran (sin poder de injerencia) al enviado especial de la ONU para Siria, Staffan de Mistura. Son la minoría de hombres que hacen la guerra, ejército o grupos armados opuestos, los que deciden, y lo hacen sujetos a las potencias extranjeras que les respaldan. Unas potencias cuyas políticas de asistencialismo unilateral para con desplazadas y refugiadas asigna a la mujer siria el papel de víctima a la que repartir cartones de comida sin pensar que con ello han contribuido a reducir su espacio, margen de decisión y gestión.
Este artículo es un adelanto del próximo número de Política Exterior, de marzo-abril de 2017.