Decía el gran Xavier Zubiri, filósofo español del pasado siglo, ante un auditorio madrileño, que si en su lugar apareciese Ptolomeo para explicar su sistema cósmico, más de uno saldría convencido de que el Sol y los planetas giraban alrededor de la Tierra. Las aportaciones recogidas en este número de Economía Exterior no esconden trampas ni hipérboles, tampoco pretenden el oscurecimiento intelectual por obra y gracia de pasiones fundamentalistas: “nuclear sí o no”. La argumentación es limpia y transparente y además apasionante.
Desde que el hombre aprendió a dominar el fuego, progreso tecnológico y energía han formado una cerrada asociación solo interrumpida, en el caso nuclear, por desastres de funcionamiento de las propias centrales, Chernóbil, o acarreados por catástrofes naturales, Fukushima. Factores políticos y económicos, cierre del canal de Suez o caída continuada en los precios del petróleo, han acelerado o retrasado el desarrollo de la energía atómica.
Chernóbil aconteció en un país primitivamente industrializado durante un régimen político indiferente a los derechos de los ciudadanos. Fukushima ha ocurrido en un país de altísima tecnología, atento a las menores exigencias de seguridad ciudadana. Pero la naturaleza ha hecho esta vez otra de las suyas, 25.000 muertos y cientos de miles de desplazados. Un área geográfica y humana maldita; habitantes ocupados en enterrar las cenizas radiactivas.
¿Es una imprudencia temeraria la energía nuclear, un negocio, quién asume el riesgo de accidente, cuándo tendremos una solución a los residuos, necesitamos más generación?
Sin nuclear, la seguridad de abastecimiento energético es más incierta. Los acontecimientos de Libia solo han influido seriamente en el aprovisionamiento de Italia, pero si los conflictos se extienden a los grandes productores de Oriente Próximo el precio del petróleo podría volver a dispararse. Un 85 por cien del petróleo y gas consumidos por Europa occidental depende del proveedor ruso. Un arriesgado problema de seguridad cuando Alemania interrumpe, aunque no detenga definitivamente, el funcionamiento de siete reactores. La generalización del parón nuclear significaría que 152 reactores de la UE, que suministran un tercio de la electricidad baja en carbono, quedarían paralizados.
A la seguridad en los suministros se añade el compromiso europeo de sostenibilidad ambiental, concretamente la reducción de los niveles de CO2. Exigencia de un enorme esfuerzo inversor –vehículos eléctricos, electrodomésticos inteligentes, normas rigurosas en la edificación– y nuevas capacidades de generación para un sector eléctrico descarbonizado, es decir, renovables, gas/carbón con captura de CO2 y naturalmente nucleares. Según y cuáles sean los precios del petróleo se necesitarán subvenciones públicas o un precio de los derechos de emisión de CO2 mucho más elevados.
Entre los riesgos nucleares y la sostenibillidad medioambiental, el calentamiento del planeta y una biosfera degradada por la combustión química, el debate adquiere una dimensión dramática.
En espera de la energía del futuro, si llega, la fusión termonuclear –25 gramos de deuterio y tritio (isótopos de hidrógeno) capaces de producir tanta energía como 20 toneladas de carbón, sin desprendimientos de CO2 ni residuos contaminantes– nuevas generaciones de reactores de fisión y las mejoras conseguidas en el aprovechamiento y tratamiento de los residuos quedarían frenadas si la alternativa nuclear se cierra. China e India continuarán adelante y los reactores del futuro serán suyos. Solo la fusión nuclear devolvería a Europa el protagonismo perdido. ¿El proyecto ITER, de fusión termonuclear, colmará las esperanzas de una energía atómica limpia, segura y duradera?
Entre tanto, los avances en la generación nuclear para fines civiles han reducido, mediante el reciclado de materiales nucleares, el problema de los residuos radiactivos. Una interesante estrategia de gestión desde las piscinas de los reactores hasta la recuperación del 96 por cien de los materiales reciclables. Y donde el cuatro por cien restante, productos de fisión y actínidos menores que no se reciclan, se vitrifican, antes de almacenarlos definitivamente.
Para ellos el destino final siguen siendo los refugios o sepulturas nucleares. Cuevas excavadas en gigantescas formaciones salinas, en el corazón de Alemania, por ejemplo, que podrían almacenar hasta 17.000 toneladas de residuos altamente radiactivos. En 1977, el Land de Baja Sajonia tomó la decisión, sin ninguna consulta democrática, de ofrecer la caverna de sal situada en el subsuelo de la ciudad de Gorleben y a 800 metros de profundidad como un cementerio nuclear.
En los días que corren y después de Chernóbil y Fukushima encontrar un consenso democrático para nuevos enterramientos resulta cada vez más difícil. Sin embargo, el crecimiento de la población y de la renta mundial por habitante desencadena un mayor consumo de hidrocarburos y carbón.
Se acentúa la incertidumbre sobre los abastecimientos energéticos, mientras siguen sin ser competitivas energías alternativas no nucleares, limpias y no contaminantes. Pero, sobre todo, está el gravísimo riesgo del calentamiento climático y las emisiones de CO2 a la biosfera.
Toda una gama de inquietantes elementos dramáticos de condición permanente que se reflejan a lo largo de las diversas contribuciones que recoge este número.
Ningún lector quedará indiferente. Tampoco totalmente convencido. Pero la duda es el mejor desencadenante de todo proceso intelectual no oscurecido por prejuicios iniciales.
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