El año del Brexit y la victoria de Donald Trump ha catalizado una tormenta perfecta en el debate migratorio. En la vorágine de medidas y propuestas políticas para abordar “el problema de la inmigración” se pierde de vista algo fundamental: los términos de este debate están repletos de valores ideológicos. Los valores de la derecha política, concretamente.
En 2006, el lingüista norteamericano George Lakoff aplicó su teoría de los marcos conceptuales al debate migratorio a propósito de la reforma integral propuesta por George W. Bush en ese momento. Lakoff plantea que cada marco define el problema en sus propios términos, restringiendo con ello las soluciones para abordarlo. La vigencia de este planteamiento es absoluta una década después y pone en evidencia la ausencia de una perspectiva progresista en la narrativa sobre la movilidad humana. Falta en este debate una alternativa construida a partir de los valores de la izquierda política.
El “problema de la inmigración”, la “crisis de los refugiados” o el “control migratorio” son las expresiones, en absoluto neutrales, que acotan y determinan el debate. Pero no hay una alternativa de progreso que cuestione el marco que ya viene delimitado por esos términos tan manidos. Por tanto, no hay posibilidad alguna de elaborar una alternativa, dentro de ese contexto, basada en los principios de igualdad y equidad entre las personas.
El debate se centra en el inmigrante y por ello, de entrada, se está aceptando un punto de partida que diferencia entre el nativo y el que viene de fuera. Una diferenciación a la que se superpone otra: el que viene de fuera con suficientes recursos es bienvenido; el que viene sin nada es indeseable.
Y no es que esté mal centrarse en las personas a la hora de debatir los asuntos públicos. El problema es aceptar esta diferencia como punto de partida para el debate migratorio. Al hacerlo, se valida la idea de que por encima de la dignidad y la igualdad esencial de las personas está la prerrogativa soberana de un Estado para decidir quién tiene qué derechos en su territorio y quién no. Cuestionar esta idea plantea un debate que trasciende un marco conceptual limitado y ajeno a las dinámicas de un mundo global en el que el hecho incontrovertible es que las personas se mueven.
Como apuntan Lakoff y Ferguson, es importante advertir todos los argumentos y actores que un enfoque tan limitado y negativo deja fuera del debate. Al problematizar la inmigración y basar la solución en el férreo control, se está dando la espalda a una realidad que reclama algo distinto: un modelo eficaz de gobernanza de la movilidad humana. La forma de abordar este fenómeno en la actualidad, además de cruel, elude desafíos cruciales en el medio plazo, como la dimensión global del mercado de trabajo o el hecho de que Europa envejece.
¿Dónde han quedado las izquierdas en todo este debate? Al margen de puntuales propuestas aisladas, su posición es puramente reactiva, defensiva, de denuncia (indudablemente necesaria) de las violaciones de los derechos humanos que se perpetran. Se limita, en definitiva, a un marco fijado por valores conservadores como el orden, la seguridad o la identidad.
Basta con observar lo que ha pasado en España en los últimos 30 años. La alternancia en el gobierno de PSOE y PP ha supuesto, en términos de políticas de control migratorio, una mera cuestión de matiz. Al fin y al cabo, fue el gobierno socialista el que inventó durante la “crisis de los cayucos” el modelo de externalización y securitización de fronteras que hoy han asumido otros gobiernos. Las vallas de Ceuta y Melilla son resultado de la acumulación de decisiones políticas con el único objetivo de construir un freno físico de los flujos migratorios procedentes de África. Su lesiva y en ocasiones mortal configuración actual es la materialización de una política de Estado cuyo marco se define desde Bruselas.
Ese marco hoy está perfectamente definido en la Agenda Europea de Migración consensuada por la Unión Europea en 2015. Sus cuatro pilares no pueden resultar más reveladores: reducir los incentivos a la migración irregular, gestionar las fronteras (salvar vidas y proteger las fronteras exteriores), definir una política común de asilo y una nueva política de migración legal. De nuevo: ilegalidad, criminalidad, amenaza, respuesta a una crisis humanitaria autoinducida y control de las fronteras de la fortaleza europea.
Sigue siendo clamorosa la falta de una alternativa basada en la justicia y la racionalidad. En la necesidad y los beneficios de la inmigración en un mundo de intereses imbricados. Necesitamos saber qué fuerza progresista política o social aceptará el reto de imaginación y liderazgo que requiere elaborar una propuesta de movilidad que vaya más allá de la resistencia y la denuncia dentro de un marco definido por la derecha.