“Por fin se levanta el sol para la reunificación nacional, la reconciliación y la paz”, dijo Kim Dae-jung, presidente de Corea del Sur, al término de la comida que le ofreció su anfitrión, el líder norcoreano Kim Jong Il, como colofón de la primera cumbre intercoreana, celebrada en Pyongyang entre los días 13 y 15 de junio del año 2000. Veinte años después, el optimismo de aquel político de centro izquierdas que se convirtió en el primer presidente católico de Corea del Sur ha dado paso a un escepticismo realista en Seúl. Una consecuencia de la montaña rusa en que se han convertido las relaciones intercoreanas debido a las periódicas acusaciones del norte comunista al sur capitalista de amoldarse a los deseos de Estados Unidos. Estos vaivenes han provocado que la tensión domine el vigésimo aniversario de aquella reunión y aliente el temor a que estalle una nueva etapa de hostilidades.
En Seúl, políticos, militares y expertos en asuntos norcoreanos no acaban de entender el comportamiento del régimen de Pyongyang de las últimas semanas. Se trata de una espiral de tensión, articulada en torno a una cadena de acusaciones, que no se vivía desde hace casi tres años y que se contrapone a la prevista conmemoración del vigésimo aniversario de la primera cumbre intercoreana, que marcó el rumbo para la paz y la reunificación de los dos países.
En estos últimos días, en lugar de declaraciones de concordia lo que más se ha prodigado por parte de Pyongyang han sido amenazas. Las intimidaciones alcanzaron su punto álgido el pasado fin de semana, cuando Kim Yo-jong, hermana del líder norcoreano Kim Jong-un, afirmó que había llegado el momento de “romper con las autoridades de Seúl” y de “hacer pagar la traición y los crímenes de Seúl contra el Estado comunista”, así como que su ejército se encargará de planificar y llevar a cabo las acciones necesarias.
Esta advertencia de la dirigente norcoreana constituía el último apercebimiento de una serie de avisos, cada vez más contundentes, que Corea del Norte ha venido lanzando a su vecino del sur. Primero fueron las amenazas de cerrar una oficina de enlace intercoreana y varios programas transfronterizos, como denuncia del envío de globos con panfletos contra el régimen como un acto hostil que viola los acuerdos de paz. Después, el corte de todas las líneas de comunicación entre Seúl y Pyongyang, y por último declarar “enemigo” a Corea del Sur. A ello se suma la notificación estadounidense de haber detectado movimientos de misiles en los últimos días en territorio norcoreano. Una actividad que, por otra parte, podría estar relacionado con el desfile militar del 25 de junio, cuando Pyongyang conmemora la guerra de Corea.
En definitiva, toda una serie de señales hostiles cada vez más contundentes por parte de Corea del Norte, que sugiere que no se puede descartar ningún escenario futuro. Ni siquiera el referido a la posibilidad de regresar a tiempos anteriores a la primera cumbre intercoreana de junio de 2000, según los analistas surcoreanos más pesimistas. Unos años en los que prevalecía el temor a un ataque del norte sobre Seúl. Puede parecer exagerado, pero no hay que olvidar que en 2010 Corea del Norte atacó con obuses una isla surcoreana fronteriza y hundió una patrullera del sur que provocó la muerte de 46 marineros.
Pese a todo, Seúl confía en que las aguas vuelvan pronto a su cauce porque la situación actual poco tiene que ver con la que imperaba en la península coreana hace dos décadas. Entonces, Corea del Sur salía de la profunda crisis económica que azotó Asia en 1997-98 y Corea del Norte, de una terrible hambruna que se cobró millones de víctimas. Esta coyuntura facilitó la firma de acuerdos, centrados en la ayuda humanitaria y la cooperación económica, así como en la creación del complejo industrial fronterizo de Kaesong, donde 120 empresas surcoreanas emplearon a 55.000 trabajadores norcoreanos. El proyecto fue cerrado por Seúl en 2016 como protesta por un ensayo nuclear y el lanzamiento de un misil por parte de Pyongyang.
Ahora, Corea del Norte es un Estado que posee el arma nuclear y que reclama su reconocimiento internacional, a pesar de las reticencias de Washington, que se resiste a seguir las sugerencias de Pekín de buscar un acuerdo con Pyongyang para desnuclearizar la península coreana. Y Corea del Sur es toda una potencia económica internacional que se sienta en el G20 y cuyo presidente, Moon Jae-in –sus padres huyeron al sur durante la guerra civil–, apuesta por la política de la mano tendida al norte que inauguró Kim Dae-jung.
Tenso equilibrio de fuerzas
Históricamente, el régimen de Pyongyang siempre ha tenido prisa y digiere mal que las promesas tarden tiempo en concretarse. Este sería el núcleo de la actual tensión que vive la península coreana. Después de tres cumbres intercoreanas, otras dos entre Kim Jong-un y Donald Trump y una tripartita en la zona desmilitarizada en junio de 2019, las autoridades norcoreanas quieren resultados. Les apremia la situación económica que vive su país y la escasez de alimentos y desnutrición que sufre la población, que ha empeorado en los últimos meses por el cierre de la frontera con China debido a la epidemia del coronavirus Covid-19.
Una coyuntura que Pyongyang aprovecha para acusar al sur de “traición”. Los dirigentes norcoreanos se quejan de que el gobierno surcoreano no haya tomado la iniciativa para reconducir la situación tras el fracaso de la segunda cumbre entre Kim y Trump, celebrada en febrero del 2019 en Hanoi, y el bloqueo de las conversaciones sobre desarme nuclear de Estocolmo. Washington exige el total desmantelamiento del arsenal nuclear norcoreano y Pyongyang, agobiada por el peso de las severas sanciones internacionales, reclama la flexibilización de estas sanciones a cambio de su moratoria sobre los ensayos nucleares y las pruebas con misiles balísticos intercontinentales y el desmantelamiento de la central atómica de Punggye-ri.
Esta incapacidad para avanzar en las negociaciones no es nueva. EEUU y Corea del Norte llevan décadas con ese pulso y las posiciones se mantienen inalterables. Razón por la cual ambas partes miran y acuden a Pekín para que intervenga de forma más activa y facilite una solución. Sin embargo, es difícil que las autoridades chinas vayan más allá de su actual posición.
La postura oficial de China, desde hace años, no es otra que la de reclamar a las dos partes que se sienten a dialogar, se olviden de posturas maximalistas y negocien un acuerdo satisfactorio para los dos países, que incluya un acuerdo de paz que substituya al armisticio con que se puso fin a la guerra de Corea de 1950-53. Para Washington, sin embargo, Corea del Norte no es su problema prioritario y mucho menos a medio año de las elecciones presidenciales, por lo que resulta difícil pensar que los dos países se pongan de acuerdo en unos pocos meses.
A China le incomoda tener un vecino al norte con un arsenal nuclear, pero no hasta el punto de pretender modificar el equilibrio de fuerzas en la península coreana. Le interesa mucho más tener a un país amigo que le haga de muro de contención de las tropas estadounidenses estacionadas en Corea del Sur. En paralelo, apoya la apertura económica de Corea del Norte, aconsejando a Kim Jong-un que ello contribuirá a desarrollar el país, a generar mayor bienestar social y, en definitiva, a consolidar su poder. Este horizonte favorece, por supuesto, a los intereses del gigante asiático, que pretende evitar que los norcoreanos quieran emigrar a China atraídos por la mayor riqueza del país y ello pudiera alterar la paz social y provocar disturbios en sus provincias fronterizas.
En este sentido, la firmeza que muestran EEUU, China y Corea del Norte proyecta un futuro sombrío respecto al objetivo de derribar a corto plazo el último telón de acero del planeta. No obstante, no hay que olvidar que la solución para que la península coreana se convierta en una región libre de armas nucleares está en manos de dos políticos imprevisibles, como son Trump y Kim, y no hay que descartar que, de la misma manera que tan pronto se cruzan cartas elogiosas como se insultan, llegue un día en que decidan reunirse y resolver de un plumazo un problema que lleva 70 años enquistado. No hay que descartarlo, aunque sea poco probable.