Quien siga la actualidad colombiana puede corroborar que cada día se le atraviesa una traba al proceso de paz entre el gobierno Colombiano de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Y si este se encuentra en su fase final, qué decir de la fase exploratoria en vista de nuevos diálogos con la que los comentaristas denominan las segunda guerrilla en importancia de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). El hecho más reciente, la exigencia de la delegación del gobierno el 14 de abril para que de manera pública se comprometa a poner fin al secuestro, y así poder dar paso a una mesa de diálogo y la discusión de los cinco puntos que se tratarían en la agenda, seguido de la respuesta de los representantes “elenos”, quienes condicionan toda decisión en ese sentido al resultado de un acuerdo multilateral, y no de manera unilateral, al tiempo que precisan que ese delito no esta tipificado por el Derecho Internacional Humanitario.
Después de cinco intentonas, la desmovilización de las FARC y su transformación en movimiento político legal esta a punto de concretarse, tras unos diálogos llevados a cabo en un tiempo récord (otras experiencias en el mundo han llevado más años en confrontaciones más cortas). Pero nada indica que el eventual proceso con el ELN sea más corto. Si bien hay quienes estiman lo contrario –porque el grupo cuenta con cerca de 2.000 combatientes, mientras las FARC declaran tener más de 5.000, porque tiene presencia en unos 6-8 departamentos, mientras las FARC estaban en más de 25 de los 32 que conforman Colombia– hay varias razones que permiten rebatir ese optimismo.
La primera es la división al seno del ELN en relación con un proceso de paz. Si un importante sector considera propicias las condiciones y el momento para dejar las armas, hay otro que afirma que ante la crisis de las instituciones, de los partidos y el espacio dejado por las FARC, habría que seguir impulsando el objetivo de transformación por la vía revolucionaria. Existe una tercera posición para la cual con o sin proceso lo que debe primar es la unidad del ELN. Esto frena los tiempos y compromisos a los que puedan llegar sus emisarios y los del gobierno.
La segunda razón, en consonancia con lo anterior, es precisamente que las decisiones en el ELN suelen originar un debate producto de su historia y de la conformación de su estructura jerárquica. En su comando central, no siempre ha primado una visión única de la estrategia ni de la táctica, dependiendo en muchas ocasiones de la fuerza y reconocimiento que en determinado momento pueda tener uno de sus frentes de guerra. Y es quizá por esto que quienes siguen de cerca los acercamientos de ambos bandos aluden a la paz territorial, según la dinámica del ELN en algunas regiones y su entendimiento con las fuerzas locales, como un mecanismo más adecuado que un proceso a nivel nacional.
La tercera razón tiene que ver con una cuestión de peso para el ELN en caso de entrar en negociaciones: la participación de la sociedad civil. Pese a que este grupo es consciente de que toda decisión final pasa por lo que acuerde con el gobierno, la presencia de representantes de las organizaciones sociales y políticas del país es garantía para el proceso mismo y para los cambios que estima requiere el país. Es algo que el grupo viene fraguando desde hace más de dos décadas, al proponer la que denominó “convención nacional” buscando entablar un diálogo directo con las fuerzas vivas del país, donde al gobierno solo le correspondería sancionar lo pactado.
Sin embargo, toda iniciativa de una participación activa de representantes de asociaciones y de líderes sociales y políticos en el proceso de paz pasa, primero, por un aval consensuado entre gobierno y guerrilla; segundo, que tal presencia no conduzca a divergencias que retarden la discusión, sobre todo en los puntos álgidos; tercero, que se definan desde el inicio los momentos, lugares y límites es cuanto al número de participantes y en cuanto a la manera de tratar las divergencias para evitar pausas indefinidas. A esto hay que añadir que el grupo guerrillero proyecta negociaciones en cinco países y en cinco ciudades, algo novedoso pero inusual, costoso, riesgoso y de dudosa efectividad. De hecho, el éxito del proceso con las FARC es haber sentado a las partes en La Habana, lejos del día a día político y de los estruendos de la confrontación armada colombiana.
La cuarta razón tiene que ver con dos tiempos, el del grupo propiamente, y el del gobierno de Santos que es cada vez más corto. El ELN se encuentra ante la disyuntiva de aprovechar la mano que le ha extendido el gobierno –sin soslayar que en principio solo tuvo interés en avanzar con las FARC– o esperar a conocer los designios en materia de paz de quien devenga presidente/a en las elecciones de 2018. Por parte del gobierno, la cuestión tampoco es fácil de zanjar, precisamente por las objeciones que le han salido a los acuerdos con las FARC, por la impopularidad de Santos y por el poco entusiasmo e importancia que para el grueso de la sociedad tienen otros nuevos diálogos. Quizá algo a favor del ELN es que dispone de mayor aceptación que las FARC entre la opinión pública.
Finalmente –y como dice la expresión, “no hay quinta mala”– una quinta razón resulta de lo que pase una vez que las FARC entreguen sus armas. ¿Qué sucederá con su movimiento político? ¿Qué garantías tendrán los excombatientes rasos en la vida civil y no solamente su exjefatura? ¿Dónde irán a parar las posibles disidencias? ¿Se unirán al ELN, mantendrán su autonomía, terminarán como bandas armadas? ¿Qué cambios registrará Colombia que les lleve a concluir que sus días como proyecto revolucionario están contados o que, por el contrario, de no darse transformaciones en cuanto a las garantías democráticas y económicas el ELN se radicalice aún más, y termine con certeza catalogada, ahora sí, la guerrilla más vieja del mundo?