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La consejera de Estado de Myanmar Aung San Suu Kyi durante un acto en el Palacio Presidencial en Naipyidó en enero de 2020.

Myanmar, un país que necesita reinventarse

San Suu Kyi ha vuelto a ganar en Myanmar, pero no ha podido evitar que una parte de la población considere que gobierna insensible a las minorías y compartiendo demasiado con los militares.
Isidre Ambrós
 |  17 de noviembre de 2020

Cinco años después de un escrutinio histórico, Aung San Suu Kyi (75 años) y su partido la Liga Nacional para la Democracia (LND) han revalidado la mayoría absoluta para gobernar en Myanmar. Una gran mayoría de los 37 millones de votantes ha depositado de nuevo su confianza en Mama Suu, como llaman los birmanos a la premio Nobel de la Paz de 1991, para que dirija la transición de este empobrecido país del sureste asiático. Sin embargo, la gente la ha votado ahora sin la ilusión de entonces, sino como la única alternativa a los militares, que mantienen bajo control una transición que iniciaron en 2010.

En otoño del 2015, Myanmar entera vibraba de emoción. Las calles de Rangún, Mandalay, Bago o Myitkyina bullían de gente ilusionada por votar en las primeras elecciones libres después de más de 25 años de dictadura militar. Todo el mundo iba a votar a Mama Suu, que repartía promesas de reformas sociales, económicas y de la Constitución, así como acuerdos de paz con las minorías étnicas en guerra con el Estado desde hacía más de seis décadas. La LND de San Suu Kyi obtuvo el 79,4% de los escaños en liza.

Los birmanos volvieron a la cita con las urnas el 8 de noviembre, pero sin el entusiasmo de entonces. Han sido las primeras elecciones generales que ha organizado un gobierno civil desde los años cincuenta del siglo XX, pero la población ha descubierto que las promesas políticas no se transforman en realidad de la noche a la mañana. San Suu Kyi ha vuelto a arrasar en las urnas y, sin duda, es la política más popular y querida del país, pero no ha podido evitar que una parte de la población considere que la LND gobierna para la mayoritaria etnia bamar (grupo de origen chino-tibetano que abarca el 65% de la población), es insensible a las minorías y comparte numerosos puntos de vista con los militares.

De hecho, los logros que ha alcanzado durante estos cinco años de gestión han sido escasos. Antes de asumir el poder prometió esforzarse en lograr tres grandes objetivos: la reconciliación nacional y un acuerdo de paz con las minorías étnicas, impulsar el desarrollo del país y cambiar la Constitución promulgada por los militares en 2008. La realidad ha sido muy distinta.

Mama Suu ha decepcionado a las minorías étnicas. Su falta de ímpetu para alcanzar un acuerdo de paz y dotar de mayor autonomía política a los siete Estados que configuran Myanmar ha causado desazón. Una frustración que ha impulsado a sus líderes a considerar a la LND como un adversario insensible a sus reivindicaciones y a volver a empuñar las armas, lo que ha desembocado en numerosos choques armados entre las milicias de las minorías étnicas y el ejército en buena parte del país.

En el campo económico los resultados tampoco han colmado las expectativas de la gente. El ritmo de crecimiento del PIB y la inversión extranjera directa disminuyeron debido a la burocracia, la falta de transparencia de la administración y la ausencia de una estrategia económica clara en los tres primeros años de gobierno. La divisa nacional, el kyat, se devaluó hasta un mínimo histórico y la población vio cómo se esfumaban sus aspiraciones de unas mejoras sociales básicas, como la sanidad y la educación.

A pesar de todo, los birmanos no han perdido la fe en Mama Suu y la consideran la única alternativa a los militares. Confían en ella para superar los estragos del Covid-19 y en su gobierno, que se ha comprometido a enderezar la economía del país y acelerar las reformas pendientes con el fin de atraer inversión extranjera. Unos planes que la pandemia del coronavirus ha frenado en seco al hundir la industria textil, el turismo y los transportes, y con ello las esperanzas de una pronta recuperación económica.

La consejera de Estado y primera ministra de facto, sin embargo, está atada de pies y manos por una Constitución que no puede cambiar y que le impide actuar libremente. La Carta Magna otorga el control del país al ejército al darle un 25% de los escaños del Parlamento, el derecho de veto y la dirección de los ministerios de Interior, Defensa y Asuntos fronterizos, además de impedir a San Suu Kyi acceder a la presidencia del país por haberse casado con un extranjero.

Pero esta situación no ha impedido que el día a día revele una comunión de intereses entre la lideresa birmana y los mandos militares. Una confluencia que se puso de manifiesto con la crisis de los rohinyás, la minoría musulmana que las autoridades birmanas consideran apátrida y que fue víctima en 2017 de violentas persecuciones por parte de movimientos budistas extremistas y del ejército. Ello empujó a cerca de 750.000 rohinyás a refugiarse en Bangladesh y generó una crisis entre los países occidentales y Myanmar.

En el enfriamiento de las relaciones influyó la actitud de San Suu Kyi, quien en diciembre de 2019 defendió la actuación del ejército ante el Tribunal Internacional de La Haya y negó que haya habido limpieza étnica y que los rohinyás vivan bajo la amenaza de un genocidio. Esta postura impulsó a muchos países a despojarla de los honores que le habían concedido y al Parlamento Europeo a retirarle el premio Sájarov que le otorgó en 1990 por su lucha en favor de los derechos humanos, lo que ha contribuido a degradar enormemente su imagen internacional.

A la vista de los enormes retos que afronta Myanmar y su lentitud en reaccionar, cada vez son más las voces críticas que sostienen que el país necesita cambios profundos para desarrollarse. Una transformación total a nivel político, económico y social, que sea capaz de integrar a poblaciones de diversas razas, culturas y religiones, desarrollar la economía y garantizar el acceso a la educación y a la sanidad para todos. “Birmania necesita reinventarse como país”, ha sentenciado el historiador Thant Myint-U, nieto de U Thant, secretario general de la ONU entre 1961 y 1971, en diversos medios de comunicación. Una solución extrema, pero quizá imprescindible para que este país del sureste asiático no pierda el tren de la globalización.

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