Myanmar cumple esta semana su primer aniversario bajo el gobierno de una junta militar presidida por el general Min Aung Hlaing, quien asumió el poder en un golpe de Estado que puso fin al gobierno democrático de Aung San Suu Kyi con la excusa de atajar un supuesto fraude electoral. Ha sido un año convulso en el que la violencia militar y las carencias económicas han transportado a los birmanos a una época pretérita que consideraban superada después de una década de apertura y tímidas reformas democráticas bajo el liderazgo de San Suu Kyi y su partido, la Liga Nacional para la Democracia. Sin embargo, el régimen castrense no ha logrado consolidar su control sobre el país, debido a la resistencia civil y de algunos grupos étnicos armados.
Ciertamente, Aung Hlaing no calibró bien su asaltó al poder el 1 de febrero de 2021, a la luz de la fuerte resistencia que ha encontrado dentro el país y el vacío que debe soportar más allá de sus fronteras, a lo que se suma la crisis económica derivada de la pandemia de Covid-19. Una situación que ha provocado que Myanmar, uno de los países más pobres de Asia, se hunda aún más en la penuria.
En el interior del país, los generales confiaban en que la población vería con buenos ojos el alzamiento militar, debido a la lentitud de las reformas democráticas que impulsaba el gobierno de San Suu Kyi. No contemplaron, sin embargo, que la mayoría de los birmanos rechaza una dictadura que les ha oprimido durante décadas y que le han perdido el miedo al ejército. Un cambio de mentalidad que explica el rápido movimiento de desobediencia civil y de huelgas que generó el golpe de Estado, que el paso del tiempo y la creciente violencia militar no han debilitado.
«La mayoría de los birmanos rechaza una dictadura que les ha oprimido durante décadas y ha perdido el miedo al ejército»
Las protestas se han generalizado y no solo han conseguido paralizar parte del funcionamiento de la administración, sino que además afectan a sectores clave del país, como la sanidad, los transportes, la educación y la banca. La respuesta de la junta militar ha sido una represión cada vez más violenta, con la que busca aterrorizar y doblegar a la población.
La violencia, que hasta ahora se ha cobrado la vida de unas 1.500 personas, solo ha conseguido espolear aún más la resistencia civil. Por todo el país han surgido decenas de milicias populares que han creado las denominadas Fuerzas de Defensa del Pueblo (PDF), que operan en todo el territorio nacional y cuentan con el apoyo de grupos étnicos armados, que también hostigan al ejército cada vez con mayor virulencia. Se trata del brazo armado del clandestino Gobierno de Unidad Nacional (NUG), leal a San Suu Kyi y formado poco después del golpe.
La consecuencia de estos choques bélicos, del Covid-19 y de la desobediencia civil han sumido al país en una profunda crisis y han devastado su economía. Un panorama muy distinto del que imaginaba Aung Hling, que confiaba en que las empresas aplaudirían su toma del poder. Nada más lejos de la realidad. Firmas extranjeras como la noruega Telenor, la japonesa Kirin o la francesa Total han anunciado su marcha del país por el deterioro de los derechos humanos. Y muchas otras empresas locales han cerrado sus puertas, con lo que millones de personas han perdido su empleo o su fuente de ingresos, según Crisis Group.
Este panorama sombrío ha sido ratificado por el Banco Mundial. Tras calcular que el PIB de Myanmar cayó un 18% el año pasado y que para este el crecimiento será solo del 1%, la institución advierte de que sus pronósticos van en la línea de “una economía gravemente débil, alrededor de un 30% más pequeña de lo que sería en ausencia del Covid-19 y de no haber ocurrido el golpe”.
Una alerta a la que se suma la ONU, que estima que la pobreza puede duplicarse este año y afectar a unos 25 millones de personas, lo que supone casi la mitad de los 55 millones de habitantes de Myanmar. La represión militar ha provocado, además, que más de 320.000 civiles hayan huido de sus hogares en el último año, según cálculos de la organización.
«El PIB de Myanmar cayó un 18% el año pasado y para este, el Banco Mundial calcula que el crecimiento apenas llegará al 1%»
En el ámbito internacional, a Aung Hlaing tampoco le va mejor y aún pugna por su reconocimiento. Confiaba en que el descredito que había cosechado San Suu Kyi por la represión contra la minoría de los rohinyá le favorecería, pero no ha sido el caso. La ONU ha prestado poca atención al golpe de Myanmar debido al Covid-19, pero decidió dejar en su puesto al actual embajador birmano, que se ha declarado partidario del gobierno democrático, lo que le proporciona al NUG una magnifica plataforma internacional, para irritación del régimen. La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático también le ha cerrado sus puertas y en una decisión sin precedentes decidió no invitarle a la cumbre de líderes ante la incomodidad que provocaba su presencia. Otro golpe bajo inesperado para el régimen castrense.
No obstante, a pesar de que los generales birmanos anhelan mejorar sus relaciones exteriores, nada sugiere que estén dispuestos a cambiar su comportamiento o sus objetivos políticos a cambio de reconocimiento diplomático. Todo indica que seguirán con sus planes de celebrar elecciones a mediados de 2023 con unas reglas de juego que aseguren su permanencia en el poder.
Ante este panorama, el futuro de Myanmar se vislumbra sombrío y convulso. Es difícil imaginar que el régimen castrense pueda celebrar unas elecciones cuando gran parte del país está en rebelión; o que la población acepte a unos militares vestidos de civil como sus nuevos dirigentes. Tampoco ayuda a la estabilidad de Myanmar la existencia de una resistencia armada cada vez más sólida y coordinada con las minorías étnicas, dispuesta a enfrentarse al ejército en una guerra de desgaste. Así, el país parece condenado a un estado tumultuoso permanente, sin visos de una salida democrática en un futuro previsible.