Si el fútbol es la guerra por otros medios, esta primera fase del Mundial de Rusia depara conflictos interesantes, permitiéndonos fantasear con las lecciones geopolíticas que nos regalará el balón. Con una sociedad internacional que se parece cada vez más a un buen partido de fútbol –una montaña rusa de emociones, espectadores que navegan entre el regocijo culpable y la ansiedad pueril, intereses espurios por todos lados–, repasemos grupo a grupo qué gozos y penas puede darnos esta gran –y no tan incruenta– batalla campal.
Grupo A: Putin juega en casa
Un grupo delicado, futbolística y geopolíticamente hablando. No hay más que ver el partido inaugural del Mundial: Rusia frente a Arabia Saudí. ¿Dónde, en Siria? No, en el Olímpico Luzhnikí, en Moscú. El gran aliado de Estados Unidos en Oriente Próximo (Israel es otra cosa: un hermanastro descarriado, un hijo adoptivo con problemas) frente al nuevo mejor enemigo de la superpotencia. Porque veamos: si Donald Trump viese el partido, en lugar de cualquier cosa en la Fox, ¿con quién iría? Es de suponer que con su mentor espiritual, Vladímir Putin, el débil hombre fuerte del Kremlin, el líder que marca los tiempos en la arena internacional. Pero, ¿y los saudíes? Los saudíes están plantándole cara a Irán, acercándose a Israel, comprando armas, muchas armas a EEUU… Un mar de dudas, pues, señor presidente.
Egipto aparece como el nexo de unión entre dos potencias que en los últimos tiempos han acercado posiciones, no solo en relación al precio del crudo. Los egipcios mantienen buenas relaciones con Rusia y mejores con Arabia Saudí y, lo importante, tienen a uno de los jugadores de moda, Mohamed Salah. ¿Y Uruguay? Geopolíticamente, un país amable, simpático, que cae bien al norte y al sur, al este y al oeste. Pero ojo con Uruguay. En la cancha, los charrúas son bravos, una agresividad con aroma de ataque relámpago. Como advierten al narrador de La Uruguaya, “te descuidas y Uruguay te coge parado”. Cómo olvidar el maracanazo. O a los rugbiers que se comieron a los amigos en Los Andes. O a los indios que se merendaron a Juan Díaz de Solís, el primer europeo que puso un pie en el Río de la Plata. Cómo descartar a Luis Suárez.
Grupo B: vecinos a la gresca
El grupo B quizá sea de los que más chicha geopolítica tenga, con tres vecinos con un largo pasado de encuentros y desencuentros luchando por los dos puestos que dan acceso a la siguiente fase. Y con un cuarto invitado, Irán, en el ojo del huracán internacional, aunque futbolísticamente poco tendrá que decir. Si acaso, con los goles que encaje. Como buenos chiíes, a los iraníes les tocará sufrir y ganarse el paraíso a base de flagelaciones.
A priori (ay, los apriorismos en el fútbol) España y Portugal no deberían tener problemas para pasar a octavos. Son la esperanza de la socialdemocracia en Europa: uno estrena gobierno y seleccionador y otro disfruta de un reconocimiento internacional inédito en siglos. Por orden de importancia: balón de Oro (Cristiano Ronaldo), penúltimo ganador de Eurovisión (Salvador Sobral), secretario general de la ONU (António Guterres) y presidente del Eurogrupo (Mário Centeno). ¿Quién da más?
Ante este panorama, los marroquíes, que regresan a un Mundial 20 años después, tienen pocas posibilidades. El chasco de no acoger el Mundial de 2026 (luego hablaremos de esto) no ayudará. Pese a todo, los marroquíes no cejarán en el empeño, con las mismas ganas que están desplegando en la arena regional. Como ejemplo, su regreso este año a la Unión Africana, que abandonaron en los ochenta. Marruecos quiere elevar su perfil internacional y el Mundial es una oportunidad como pocas.
Grupo C: Macron, el viento de cara
Comenzamos a sospechar que Emmanuel Macron tiene un pacto con el diablo: todo le sale bien, incluso lo que le sale mal. ¿Cómo es posible que lleve tan bien su amistad con Trump? ¿O el ninguneo de Alemania? En el plano geopolítico, Francia está de vuelta en el papel que mejor le sienta, el de agitador de las grandes potencias: EEUU en el mundo, Alemania en Europa. Pese a su maquiavelismo blando, a Macron se le ve venir de lejos: utiliza la arena internacional (desplegando una política exterior enérgica, activa, a gusto del consumidor) para validar su política interior de reformas y reorientación nacional. ¿Cómo aprovechará el Mundial este animal político con la determinación de un De Gaulle, el olfato de un Mitterrand y las ínfulas de un Sarkozy?
El grupo es sencillo, aunque en el fútbol las certezas las carga el diablo. Francia, de todos modos, es una de las selecciones más jóvenes del torneo y la juventud, hoy día, tiene premio.
Grupo D: las deudas de Argentina
El mundo le debe algo a Argentina, como el fútbol le debe algo a Lionel Messi. ¿O es al revés? El país, de la mano de Mauricio Macri, regresó este año a los mercados internacionales de deuda después de cinco lustros de ostracismo. Ahora se habla hasta con el FMI. Sí, los argentinos vuelven a salir al mundo con sus miserias encima, pero sin miedo a las deudas. Tratándose de ellos, sin embargo, las dudas son razonables: ¿no podrían volver a caer en los errores del pasado? Messi lo tiene claro: las ilusiones, como el dinero, son para gastarlas. O rey o nada.
Enfrente tendrán a la solvente Croacia, a un jovencísimo gigante con pies de barro (Nigeria) y a un país, Islandia, que ha metido a una parte significativa de sus políticos corruptos en la cárcel y que en la última Eurocopa llegó a los cuartos de final después de ganarle, sí, a los ingleses. Cuidado, Argentina, que las deudas al final se acaban cobrando.
Grupo E: Brasil ante el espejo
Grupo sencillo que nos provoca con una sola pregunta: ¿con quiénes irán muchos políticos brasileños? ¿Con su selección nacional? ¿O con su paraíso fiscal? El fiasco del Mundial de 2014 todavía escuece, como escuece la marea de corrupción que anega el país y, casi peor, la politización de esa marea, con la batalla judicial como una continuación de la batalla política. El siete a cero que en 2014 recibieron de los alemanes –antítesis espiritual de los brasileños–, debería hacer reflexionar al país. ¿No hay una manera de que sigan siendo ellos mismos, pero de otro modo? El riesgo de ruptura e implosión nacional, si las cosas no adoptan otro rumbo, es real. ¿Ayudará Neymar da Silva Santos Júnior a los brasileños a salir de la crisis existencial en la que están sumidos, o los hundirá más en ella?
Grupo F: Alemania, ¿y ahora qué?
Son los vigentes campeones. Los amos de Europa. La prudencia arrolladora, desmesurada. Humildes y arrogantes, llegan al Mundial con la aureola de los acostumbrados a ganar. Siempre están ahí. Siempre cumplen. Pero, ¿y qué más? Ganar, ganar y ganar, ¿no lleva a la melancolía? En el sur de Europa, al menos, las voces contra la inevitabilidad alemana se multiplican. ¿Qué les queda a los alemanes, entonces? ¿Perder? ¡Jamás! Ya perdieron en su día y de la manera más apocalíptica posible (Berlín, 1945; Puyol, 2010). Ahora toca volver a ganar, y punto. Pero ojo con lo que deseas. Solo el Brasil de Pelé –aunque este no jugó más que los dos primeros partidos, y el segundo cojo– y la Italia de Mussolini han ganado dos Mundiales consecutivos. Si antes hablábamos de que a los brasileños les convendría ser un poco más alemanes, quizá a los alemanes no les venga mal parecerse un poco más a los brasileños. Porque si no, ¿qué les queda? ¿Mussolini?
De sus compañeros de grupo, dos de ellos se agarrarán al Mundial como a un clavo ardiendo. Los mexicanos para airearse de una larga campaña electoral que culminará el 1 de julio, cuando todo apunta a que Andrés Manuel López Obrador se hará con la presidencia del país. Y los surcoreanos para olvidar por un momento a su vecino del norte, perenne espada de Damocles nuclear que pende sobre ellos. ¿Y los suecos, los bellos suecos? Que no esperen ser afortunados también en el juego, por favor.
Grupo G: Inglaterra, a solas
Al fútbol, Inglaterra juega sola. Ni Escocia, ni Gales, tampoco Irlanda del Norte. Futbolísticamente hablando, Reino Unido no existe. Y mejor que se vayan acostumbrando, porque en la arena internacional un frío parecido llama a la puerta. En el fútbol, los ingleses no ganan nada desde 1966, cuando se alzaron con la copa de un Mundial celebrado en casa. Pueden estar tranquilos: de ahora en adelante, gracias al Brexit, todo parece que volverá a quedar en casa. ¿Y la Commonwealth? Que no esperen mucho por el lado del imperio. En el fútbol, el pasado cuenta poco, muy poco.
Sería una ironía histórica, por otro lado, que Bélgica derrotase a los ingleses. Y no solo por ser hogar de la Unión Europea: los belgas deben mucho de su precaria existencia nacional a sus vecinos de canal. ¿Y los tunecinos? ¿No merecen también una alegría? Sí, pero al igual que les sucede en el plano geopolítico, el entorno no es favorable. Conviene, eso sí, no minusvalorar a la golondrina de la primavera árabe.
Grupo H: alegrías y penas de la clase media
El último grupo del Mundial es una miscelánea alegre de potencias medias, futbolística y geopolíticamente hablando. Bueno, Japón es un enano en ambos terrenos, pero económica y culturalmente es todo un gigante; un gigante ensimismado, cierto; ergo, potencia media. Un poco como Polonia, que parecía destinada a un papel protagonista en Europa y lo que ha hecho es replegarse en la peor versión de sí misma. En el plano futbolístico, sin embargo, Robert Lewandowski –como Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, en el geopolítico– tendrá algo que decir.
Colombia, por su parte, ya no se parece a sí misma: el país ha despegado y no quiere mirar atrás. Sería un broche de oro cerrar una buena participación en este Mundial, en un año de transición, pero el fútbol es otra cosa. No regala nada a nadie. Véase el caso de Brasil en 2014, que lo esperaba todo, o el de España en 2010, que no esperaba nada. El fútbol te da, el fútbol te quita, pero la vida va por otro lado. Esto lo saben bien los japoneses, por cierto, que no esperan nada de este deporte y por eso corren y son felices, sin más, a la manera inocua de Murakami.
¿Y Senegal? Para un país africano, el hecho de que teclees su nombre en el buscador de Google, abras la pestaña de Noticias y solo salgan cosas de fútbol debería ser una buena noticia. Ni guerras, ni violaciones de derechos humanos, ni miserias económicas. Todo un espejismo mediático, claro. Este verano, Senegal se enfrenta a una nueva crisis alimentaria: según Acción contra el Hambre, más de 750.000 personas sufrirán, a partir de julio, el hambre, ni más ni menos. El Mundial habrá terminado para entonces y muchos de esos senegaleses se quedarán sin pan ni circo. Miserias del mundo moderno.
Grupo Z: las superpotencias, ausentes
Entre las ausencias, las más significativas geopolíticamente son las de los dos gigantes mundiales, claro. EEUU y China. ¿El balón nos está queriendo decir algo? ¿Quizá que los grandes tienen mejores cosas que hacer que perder el tiempo jugando al fútbol? No está claro. El 13 de junio supimos que el Mundial de 2026 se celebrará en América del Norte. Sí, en Canadá, EEUU y México, los tres amigos. Ironías de la FIFA, el anuncio llega cuando la relación entre estos vecinos apunta a catástrofe. La renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) no avanza y el hecho de que no medie la válvula de escape del fútbol –recuerden, la guerra por otros medios– no augura nada bueno. La cumbre del G7 acabó mal y los negociadores del TLC parecen haber renunciado ya a lograr un acuerdo para este año; ya hablan de 2019. Siempre generosa, la FIFA les acaba de poner una fecha límite más holgada: 2026. A Donald el deadline le queda lejos, pero a Ivanka no.
Otra superpotencia –futbolera al menos– también ha quedado fuera. Pero mejor no hablar de Italia, la grande tristezza. Así, lo mejor que podemos hacer, de momento, es disfrutar y evadirnos con la multipolaridad feroz del fútbol de selecciones. En pequeñas dosis como las del Mundial, son un remedio magnífico contra los males geopolíticos. Después, la vida, que siempre vuelve.