Ninguna mujer ha asumido el puesto de secretaria general de la ONU a lo largo de la historia de la organización, con más de medio siglo a sus espaldas y nueve hombres en el cargo. Solo 16 países tienen una presidenta del gobierno o primera ministra, de los alrededor de 200 que hay en el mundo. Hay 506 mujeres en el Parlamento Europeo, frente a 1.000 hombres… Y un largo etcétera. Solo haciendo visibles a las (escasas) mujeres podemos evidenciar las desigualdades sobre las que se sustenta el sistema y la sociedad internacional en su conjunto. Y, por ende, la falsa neutralidad en cuestiones de género de las Relaciones Internacionales.
Las Relaciones Internacionales no son neutras en cuanto a género, es decir, no afectan de igual manera a hombres y mujeres. Históricamente, la disciplina, al ocuparse de la denominada “alta política” –las relaciones interestatales y la guerra, por resumir–, estudiaba una realidad social muy diferente a la que se daba en el interior de los Estados. De ahí su pretendida neutralidad. Sus paradigmas, sin embargo, han ido envejeciendo y, en algunos casos, entrando en franco declive. Realismo, liberalismo, estructuralismo… ya no sirven para explicar, por sí solos, las dinámicas de la sociedad internacional.
Desde el final de la guerra fría, los expertos en la materia reflexionan sobre la propia disciplina y sus problemas epistemológicos y metodológicos, y surgen nuevos paradigmas que pretenden explicar las características de la sociedad internacional incluyendo nuevas líneas de análisis que abracen, por ejemplo, la idea de cooperación, aparcando la continua rivalidad entre Estados defendida por el realismo. Y en este contexto de renovación surge, aunque minoritaria, una perspectiva feminista de las Relaciones Internacionales que describe exclusiones, prejuicios y desigualdades y denuncia que toda la disciplina ha reforzado el sistema sexo-género occidental.
El género, una construcción social
La literatura feminista pretende mostrar cómo de manera progresiva, en el presente siglo, los significados médicos de “sexo” se acumulan en los de “género”. La unión de estos dos términos oculta un interés de dominación –donde lo masculino está por encima de lo femenino– por el procedimiento de naturalizar el género haciéndolo coexistivo al sexo de las personas y, por tanto, incuestionable. El género es una construcción cultural, en realidad no ligada al sexo cromosómico ni al cuerpo, pero que acaba creando una construcción binaria de la sociedad. Se muestra como algo determinado biológicamente: es el “ser mujer” con la anatomía como destino.
Pero ¿qué es una mujer? ¿Qué implica situarse en los espacios de lo femenino? El feminismo de los años setenta en su primer intento de definición fue haciéndose preguntas como estas y fue descubriendo que la “mujer”, como dice Celia Amorós, si acaso existe, tiene una existencia paradójica, pues está al mismo tiempo atrapada y ausente en el discurso. Así, el género aparece como categoría analítica que junto a raza y clase daría las claves para la comprensión intelectual de la historia de las desigualdades del poder.
A partir de ese momento, poco a poco, las ciencias sociales –filosofía, sociología, historia…– fueron incorporando el género como unidad de análisis. Sin embargo, las Relaciones Internacionales siempre se han mostrado reacias a ello.
Sin embargo, pese a los obstáculos y aunque minoritaria, ha acabado surgiendo una perspectiva feminista en las Relaciones Internacionales que hace hincapié en la exclusión y la desigualdad, denunciando que la disciplina ha reforzado un modelo de sociedad donde la guerra, la diplomacia, las cuestiones de poder y la toma de decisiones son construidas bajo asunciones de género que hacen de ellas materias reservadas a los hombres. Un sistema que además construye al “otro” bajo una dicotomía etnocéntrica: la mujer, el extranjero, el loco, son creados y construidos como el enemigo, algo que tiene que someterse al control del hombre o el Estado, estableciendo también una visión reduccionista del conflicto.
Así, la ciencia de las Relaciones Internacionales, a pesar de sus pretensiones de universalidad, ha estado históricamente construida por y para Occidente; sus paradigmas no son descripciones de la realidad, denuncia el paradigma feminista, sino ideologías que sirven para legitimar y mantener el orden existente y los sistemas de dominación de género, clase o etnia.
La cuestión en torno a la identidad
Hoy día, los debates de la teoría feminista se centran en la idea de la identidad. En un principio, el movimiento considera que es precisa la construcción de un sujeto, un “nosotras” que reivindicar, un “nosotras” por el que luchar. Pero, ¿a quién se incluye en ese “nosotras”? Poco a poco, las mujeres negras, proletarias, lesbianas y de los países del Sur han alzado su voz para decir que no se ven identificadas con el paradigma feminista occidental. Surge así el feminismo interseccional por el que se entiende que la clase, la raza y la identidad sexual crean diferentes experiencias de género. Es decir, se empieza a cuestionar la capacidad de la ciencia de encontrar pretensiones universales y objetivas. Todo ello ha llevado a fomentar un debate entre diferentes teorías que en ocasiones resultan, incluso, contradictorias.
Por un lado, el feminismo posmoderno, que no es esencialista, no considera que haya sujetos universales –ya sean hombres o mujeres– y rechaza la idea de algo inherente que sea compartido por todas las mujeres; es decir, para el feminismo posmoderno no hay una identidad de género ahistórica y universal. La principal crítica a la teoría, en palabras de Pauline Rosenau, es que “si se pone en duda la categoría ontológica de mujer, ¿cómo construir un análisis de lo internacional que parta de la vida de las mujeres?”. Rosenau nos invita a ir más allá, pues la crítica se pude hacer a toda la filosofía posmoderna en general. ¿Quién está detrás del posmodernismo? ¿A qué pautas de dominación responde?
Por otro lado, el feminismo del punto de vista nos dice que solo se puede subvertir la situación deconstruyendo el discurso y privilegiando a la identidad oprimida. Es decir, al contrario que el feminismo posmoderno, el feminismo del punto de vista es esencialista y considera que hay cualidades innatas específicas para las mujeres. Y de aquí brota su principal debilidad: sustentar el discurso sobre las cualidades inherentes hace que las posibilidades de cambio sean efímeras, mientras mantiene el dualismo hombre-mujer.
Teniendo en cuenta todo esto, y en palabras de Itziar Ruiz-Giménez, en la mayoría de los casos, los estudios no pretenden crear un nuevo paradigma unitario, sino plantear nuevas preguntas o reformular las antiguas. En definitiva, deshacer las asunciones de género que poseen todos los paradigmas, incluidos los feministas.
Sobre esta base, el proceso de señalar las miserias y, en su caso, desmontar los paradigmas clásicos del realismo, el liberalismo y el estructuralismo gana fuerza. Ya no podemos ignorar el género como unidad de análisis. Pero ese es solo el punto de partida. El sistema de género será desmontado también. Iremos deconstruyendo sus premisas y organizándonos para cambiar la realidad, porque la realidad no es patriarcal en sí misma.