El reciente atentado en Canadá, donde un ciudadano convertido en 2013 al islam ha conmovido el país asesinando al soldado Nathan Cirilo, ha reavivado el interés por una cuestión inquietante: ¿cómo es posible que un ciudadano occidental abrace el islamismo más extremista y termine por ver a sus propios vecinos como enemigos? La pregunta es pertinente en Europa y Estados Unidos, que contemplan cómo un número considerable de sus ciudadanos marcha a ingresar en las filas del Estado Islámico en Siria o Irak.
No cabe duda de que la marginación social es un factor importante. En las banlieues parisinas o barrios como la Cañada de Hidum melillense, la falta de oportunidades, el desinterés del Estado y la estigmatización generan un caldo de cultivo para el extremismo entre jóvenes musulmanes. “Se llevan a los que pasan hambre”, observa Yusuf Calam, presidente de la comunidad musulmana Al Nur. Y también a las que pasan hambre: un 10% de los combatientes europeos del EI son mujeres. En Francia, las 63 mujeres que han partido a Oriente Próximo suponen un 25% del total de yihadistas provenientes de este país.
Pero sería incorrecto concluir que la combinación de islam y pobreza está detrás del extremismo. Como observa Laarbi Maateis, líder de la comunidad religiosa de Ceuta, “el fanatismo no se transmite a través de imames extremistas ni de tal o cual mezquita, sino de las redes sociales”. Según Robert Fisk, reconocido por su cobertura de Oriente Próximo y su desagrado por el mundo digital, “el EI ha convertido Internet en la mejor herramienta de propaganda de la historia”. A la aptitud con que el grupo se mueve en la redes sociales hay que añadir el efecto difusor de los medios de comunicación occidentales, que con frecuencia incurren en una cobertura que solo da fama al EI (sirva, como contraejemplo, esta portada de The Independent.) “El EI nos está convirtiendo a todos en sus reclutadores”, advierte el columnista británico Owen Jones.
Tal vez ningún analista haya sabido explicar el fenómeno de la radicalización con tanta consistencia y humanidad como el documentalista Robb Leech. En Mi hermano el islamista (2010) y Mi hermano el terrorista (2014), Leech documenta la radicalización progresiva de su hermanastro Richard Dart, encarcelado tras su intento de luchar con los talibanes en Afganistán. Como otros conversos blancos de clase media, Dart carece de un sentimiento de pertenencia en su sociedad. Muchas de sus críticas a la cultura occidental (hedonista, superficial, hipócrita) son fáciles de suscribir. El islam radical, de la manos de demagogos carismáticos como Anjem Choudary, se convierte no solo en una válvula de escape sino en una fuente de empoderamiento, aunque solo sea ideológico. “Es un problema de falta de identidad y vulnerabilidad”, observa Alyas Karmani, imán y psicólogo, que compara a los islamistas radicales con la extrema derecha en Europa.
Añádase a ello el susodicho efecto Internet. Leech destaca el caso de Andrew Ibrahim, detenido mientras planeaba realizar un atentado en un centro comercial. Ibrahim no frecuentaba regularmente ninguna mezquita. Su radicalización tuvo lugar en su propio cuarto, sin que sus padres se enterasen. En un momento determinado, abandonó los videojuegos a los que había consagrado su vida y empezó a ver vídeos de canales islamistas. En YouTube se puede encontrar material que haría hervir la sangre a cualquier persona, más aún a un musulmán: torturas y humillaciones en Guantánamo y Abu Graib, vídeos grabando crímenes de guerra americanos en Irak, quemas de Coranes en EE UU. La lista es larga. Ante semejante espectáculo, luchar para proteger a otros musulmanes se convierte en un acto de nobleza y no de extremismo. Esa, tristemente, es la perspectiva de un yihadista. Y campañas como la Operación Resolución Inherente, que ya se ha cobrado sus primeras víctimas civiles, no hacen más que confirmarla.