Los resultados de las elecciones del 7 junio en México serán relevantes por múltiples razones, pero sobresalen dos: perfilarán la última mitad del gobierno de Enrique Peña Nieto (del PRI) y redistribuirán los recursos con los que contarán las fuerzas políticas rumbo a la sucesión presidencial de 2018. Se renovará la totalidad de la Cámara de Diputados a nivel federal y nueve gobiernos federales, junto con elecciones de alcaldías y la renovación de Congresos locales en otras entidades del país. Desde enero –cuando se iniciaron las precampañas– hasta hoy son factibles dos escenarios: uno optimista y otro más complejo, ambos desde la perspectiva gubernamental, sin que sea todavía posible deducir cuál de estos se impondrá.
El escenario optimista alude al control de la Cámara por el presidente. Una encuesta de Consulta Mitofsky a finales de abril estimaba que los tres principales partidos políticos mexicanos –PRI, PAN y PRD– concentrarían entre el 77 y el 83% de la Cámara. En la actualidad, estos partidos concentran el 84% de los asientos, frente al 89% de 2009 a 2012 y del 87% entre 2006 y 2009. Esta ligera desconcentración se debe a la irrupción de MORENA, partido de izquierda fundado por Andrés Manuel López Obrador, y al repunte del Partido Verde, que alcanzaría entre el 7-8% de los asientos de la Cámara. Este partido es un fiel aliado del PRI, al que la encuesta otorga en torno al 38-41% de los escaños. El bloque PRI-Verde le daría la mayoría absoluta en la Cámara al presidente Peña Nieto, un hecho histórico después de casi 18 años de gobiernos divididos en el país.
Sin embargo, este escenario optimista encierra una paradoja. Si bien Peña Nieto podría romper con el ciclo de gobiernos divididos controlando la Cámara, la aprobación presidencial se ha desplomado a niveles inéditos, sobre todo a raíz de la masacre de los 43 estudiantes de Iguala (todavía sin esclarecer) y los escándalos de corrupción que han involucrado al presidente, su familia y colaboradores. La posibilidad de contar con una base legislativa mayor al tiempo que la aprobación presidencial es ínfima dificulta cualquier análisis sobre la valoración de los votantes respecto la primera mitad de gobierno de Peña Nieto, así como del mandato electoral que recibe de estas elecciones intermedias. Aunque este escenario impide derivar conclusiones claras, constituye una plataforma que le daría mayor margen de maniobra para la última mitad de su presidencia, al igual que al PRI en el camino de la sucesión presidencial de 2018.
Otro escenario igualmente factible pero más complejo para el gobierno de Peña Nieto conjuga dos elementos. Uno de ellos es el factor López Obrador, que supone la caída en las votaciones del principal aliado del PRI –el Verde, objeto de intensas críticas debido a una campaña centrada en intercambios clientelares y sanciones de las autoridades electorales por al uso indebido de los recursos– y un mayor alcance electoral por parte de MORENA, basado en las preferencias no registradas en encuestas (los encuestados sin preferencias para Consulta Mitofsky y Reforma están por encima del 14%) y la tendencia de crecimiento sostenido de ese partido. López Obrador ha insistido en un referéndum para derogar las reformas impulsadas por Peña Nieto, especialmente la que permitió la participación privada en el sector energético del país (previamente monopolio estatal), una medida ante la que la mayoría de los mexicanos es escéptica. De no materializarse las promesas de mayor crecimiento económico y bienestar que supuestamente traerían estas reformas, López Obrador tendría poderosos argumentos para relanzar su propuesta de referéndum en el segundo tramo del gobierno de Peña Nieto.
El segundo factor que configuraría un escenario complejo para el presidente es la corrupción y sus consecuencias electorales. De hecho, este asunto ha tenido gran protagonismo, desprestigiando principalmente al presidente y a los partidos tradicionales. Hasta hace poco, solo López Obrador aludía a la corrupción, pero ahora cada vez más mexicanos manifiestan su rechazo a las prácticas corruptas. Si bien se creía que este ímpetu social contra la corrupción beneficiaría a López Obrador, con la reforma constitucional de 2013 que abrió la posibilidad a las candidaturas independientes, este contexto de exigencia social terminó impulsando a los candidatos sin partido. El caso que más sobresale es el de Nuevo León –Estado al norte del país, con niveles de vida de los más altos y un ícono de la corrupción gubernamental– donde el candidato independiente Jaime El Bronco Rodríguez ha desplazado al PAN al tercer lugar y cuenta con posibilidades reales de arrebatárselo al PRI, lo que equivaldría a quitarle la joya de la corona de las elecciones. De concretarse el triunfo de un candidato independiente en Nuevo León, además de constituir un hecho histórico, podría desatar una dinámica de desafíos al sistema de partidos que se expandiera a otros puntos del país y diera mayor confianza a la sociedad mexicana para ejercer un control más efectivo al gobierno.
Aunque habrá que esperar a los resultados del 7 junio, un escenario que le devuelva al presidente el control de la Cámara y le permita al PRI conservar las gubernaturas implicaría un último tramo de más cómodo para la presidencia. Al mismo tiempo, también enviaría señales contradictorias con el clima social, caracterizado por el hartazgo e inconformidad con el desempeño del gobierno y la clase política tradicional. Pero tal vez sea tiempo de preocuparse por el legado histórico y figurar como el primer presidente de México que convivió con un gobernador independiente de los partidos tradicionales, una alternativa mucho mejor que la de la corrupción y la privatización del sector energético.